Leila Guerriero: “En Argentina se ve con asombro lo que pasa en España con el Valle de los Caídos”
"Hay una especie de voluntarismo en los medios, que dicen: 'Esto no va a pasar nunca, porque toda esta gente es muy estúpida y no puede haber tantos estúpidos'. Y ahí está Vox, ahí está Trump".
“Está lindo el día. Quería ir a correr pero no me dio tiempo; me pusieron las entrevistas muy juntas”, comenta Leila Guerriero (Junín, Argentina, 1967) como lamentándolo pero sin atisbo de queja.
Cronista, columnista, escritora, editora, profesora, “Guerriero demuestra que el periodismo puede ser una de las bellas artes y producir obras de valía, sin renunciar a su obligación primordial, que es informar”, escribió Mario Vargas Llosa. Ella prefiere definirse como periodista, “ya está”.
Leila Guerriero tiene algo de hiperactiva —“hago, hago y hago todo el tiempo”— y es consciente de que cuando viaja a Madrid le toca exprimir, aún más, su agenda. Con todo, no le importa alargar —un buen rato más— las entrevistas, con sesión de fotos incluida, aunque sólo le dé tiempo a comer algo rápido antes de entrar a la radio. Al menos, en el hotel donde se aloja, Guerriero guarda provisiones: papaya, manzanas, plátanos y una bolsa de lechuga troceada.
La periodista argentina acaba de publicar Teoría de la gravedad (Libros del Asteroide), una recopilación de algunas de sus columnas publicadas en El País desde 2014. “Cuando no escribo, me empiezo a sentir mal, incluso a nivel físico siento que algo no funciona bien. Como que el mundo se licúa, como que no entiendo”, describe.
La primera columna que aparece en Teoría de la gravedad se titula El pacto y no he podido evitar pensar en la política española, justo ahora.
(Risas) El abracito… Sí, sí. Pero son pactos bien distintos. La columna habla del pacto con el lector, en el que uno piensa y piensa. Es un pacto antipático, simpático, insolente, agrio, benevolente, como una especie de resumen que dice: “Da igual, no voy a cambiar, acá estoy echándole mi carne a los perros, ¿para qué me quieren?”. Y el pacto del otro día [entre PSOE y UP] es bien diferente. Yo creo que mi columna es genuina, y eso es algo que quizás le falta al pacto político, me parece. Lo mismo que hicieron ayer lo podían haber hecho hace seis meses y se habrían ahorrado muchos dolores de cabeza y mucho dinero también.
Estas columnas están escritas a lo largo de cinco años, desde 2014. ¿Ha cambiado mucho la visión de Leila Guerriero en este tiempo?
No... Creo que la visión del mundo es algo con lo que uno ya viene. No digo que piense lo mismo que a los 7 años, pero hay cosas que permanecen. Trabajo mucho con esa memoria emotiva y siempre fui muy insolente, un poco rebelde, escéptica, pesimista, pero también muy entusiasta, con cierta fortaleza. Todo ese pesimismo no me hace una ameba débil encerrada en mi mundo. No soy una persona depresiva, para nada. Y creo que eso permanece, esa es la esencia. Precisamente eso es lo que coagula en estas columnas, esa mirada desencantada, la desazón, la conciencia de que todo es fugaz y por otra parte uno vive como si fuera inmortal, las contradicciones. Eso no ha cambiado; al contrario. Son temas que cada vez me interesan más.
Ahora viajo más que cuando empecé a escribir las columnas, y eso me ha transformado en una persona más apurada, cosa que no me gusta nada, pero bueno.
Entonces no es depresiva, pero de algún modo sí ansiosa.
