En defensa de la educación
Mantengamos íntegro eso que todo el mundo dice pero que casi nadie se cree: los niños y niñas son los ciudadanos del mañana.
Solo las almas más inocentes negarían que la educación es una forma de manipulación. En los casos más ligeros se trata de que los niños y niñas encajen más o menos bien en el colorido puzle que es la sociedad. Y en los más severos de que sean ladrillos idénticos con los que construir un muro, parafraseando a Pink Floyd. Sin embargo, ni siquiera los más perversos abogarían por una educación que abiertamente formara inadaptados o delincuentes. Por tanto, que la manipulación que se haga sea buena o mala es algo que, a la vista de los inacabables y a veces feroces debates que a diario presenciamos, depende mucho de las creencias y de la subjetividad de cada uno.
Desde siempre la educación ha estado sometida a una presión vertical que viene de los Estados, de los Gobiernos y de las sucesivas leyes que se van promulgando, en el caso de nuestro país de manera compulsiva. De un tiempo a esta parte, además, se están añadiendo lo que podríamos llamar presiones horizontales. Es decir, opiniones a veces desinteresadas, y a veces no tanto, que pugnan por hacerse un hueco en la agenda del escolar.
Si le preguntan a un economista sobre qué enseñar, sin duda dirá que la educación financiera es algo fundamental. Y no le falta razón. Muchos de nosotros, en general cuando nos enfrentamos a nuestra primera hipoteca, nos preguntamos por qué ese conocimiento, ahora tan crucial, no lo adquirimos en su día en el colegio. Pero si le preguntamos a un médico, nos dirá sin dudarlo que la educación para la salud es clave. Y también es verdad. Si a todos nos hubieran enseñado de niños conocimientos y pautas de alimentación, ejercicio físico y descanso, hoy todos tendríamos una vida más saludable. Y las administraciones de todo el mundo se estarían ahorrando cifras millonarias.
Y así podríamos continuar con el ejercicio: un abogado nos dirá que no conocer el marco normativo nos hace más vulnerables, los artistas dirán que sin la apreciación de la belleza la persona no es persona, los teólogos que sin la vivencia de trascendencia el ser humano es un títere, y así sucesivamente: todo el mundo quiere estar en la agenda del escolar. Incluso segregándolo, si es necesario. Como es el caso de esas iniciativas que están destruyendo décadas de lucha por la coeducación, y por tanto involucionando, aislando a las niñas porque parece ser que ya no interesa construir una sociedad en la que aprendamos juntos aprendiendo a vivir juntos. Logrando así, además, pervertir el acto educativo convirtiéndolo en uno de reivindicación.
En algunos casos la batalla se recrudece porque obedece a intereses comerciales, como es el caso de la tecnología. Desde las marcas que pugnan a toda costa por saturar de pantallas el tiempo escolar —ante el estupor de algunos padres y madres, que consideran que sus hijos ya abusan de ellas en casa—, hasta los que afirman que nuestro país sucumbirá si todos nuestros alumnos no están formados en inteligencia artificial. Y, como en un eterno retorno, vuelve a aparecer el viejo mantra de que todos los niños y niñas deben aprender a programar. Algo que ya sucedió en los ochenta y resultó ser un planteamiento inútil, puesto que en unos años la programación se sofisticó tanto que quedó únicamente en manos de profesionales. Como volverá a suceder ahora y sucederá siempre.
Frente a todas esas presiones horizontales se sitúan los maestros y maestras. Profesionales con vocación que no entraron en la educación para aprenderse las ventajas de un sistema operativo sobre otro, ni para justificar ante los padres de sus alumnos la utilización de la pizarra electrónica —ese incomprensible artefacto que perpetúa la educación magistrocéntrica y que, en muchos casos, yace abandonado sin que se haya llegado a aprovechar ni una mínima parte de su supuesto potencial—. Personas entregadas y sacrificadas que a diario luchan con las presiones verticales, las horizontales y, además, con las que provienen de progenitores afectados de hiperpaternidad, que creen saber de educación solo porque tienen hijos.
A todas estas presiones, por si fueran pocas, se sumó durante la primera ola de la pandemia que cientos de miles de maestros y maestras tuvieron que adaptarse a velocidad de vértigo a la situación. Y en la segunda fueron arrojados a las aulas sin saber aún si las medidas de seguridad sanitaria tendrían éxito. Y por tanto con miedo. Pero nadie aplaudió su esfuerzo en ninguna ventana. No se trata de si unos profesionales hacen más que otros o se exponen más que otros. Se trata de reconocer a todos ellos, porque el reconocimiento no es como un paquete de galletas, que se acaba cuando nos las hemos comido todas.
Defendamos a nuestras maestras y maestros y defendamos la educación. Mantengamos íntegro eso que todo el mundo dice pero que, en el fondo, casi nadie se cree, y es que los niños y niñas son los ciudadanos del mañana: los que intentarán hacer de este mundo un lugar mejor para todos. Poco ayudamos si constantemente los vapuleamos con corrientes y contracorrientes y los manipulamos con cuanta idea peregrina se nos ocurre. Porque eso es lo mismo que abandonarlos a su suerte. Decían Csikszentmihalyi y Rochberg-Halton que “la educación consiste en conseguir que las personas estén intrínsecamente motivadas para perseguir los objetivos últimos que dan sentido a la vida”. Ojalá ese fuera el verdadero propósito en todas y cada una de las aulas cuando se abren cada mañana.