Martín Caparrós: “Nos convencemos muy fácil de que así es el mundo, y el mundo es lo que podamos hacer con él”
El escritor argentino publica 'Sinfín', una "metáfora barata" sobre nuestra sociedad individualista y la falta de un modelo de futuro "deseable".
El 5 de marzo de 2020, antes de que la Organización Mundial de la Salud declarara la pandemia global por el coronavirus, antes de que el Gobierno español decretera el estado de alarma y pusiera en cuarentena a todo el país, Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) publicó nuevo libro. Sinfín, una “ficción sin novela”, como describe su autor, sitúa al lector en 2070, en un ‘paraíso’ de nombre chino —天, pronunciado tsian— y desarrollo turinés que, en resumidas cuentas, ofrece a la gente la inmortalidad a cambio de vivir para siempre aislados del resto del mundo. “Y yo que creí que había escrito una historia del futuro lejano…”, tuiteaba, hace unos días, el periodista y escritor argentino.
Horas antes de que salga a las librerías Sinfín (editado por Literatura Random House), Martín Caparrós recibe a El HuffPost mientras termina de leer un artículo de The Atlantic, precisamente, sobre el coronavirus. “The official coronavirus numbers are wrong, and everybody knows it”, lee en voz alta. Caparrós no acaba de entender bien tanto pánico y tanta histeria con este virus cuando la malaria, por ejemplo, mata “a más de mil personas por día todos los días”. “La malaria, por supuesto, sólo ataca en los países pobres”, matiza.
¿Qué es una ficción sin novela, como describe Sinfín?
Era un chiste interno conmigo mismo. Se habla tanto de las novelas sin ficción, lo que otros llaman crónica y que se supone que yo escribo de vez en cuando, que me dieron ganas de hacer lo contrario. Mi intento era hacer una ficción con el método y el mecanismo de una no ficción. Esto es una supuesta no ficción que narra hechos absolutamente trabajados, investigados y relevados que sucedieron en el 2070.
Tenía ganas de divertirme un poco con la estructura de la no ficción, aplicarla a algo que evidentemente tuviera que ser ficción. Al principio empecé con eso, haciendo una crónica de algo que no sucedió, y después me fue interesando más eso que no sucedió, me fui olvidando del chiste original y metiendo cada vez más en ese disparate que me estaba inventando.
El cuento de la criada, Black Mirror, Years and years, ahora Sinfín… Las distopías están en auge. ¿Son una forma de escapar de la realidad actual?
Yo no considero Sinfín una distopía. Los editores trataron de postularlo así y estoy dispuesto a discutirlo airadamente con ellos. Porque si se consigue una forma de no morir y seguir viviendo en un mundo que has elegido y te parece fantástico, es más una utopía que una distopía. Por supuesto que tiene su lado malo, y de eso va el libro, pero a priori no está nada mal.
Con respecto a las series que me dices, tuve problemas el año pasado. Terminé el libro hace año y medio, pero por una serie de incidentes, tardó más de lo habitual en publicarse. Así que veía cosas parecidas que salían en la tele y me desesperaba, por supuesto. Decía: “Cuando llegue, todo este tema va a estar muy quemado”. Pero creo que lo que hacen las distopías es prolongar y exacerbar ciertos rasgos de la realidad; no creo que sean una fuga de la realidad, sino más bien todo lo contrario. Son una especie de internación brutal en los rasgos menos amables de esa realidad.
En Sinfín habla de “vida más larga” —que recuerda al debate de la eutanasia—, habla de falta de sexo entre humanos en favor de sexo con máquinas —que recuerda al famoso Satisfyer—, habla de una vida virtual aspiracional, de “guerras religiosas y migraciones sin fin”. Parece que algunos elementos de Sinfín ya los estamos viviendo.
Sí. Sobre todo estos dos ejemplos primeros —el debate de la eutanasia y el Satifyer— aparecieron después [de escribir el libro], o sea, que la sintonía no falló del todo. Armamos futuros a partir de los presentes que vivimos, no hay otra manera. Algunos tratan de alejarse lo más posible. En mi caso, no. Yo intenté ver ciertos caminos posibles, no deseables en general, pero posibles. Todo el planteamiento, incluso lo que parece más delirante, tiene una base real. Lo de la transferencia de cerebros a ordenadores puede parecer chiflado, pero hay gente que está estudiando esas posibilidades en laboratorios con millones y millones de dólares. Están estos muchachos multimillonarios de la tecnología en Silicon Valley que tienen unas vidas estupendas y no quieren que se acaben, así que están poniendo mucho dinero para tratar de conseguirlo por los dos caminos que el libro plantea: están los cuerpistas, que tratan de conseguir cuerpos que duren y duren; y luego los otros, que tratan de averiguar cómo transferir nuestro ser a una máquina para que siga funcionando. Todo esto, curiosamente, existe, y es probable que en esa época [2070, en el libro] algo de esto haya pasado. Yo no lo voy a ver, así que nadie va a poder venir a decirme nada.