Ansiosa como creo que somos todos en un punto en estas épocas; la ansiedad del hacer, el hacer y el hacer. Yo me peleo mucho con esa idea. Hago, hago y hago todo el tiempo, y en eso hay una cuota de ansiedad. Escribo, edito, doy clases, publico libros propios, edito libros ajenos, hago una enorme diversidad de cosas que se toman mucho de mi tiempo. No podría hacer todo lo que hago si me fuera cuatro horas a un spa; eso no existe. Hay algo de esa superproducción que viene dado por el oficio, los oficios, que hago. Pero a su vez soy muy consciente de que a veces uno está perdido en el hacer, en la hiperactividad. Soy muy consciente de que uno se va dejando como cachos en todo este trabajo hipertrofiado, y me peleo, lucho, batallo contra esa idea. A veces me sale bien y otras veces peor.
A veces en el libro aparece el momento de preparar el pan casi como sinónimo de serenidad, de relajación…
Sí. A mucha gente que hace un trabajo de cabeza le funciona todo lo que tenga que ver con lo manual, aunque sigas pensando. No hablo tanto en términos de relax; yo vivo esas actividades más bien como un estado de trance. Salir a correr, amasar un pan, estar tres horas cocinando algo, probar una receta rara nueva me hiperconcentra en eso; me resulta sumamente inspirador. No es muy distinto a escribir. Por ejemplo, cuando corro, escribo, mi cabeza va escribiendo. Me imagino que es como una especie de meditación, aunque nunca hice; es como enfocar, dejar que todo el ruido del mundo, todo el ruido de la cabeza, todos los dragones que uno tiene bramando todo el tiempo, se callen, y de repente habla nada más el dragón que importa. Es otra forma de seguir haciendo, pero es distinto. Haces desde otro lugar.
En realidad no dejas de pensar…
No, no, para nada. Pero de pronto ir en un auto, mirando por la ventanilla, con la música me produce un placer, no como de revista de autoayuda, no como de tatami, pero sí me coloca, me coloca en otro lugar, es una sensación de elevación. Obviamente, no se puede vivir continuamente en ese estado. Pero son huecos en los que percibo que tengo una sensibilidad mucho más afinada. Así que trato de tener un espacio para esos ratos, aunque no siempre lo logre.
No sé si sabe que tiene una “cuenta homenaje” en Twitter.
Me habían dicho, sí.
La descripción dice: “Periodista sin diploma, cronista por convicción y dueña de un cabello admirable”. ¿Se siente representada?
(Risas) Bueno… Está muy bien. ¿Y cómo dice, aparte de lo del pelo admirable?
Periodista sin diploma y cronista por convicción.
Periodista sin diploma, sí, eso es verdad. ¿Cronista por convicción? Bueno, yo siempre digo que soy periodista, no me califico como cronista. Pero está muy bien; no hay nada que me haga ruido, digamos. Sí me molesta que digan lo de cronista como una especie de upgrade, cuando en realidad ser cronista es una rama del periodismo que puede ser tan buena o tan mala como cualquier otra. No es mejor que ser periodista de noticias, o de política o lo que fuere. Soy periodista, ya está. Pero bueno, lo de la cuenta está muy bien, parece que está hecho con mucho cariño y buena voluntad, así que un abrazo para ellos.
¿No tiene en mente hacerse redes sociales?
No, no, no, para nada. Creo que en mi caso sería una fuente de distracción enorme. Soy muy obsesiva. En mi casilla de mails, si tengo más de dos correos sin responder, empiezo a sentirme mal. Y las redes sociales es algo que tienes que alimentar, y te provoca el querer ver lo que dicen los demás de lo que escribiste. Con todo eso, no sé en qué momento escribiría, me volvería loca. El no estar en esos espacios es como una forma de preservación. Por ejemplo, no uso WhatsApp para trabajar. Quien me escriba por trabajo, le digo: “No uso WhatsApp, mándame un mail”. Me incomoda muchísimo que me estén escribiendo a mi teléfono por cuestiones laborales. Esta especie de dispersión hiperconectiva… No sé cómo hace alguien que quiere escribir y concentrarse. Lo que uno necesita es aislarse del mundo, y ese mundo está perforando esa capa de concentración todo el tiempo. Si lo permitís, eso puede llegar al infinito. Puedes nunca más en la vida sentarte a escribir un texto.
