El rey siempre llega tarde
¿Alguien se imagina a la reina Elisabeth pronunciando un discurso para atacar las aspiraciones de los nacionalistas escoceses octubre tras una brutal represión policial, tal como protagonizó Felipe VI el 3 de octubre? ¿Y al rey de los belgas desoyendo el sentimiento mayoritario de una parte de su población? Es difícil dibujar algo así, como de hecho también lo es que en Gran Bretaña, Bélgica, Alemania, Suiza, Finlandia o cualquier otro país europeo se acuse de rebelión y sedición a líderes independentistas y se les meta en la cárcel preventivamente.
Felipe VI intenta ahora con la boca pequeña, sin convicción aparente y con intenciones por aclarar, abrir un diálogo con el mundo independentista catalán. Llega tarde, muy tarde, mucho más que aquél fatídico 3 de octubre en que Catalunya se paró para protestar por la violencia de Estado, que el monarca aplaudió. El rey debería de haber jugado este papel favorable al diálogo cuando una parte sustancial, y de poco más de la mitad de Catalunya, empezó a desconectar de España al no encontrar a nadie al otro lado de la cama. Esa es la posición que le habría tocado desarrollar al monarca si hubiese estado a una altura política e histórica mayor de la que hasta ahora ha tenido.
Pero, bien es cierto, que más vale tarde que nunca. Aunque este tarde llegue sin la determinación que resultaría exigible. El soberanismo no debería dar la espalda a cualquier propuesta, por tibia que sea, que implique diálogo. Sin diálogo previo nunca podrá haber una negociación, y sin negociación no se producirá una salida al conflicto y mucho menos una victoria independentista.
Si algo ha quedado claro tras los hechos de octubre del año pasado, la aplicación del 155 y la victoria del 21D es que el independentismo no tiene –todavía– suficiente fuerza ni autoridad para lograr su objetivo sin una negociación previa. Cualquier aspiración para llegar hasta el final –o quedarse cerca si no se dan las condiciones para ello– pasan por una negociación, avalada por agentes externos y tras la previa realización de un referéndum acordado. Y ante este posible escenario –que como muy temprano llegaría a medio plazo– el independentismo catalán cometería un grave error si mantiene una posición cerrada, más cuando Pedro Sánchez ha mostrado un tono y análisis de la situación radicalmente diferente al de su predecesor.
El rey Felipe es un actor político gastado y quemado en Catalunya. Pero es el máximo representante del Estado y ha sabido leer el compás que Sánchez pretende imponer al problema catalán: el reconocimiento que requiere una solución política, la disposición a registrar (pequeños) avances y la progresiva implantación de un marco bilateral de negociación. Ante este escenario, Felipe VI no podía mantener la errática actitud y posición extremista que adoptó el 3 de octubre, con la que renunció a ser el rey de la mayoría de los catalanes.
El tímido anuncio de que Felipe VI estaría dispuesto a abrir un escenario de diálogo vuelve a poner a prueba la capacidad del independentismo para adaptarse a un escenario que no es el de la confrontación pura y dura que emanaba el triángulo formado por el PP-Ciudadanos, los medios de comunicación ultranacionalistas y el juez Llarena. Es en situaciones como en la actuales –en que enfrente hay un rival poco dispuesto a ceder, pero que te respeta como sujeto y que reconoce tu condición e incluso tu fuerza– que la política adquiere la dimensión que la caracteriza cuando se ejerce con visión y liderazgo.
Ante las intenciones de Felipe VI (todavía por concretar, si es que realmente se confirman) y el nuevo escenario abierto por Pedro Sánchez, el independentismo bascula entre una postura de enfrentamiento y la disposición a sentarse encima de la mesa tocando con los pies en el suelo y siendo consciente de que el movimiento se demuestra andando. Ambas actitudes son la cara de una misma moneda: mientras existan presos políticos y exiliados, y la buena cara de Sánchez no se traduzca en hechos, el soberanismo no puede renunciar a su condición y planteamientos. Pero llegará un momento en que necesitará demostrar también altura de miras y en el que deberá efectuar renuncias a favor de la negociación. Ese será el momento clave de un movimiento excesivamente hipotecado por los intereses partidistas y, en ocasiones, no suficientemente maduro para diferenciar entre lo posible y lo imposible. Allí empezará la política con mayúsculas.