¿Y qué hay del resto, de los que no trabajamos en Silicon Valley o no tenemos unas vidas tan estupendas?
También queremos vivir mucho más. O yo, por lo menos, a mí que me registren. Creo que casi todos lo queremos. Si no, sería difícil explicar el auge de las grandes religiones. Por eso existen el catolicismo, el islam y todo eso. Porque te ofrecían esa especie de deal, de negocio, según el cual si te portabas bien y seguías sus reglas y no hacías lo que te decían que no hicieras y hacías lo que te decían que hicieras, te iban a dar otra vida mejor que esta. Eso es lo más clásico y antiguo de la cultura humana. Todos querríamos vivir más; pero, por supuesto, los precios son variables y hay que ver qué precio estamos dispuestos a pagar para conseguirlo.
Este domingo es 8 de marzo.
Sí, pienso ir a la marcha con mi señora madre. Tengo muchas ganas de ir con ella.
¿El feminismo ha cambiado su vida, de alguna manera?
Supongo que sí, hace cuarenta y tantos años. Mi madre siempre fue feminista y me educaron en esa idea. Me educaron de izquierdas y según los primeros preceptos del feminismo, en los años 60. Y cuando entré a la facultad en París, en el 76, entré en un grupo feminista. Recién nos recordábamos que en el año 82, la escritora argentina María Moreno hizo una revista feminista que se llamaba Alfonsina. Ella era la directora y yo, la redactora jefa. Rosa Montana me llamaba.
Más allá de que mi vida no ha cambiado mucho últimamente, sí me impresiona el poder que está tomando ahora [el feminismo]. Por un lado, me da gusto que por fin se realicen una cantidad de cosas. Pero, por otro, me da un poco de nostalgia que esté ocupando, con toda la justicia, espacios que han dejado sin ocupar movimientos sociales y políticos que en este momento están desbaratados. Insisto: creo que es absolutamente justo que tenga el poder que tiene. Ahora, me da un poco de pena que sea el único de los movimientos en la calle que tiene ese poder. Pero eso no tiene que ver con el feminismo, sino con el retraimiento de muchas otras corrientes que no saben muy bien para dónde ir.
Cuando ha empezado a decir “me da pena”, creía que iba a hablar de las luchas internas que está habiendo últimamente dentro del movimiento, especialmente en contra de las personas transgénero.
Creo que eso no es sólo el feminismo o las mujeres. Mira Podemos, quedan dos de los doce miembros originales. Hay algo patético en esa capacidad de dividirse que tienen los movimientos.
¿Es algo de la izquierda, cree?
Bueno, la derecha se junta. Quizás porque son menos principistas, digamos, les importa menos el detalle de los principios y, en ese sentido, son más ‘finalistas’. Van a lo que van, y lo demás no les importa, y si hay que juntarse con Vox, se juntan. En cambio, la izquierda siempre ha sido más cuidadosa, pero ese cuidado les ha llevado a divisiones y divisiones.
Han pasado cinco años desde que publicó El hambre. ¿Ha cambiado algo desde entonces? ¿Las conclusiones seguirían siendo las mismas ahora?
Globalmente, no ha cambiado nada. Sin embargo, hace poco pasó algo en Argentina que me impresionó. Antes de que fuera presidente Alberto Fernández, tuve una conversación con él y le llevé el libro de El hambre. Y ahora, una de las primeras medidas que tomó su Gobierno fue iniciar una campaña contra el hambre en Argentina, y él dijo claramente que se había inspirado en el libro, y me invitó a la presentación de la campaña. Quizás es una tontería, pero compensa un poco la idea de que ese libro puede producir algún efecto en la realidad. Me da gusto pensar que algunas personas en Argentina están siendo atendidas de una forma que no lo eran hace seis meses. Cuando uno tiende a pensar que un libro no sirve para nada, que una vez cada tanto la vida te desmienta, está bueno.
“Probablemente, usted prefiera no leer este libro. Quizás yo haría lo mismo. Es mejor, en general, no saber quiénes son, ni cómo ni por qué”, decía sobre este ensayo. ¿Es fácil conciliar el sueño cuando se sabe quiénes, cómo y por qué son?