Usted defiende que no se debería hacer periodismo sólo en base a lo que interesa a los lectores. ¿Peligra el periodismo en esta época del clic fácil?
Sí y no, qué sé yo… Creo que es un momento de mucha confusión para las empresas de comunicación, pero la solución no puede ser ser complaciente. Yo concibo la escritura como un espacio de libertad; no estoy pensando en si le va a molestar o no al lector. Por ejemplo, si nos fijamos en suplementos culturales, hay muy pocos medios que tengan una agenda propia, que no estén colgados de la agenda que imponen los grandes grupos editoriales. Encuentro más interesante los medios que generan una agenda, que publican textos sobre autores que yo no hubiera imaginado que existían, que no sólo están pendientes de las últimas novedades. Me resulta interesante la idea de que el medio te descubra un mundo.
Claro que no se puede obviar la actualidad, pero si a la gente le encanta ver videos de gatos, ¿sólo se van a publicar videos de gatos, si eso trae los clics? Ir tan detrás de la conga de los clics puede ir en detrimento de la credibilidad, porque también hace que empieces a ser demagógico. Me parece un balazo en el pie. Entiendo que un medio quiera saber quién es su público, aunque uno aspiraría a romper esa frontera y llegar a gente que precisamente no les leería a priori. Convencer a los convencidos es fácil.
Por otro lado, cada vez se culpa más a los medios del auge de la ultraderecha. ¿Qué opina de esto?
Creo que los medios muchas veces no han sabido, podido o querido mirar algunas realidades tal como eran, sino que las han querido mirar desde la óptica de una convicción previa, pensando “esto va a ser así” o “esto no va a ser así”. Y después les ha estallado en la cara la realidad, como el caso de Trump en Estados Unidos. Leías los diarios norteamericanos más o menos ‘progres’ y ninguno preveía un triunfo de Trump. Existía la convicción previa del “esto no va a pasar”. En vez de ir a ver quiénes eran los votantes de Estados Unidos y cómo pensaba esa gente, directamente se decidía que eran todos unos paletos y que no valía la pena ni pensar en ellos, lo cual es un error enorme. Lo que uno tiene que hacer es mirar todo. No digo que haya que simpatizar con los de Trump, ni tampoco hablo de simpatizar con los otros; lo que que no debería hacer un periodista es ir a confirmar una teoría previa. Porque de ese modo vas a ver nada más la realidad por el ojito de la cerradura.
En ese sentido, no sé si han contribuido a que gane la derecha, pero sí hay un desencanto de la gente hacia el hecho de que los medios hagan eso. Se nota demasiado que los medios miran la realidad para confirmar una teoría previa, que es lo contrario de lo que hay que hacer. La gente no es tonta. En algunos casos, los medios parecen convencidos de que la gente es sonsa y se la puede llevar de las narices a cualquier lado. No han sido capaces ni de contar bien el Brexit, ni de contar bien a Bolsonaro antes de Bolsonaro, ni de contar bien el sí o el no del plebiscito de Colombia. No sé acá en España qué habrá pasado con lo de Vox; sigo muy de cerca medios españoles, pero no me gustaría meterme en algo que me excede un poco. Pero sí creo que hay una especie de voluntarismo en los medios, incluso en los que uno lee, que dicen: “Esto no va a pasar nunca, porque toda esta gente es muy estúpida y no puede haber tantos estúpidos”. Y ahí está Vox, ahí está Trump, ahí está Bolsonaro, y no ha habido un reflejo de que esto podía pasar. Se está mirando la realidad para donde se la quiere mirar, pero la realidad está y es, y dice cosas antipáticas.
En una columna, Mamita, reprocha a una madre —ficticia, supongo— la frialdad e incluso la crueldad con la que trata a su hija.
Era una columna sobre la realidad de todas las madres. Era un conglomerado que trabaja en contra de la idea de la mamá como un puro nido de amor y de cobijo, que es una idea supermachista y más vieja que el hambre. Abramos la posibilidad de ser madres, digamos que hay madres crueles, madres horribles, como padres también. Creo que salió publicado el día de las madres acá en España. Tenía muchas ganas de trabajar con la idea de “Okey, ¿por qué toda esta especie de loa a las madres como si fueran lo más grande?”. En América Latina esto está muy enraizado. Siento que debajo de toda esa idea tan ensoñada hay más; es como si sólo se pudiera ser madre siendo bendita. Estoy segura de que hay un montón de mujeres que son madres y que al ver esta obligación de ser perfectas se deben sentir horribles, porque también se hartan de sus hijos. También hay madres que son derechamente horribles y no se dan cuenta. La literatura y el cine están llenos de eso, y eso de algún lugar sale.
El otro día fui a una charla de Lorrie Moore y la tipa decía muy espantada que cuando pone una buena nota a sus alumnos de la universidad, los chicos sacaban una foto de la nota durante la clase para mandársela inmediatamente a la mamá. Y eso a ella la tenía asombrada; ella viene de una generación en la cual lo que hacías era intentar ocultarle las cosas a tus padres. Había más bien una rebeldía, un enfrentamiento. Entonces daba un consejo interesante a los jóvenes escritores: “Escribí algo que no le darías a leer a tu mamá”. Me parece un consejo muy saludable.
Los tiempos cambian y los padres ya no son los de antes, por suerte en algunas cosas. Pero antes con 17 años era obvio que te fueras de casa, ¿qué ibas a hacer en tu casa? Ahora puedes ir con tu novio a tu casa, acostarte con él o con ella… antes era impensable. Pero en algún momento tienes que levantarte y dar el portazo; es importante rebelarse contra la autoridad.
Precisamente en sus columnas está muy marcado cuando se habla de una vida más bohemia y rebelde y cuando, en cambio, todo es más establecido y familiar, aburrido casi.
La idea de la familia burguesa y establecida me produce mucho espanto. Tengo una vida que está llena de disciplinas, si no no podría hacer lo que hago, pero el aburguesamiento me espanta. Y en las columnas hay una mirada crítica sobre esas cosas.
Llaman especialmente la atención sus Instrucciones. Parecen tan certeras que a veces dan miedo.
La idea es esa. No hace falta que te haya pasado nada de todo eso para que no puedas sentir que te puede pasar. Aunque estés en el mejor momento de la relación con una persona, puedes leer las Instrucciones y sentir: “Este es el futuro”. Pueden funcionar como un espejo, en este caso terrible, si estás pasando por todo esto. En ese caso, la columna es como un chorro de alcohol en la herida. Y si no te pasó, también te produce una especie de zozobra, de decir: “¿Esto puede ser posible?”.
En la columna Santiago —publicada hace unos días en El País— se pregunta cuántos muertos son suficientes.
Sí, esa es sobre el desastre santiaguino. La pregunta es cuántos muertos son suficientes para que a la gente le importe. Porque para el martes (22 de octubre) se dio a conocer que había 11 muertos, cinco de ellos por presuntas acciones del Estado, y el lugar que ocupó esto en las noticias fue cero. Los diarios y las imágenes de los medios seguían enfocados en el saqueo a los supermercados y todo eso. ¿Perdón? Había 11 muertos. Eso es una catástrofe. A cuatro días de empezar el estallido social, ya eso era un desastre. Sentí que en la Argentina eso hubiera sido distinto. Luego esto empezó a ser inocultable, cuando empezaron a salir a la luz todas las bestialidades que habían hecho los carabineros y el Ejército con la gente: hay ciegos, hay tuertos, hay gente violada, hay gente torturada… Todos los días se agregaba un muerto más sin que esto fuera un escándalo nacional, como creo que debió ser. Y cuando vos hablabas con la gente en esos momentos, te decía: “Bueno, es que son muy pocos los muertos para lo que está pasando”. Eso te demuestra que de fondo hay una idea de que hay muertos que importan y muertos que no. Había despreocupación sobre esos muertos porque se daba por sentado que habían muerto porque habían entrado a saquear, porque hubo un incendio, porque eran, como dice el presidente Piñera, vándalos. No digo que no lo fueran, digo que se murieron en un estallido social, entonces ¿no los miramos? ¿Y a los cinco que habían sido muertos por el accionar del Estado? ¿Los pueden matar porque estaban haciendo disturbios?