Aprendes a hacerlo, por supuesto. Yo lo tengo presente. Es raro que me olvide, aunque a veces me tome un poco el pelo como con este libro, Sinfín. Después, suelo caer en la tentación de volver a hacer crónicas dramáticas, porque me parece que hay alguna historia que lo merece.
Me llamó la atención que en una columna en El País Semanal era muy crítico con Amazon y con la obscenidad de la riqueza de su creador; curiosamente el primer resultado que me salió en Google al buscar El hambre me llevaba a la web de Amazon para comprarlo desde ahí. ¿Es inevitable caer en las contradicciones?
Sí, eso le dicen siempre a mi amigo Jordi Carrión, que escribió este librito que se llama Contra Amazon y se vende en Amazon. Están en todas partes, es muy impresionante. Esa columna era más sobre [Jeff] Bezos, por la idea de entronizar a un tipo que tiene 150.000 millones de dólares. Eso quiere decir que hay muchísima gente que no tiene lo que necesita. El dinero no es interminable. Si alguien tiene tanto es que hay muchos que no tienen. Es un tipo que aprovecha cada gramo de capitalismo para tener más y más y más. Debería ser la quintaesencia de lo detestable y, sin embargo, a la gente les parece espléndido.
¿No es una utopía lo de la distribución justa de riquezas?
Lo es, lo es. Pero también era una utopía que las mujeres votaran o que un señor no fuera dueño de otro, o que no hubiera reyes. Todo era una utopía en algún momento. Lo que han conseguido las mujeres es muy fuerte. ¿Ahora a quién se le ocurriría pensar que una mujer no puede votar simplemente por ser mujer? Sería de psiquiátrico y, en cambio, hace menos de cien años parecía que así era el mundo. Nos convencemos muy fácil de que así es el mundo, y el mundo es lo que podamos hacer con él. El asunto es convencerse; no es que sea tan difícil. Pero se necesita a mucha gente convencida de que esto debería ser X o Y.
¿Entonces no hay mucha gente convencida para cambiar las cosas?
No. Sin ser para nada evidente, es lo que trato de poner en escena en Sinfín, el hecho de que ahora no tenemos un futuro deseable. Nuestra sociedad no se ha armado un modelo de futuro que querría y, por lo tanto, cada uno de nosotros trabajamos para nuestro futuro personal. En Sinfín cada uno acaba teniendo la muerte y la vida eterna que quiere, a condición de que esté solo y totalmente aislado de los demás. Y en ese caso lo consigue. Es curioso, porque no lo escribí para que fuera metáfora de nada, pero estos días, pensándolo, descubrí que es una metáfora barata de esto. Me parece que eso es lo que pasa. No hay suficiente gente que lo quiera porque no sabemos qué querríamos, porque no nos hemos armado todavía un nuevo modelo de cómo sería una sociedad con distribución más justa. La última vez que lo intentamos, hace cien años, salió mal. Ahora hace falta tiempo para rearmar un modelo que le interese a mucha gente.
En un artículo reciente señala que entre las noticias más vistas de los periódicos “no hay una sola sobre un tema seriamente político, ni una sola sobre otros países o sobre los cambios sociales, ni un análisis, ni un reportaje, ni una investigación. Quiero decir: nada de todo lo que podría enorgullecer a un periodista”. ¿Qué responsabilidad tiene el periodista en esto, qué responsabilidad tiene el editor en la decadencia de los medios y qué parte de responsabilidad tiene el propio lector?
Es la famosa disyuntiva del huevo y la gallina, porque, efectivamente, se retroalimentan ambos y se usan como justificación y como incentivo. Es tristísimo comprobar que hay una mayoría importante del público que quiere que le den basura. Seguramente no por su culpa, una vez más son víctimas de una sociedad que les enseña a disfrutar de eso, de una educación que no les enseña a disfrutar de otras cosas, y entonces buscan eso que a mí me parece una verdadera porquería: crímenes, farándula histérica, o listas de ‘los cinco más no sé qué’ o ‘los diez más no sé cuántos’, que por alguna razón tienen mucho éxito. Es penoso y triste que el público busque eso y, al mismo tiempo, es un poco lamentable que muchos editores y/o periodistas estén tan dispuestos a satisfacerlo. Hay un problema de responsabilidad individual con el cual es difícil meterse, porque es muy fácil responder: ‘Bueno, es lo que me piden, si no hago esto me quedo sin trabajo’. Y es cierto, pero también es cierto que cada cual elige qué hacer con su vida. Yo puedo elegir mantener un trabajo a costa de hacer algo que no me parece muy bonito, que lamentablemente es lo que hace el 80 o 90% de la población: entrega 8 horas de su día a hacer un trabajo que no le interesa o no le gusta o no le importa. Un periodista también puede hacer eso. O puede negarse a hacerlo y buscarse la vida. Es difícil, porque llegan las cuentas a fin de mes y estás jodido. Pero es una opción. Yo sé cuál es la que me gusta, pero no juzgaría a nadie por hacer lo otro. Sí me gustan más los que hacen lo que les gusta.
¿Es muy difícil ganarse la vida como periodista ‘libre’ a día de hoy?
Hay que buscarse la vida, qué sé yo. Una vez terminé dándome cuenta de que hasta los cuarentaitantos nunca había trabajado más de un año en el mismo lugar. Me fui de muchos lugares, no me gustan los lugares que no me gustan. Soy demasiado impaciente y pretencioso como para pensar que pierdo el tiempo. Pero hubo épocas en que no tenía un céntimo, en que sólo comía mortadela, aunque aquí la mortadela no parece tan patética. En Argentina es el fiambre más barato, es lo más patético. Hay que tener ganas, cierta convicción en su sentido más literal, cierto convencimiento de que hay algo que uno realmente quiere hacer y que vale la pena complicarse un poco la vida para poder hacerlo. Pero hay muchas personas a las que les falta este convencimiento. Están dispuestas a hacer lo que haya que hacer. E insisto, me parece bien. En cambio, hay personas que sí tienen ese convencimiento de que lo que quieren hacer es tal cosa. Si esos no lo hacen es más triste, porque les crea un conflicto y una frustración mucho más fuertes. Ahí sí que es una lástima.
Aunque no viva en Argentina sigue muy vinculado a su país y escribiendo mucho sobre él.
Sí, sigo teniendo mucho que ver. Hablo y escribo en argentino. Podría no hablar más en argentino. Es una tontería, pero me hace gracia porque cuando hablo otros idiomas, trabajo mucho por pronunciarlos bien y sacar un buen acento. En cambio, en castellano nunca hice el menor esfuerzo por no hablar en argentino. Mi idioma es ese. Soy argentino, de eso no tengo ninguna duda. Soy un poco español también, pero mucho menos. También está claro que una de las cosas más argentinas que un argentino puede hacer es no vivir en Argentina.
¿Hay que esforzarse por mantener o por perder un acento?
No, yo no me esfuerzo por mantenerlo, pero tampoco trabajo por hablar en castellano. Con el inglés, el italiano o el francés, trabajo. Cuando estoy allí, me esfuerzo, repito cosas. Trabajo mucho por hablar bien los idiomas que hablo. Podría haber hecho lo mismo con el español, pero no quiero. Me parezco un farsante, un mentiroso, cuando hablo con acento español.
En Otro triunfo latino, una columna publicada en El New York Times, reflexiona sobre la ‘latinidad’ y los estereotipos a raíz del espectáculo de Jennifer Lopez y Shakira en la Super Bowl. ¿Qué piensa la gente cuando oye la palabra ‘latino’?
Es curioso la deriva de esa palabra. La primera vez que se escribió la palabra ‘latinoamericano’ fue en el 1800 y pico, fue un colombiano que vivía en París. Los franceses adoptaron la palabra con mucho entusiasmo porque eso les incluía dentro de lo que hasta entonces había sido ‘hispanoamericano’. Y a muchos intelectuales de América también les gustó, porque en ese momento les interesaba sonar lo menos español posible. Me hacía gracia que eligieran la palabra ‘latino’, que remite al Lazio, a la zona de Roma, a la potencia que los invadió a todos ellos. Era una especie de sumisión a aquellos imperialistas de siglos antes.
Entonces la palabra se difundió, poco a poco se fue decantando y perdiendo el ‘americano’, y quedó ‘latino’, que ahora denomina sobre todo a un señor o a una señora más o menos morenos, más o menos tropicales, más o menos maleducados, más o menos flamígeros. Terminó designando algo infinitamente alejado de la voluntad de aquellos que crearon el término. Me parece superinteresante cómo se les escapó y terminó en las nalgas de JLo.
Cuando alguien dice ‘latino’ no piensa en un peruano, piensa en un caribeño pasado por el Bronx. Es un error, obviamente, todo es un error, pero ese es el contenido que tomó la palabra. Esos ‘latinos’ no son la mayoría, pero sí los más visibles, los que más ruido hacen, a los que más ganas dan de mirar, puede ser.