Hay una cosa muy, muy, muy profunda ahí que me resulta sumamente alarmante. Por eso escribí una columna. ¿Cómo no se estaba mirando a los muertos como el gran tema de ese momento? Era como volver a un tiempo muy oscuro y muy espantoso y yo veía que no había una conciencia; pero no solamente en los medios, sino en la calle, en la gente de a pie.
Aparte de lo que está pasando en Chile, la situación también es muy tensa ahora en Bolivia, ya lo fue en Ecuador hace unas semanas…
Perú sigue sin Congreso… Está la cosa muy linda, sí.
Incluso en Argentina se decretó hace unas semanas la emergencia alimentaria.
Eso sigue. Sí, es un momento muy convulso para América Latina. Y confuso, también. No sé qué pasará ahora con lo de Evo en Bolivia, pero las cosas se están precipitando de una manera… No creo que todo se pueda analizar con la misma perspectiva, son distintos los casos. Piñera es un presidente de derechas y tiene un estallido social. Evo no es un presidente de derechas y tiene también un estallido social. Cuando uno quiere generalizar, se pierde de vista los detalles, la sutileza. Uno puede entender los fenómenos si los mira con un poco más de detenimiento y detalle.
A mí me alarma mucho la presencia del Ejército. Todo presidente que se ve en problemas está echando mano del Ejército; por otro lado, lo de Evo [su dimisión] también fue una sugerencia entre comillas (se ríe con ironía) del Ejército. El Ejército está presente de distintas maneras; todas me parecen horribles y amenazantes. Eso sí me preocupa mucho.
Aquí cuando hubo disturbios en Cataluña hubo gente que precisamente defendía que mandaran al Ejército.
Analizar la realidad española me excede un poco, pero en América Latina venimos de una historia siniestra del Ejército. En todas las dictaduras de los años 70 y 80 estaba el Ejército poniéndote la bota en la nuca, así que volver a golpear la puerta de los cuarteles de esa forma como si fueran los salvadores de la patria me parece bastante siniestro. Además en el caso de Chile nada demuestra que hayan aprendido demasiado; no es un Ejército consciente de que al otro lado de la barrera tiene a personas, a ciudadanos como ellos. Y los carabineros igual. Parece que están preparados para una guerra, no para reprimir, y ‘reprimir’ es una palabra que odio, para contener. Uno los ve largándoles bombas lacrimógenas y chorros de agua a gente que está en una plaza. Es la potencia de la prepotencia.
En lo que sí nos ha dado una lección Argentina es en temas de memoria histórica.
Sí, en eso sí, es verdad. Si hay algo que a mí me gusta de mi país es eso: la relación que tiene con la memoria histórica. Apenas comenzó la democracia con el gobierno de [Raúl] Alfonsín, este empezó el Juicio a las Juntas ahí, cuando tenía aún a la dictadura respirándole en la nuca. Es como sentar posición; como decir “señores, nunca más”. Que sigan ahora los juicios de lesa humanidad, que haya una idea clara de lo que significa la memoria, todo eso me parece muy valioso.
No sé si es una lección, pero sí creo que es un país que ha hecho cosas superinteresantes en ese camino, y sí me parece que es un ejemplo, y sí se ve con asombro lo que pasa en países como España con esto… el Valle de los Caídos, todo el tiempo que tomó, cómo se siguen defendiendo unas ideas… En Argentina un espacio así hubiera sido impensable a partir de la democracia.
No me gusta dar lecciones de moral. Son pueblos distintos, idiosincrasias distintas, no se puede decir a un pueblo por imposición cómo comportarse. Es tonto pretender eso, pero no me resulta nada simpático ese pensamiento de querer preservar ese tipo de monumentos.