El rey que rabió
Nada digo de sus hazañas como follador, su puntería con el rifle o la localidad que ocupa en los toros. Ante esos “privilegios” reconozco cierta envidia.
Al final todos consiguen lo que desean. Yo quería un caballo, y, por mis pecados, me compré uno. Lo llamé Catorcedeabril, encargué una chaquetilla para el jockey (que, obviamente no era yo) con mis colores, rojo, amarillo y morado, y llegué a soñar que entraba el primero en la Copa del Rey, uniendo en la fotografía de llegada la victoria y la paradoja.
Lo cierto es que solo fue capaz de adelantar a su sombra en una carrera en la que corrió con el sol de frente, aunque yo ya había dejado mis esperanzas en una papelera el día que vi como el entrenador le tomaba el tiempo con un calendario.
Aún más menesterosa era la situación de un jinete amateur, dueño de su propio caballo (un rucio de saldo que le temía al poste de meta más que al capador) que, para cuadrar las cuentas, hacía extras como camarero en un hotel de lujo; hotel del que lo despidieron la noche en que llegó con el tiempo justo para cambiarse de chaquetilla, anudarse el mandil y pasear la primera bandeja que encontró.
Chaparrete como era, y aún embriagado por el tercer puesto que había conseguido en la última carrera de la tarde, presentó, casi desde el subsuelo, la pitanza a una pareja de bigardos con tan buena planta como aire distendido.
- ¿De qué son estas croquetas? –inquirió curvándose el curioso comensal.
- Ni idea, tronco. He llegado tarde y no he podido leer el menú -respondió el chaval con tanta franqueza como poco resuello.
Felipe VI y Letizia Ortiz, a los que no había reconocido, tras un parpadeo de asombro, rieron con naturalidad, sin azoramiento, y la fiesta continuó.
A quien no le hizo gracia la respuesta fue al metre, que no solo lo despidió para los restos, sino que se permitió la desfachatez, así me lo contó mi colega, de llamar a su madre para censurarle por la mala educación que había dado a su hijo.
Este pingüino, metre y “policía de salón”, no es más que uno de los muchos lacayos que aún se pasean por las avenidas exigiendo, en los demás, la cabeza gacha del siervo de la gleba.
Lameculos de la monarquía que suspiran por el orden antiguo, anterior a cualquier época de la razón, sin comprender que la institución no puede vivir de espaldas a la idea de ciudadanía que la Revolución Francesa imprimió en los pasquines (idea que trajo de cabeza a los reyes hasta que la perdieron).
Impresentables incapaces de vislumbrar que cada privilegio desaforado con el que pretenden vestirla no hace sino romper el precario equilibrio en el que se sostiene desde su restauración (en una famosa entrevista al añorado Adolfo Suárez, éste reconoció que el inevitable referéndum se evitó al comprobar que estaba perdido de antemano).
Creo que a nadie se le escapa mi adscripción desde siempre a la causa de la República. Representó el futuro en dos ocasiones, un futuro que la barbarie no dudó en cercenar, y espero que pueda representarlo de nuevo y a no tardar mucho.
Sin embargo, no he dudado en reconocer los méritos que tanto Juan Carlos como Felipe han acumulado en sus reinados. Lo que no es óbice para desear con firmeza que se aclaren las sombras que, una vez más, se ciernen sobre el periodo del hoy emérito.
Y que se aclaren de verdad, no con los aforamientos sobrevenidos que pretenden los mayordomos histéricos.
Si hubo cobro irregular de comisiones, conózcase y actúese. Si hubo blanqueo de capitales, terminen estos en las arcas públicas, que, ahora más que nunca, como el cepillo de las parroquias pobres, necesitan hasta la calderilla. Nada digo de sus hazañas como follador, su puntería con el rifle o la localidad que ocupa en los toros. Ante esos “privilegios” reconozco cierta envidia.
Y si bien soy consciente de que la pertenencia a la “familia real” (las demás, entre horarios desaforados y teléfonos móviles, son ya virtuales) ha propiciado más de dos y tres desmanes, me atrevo a pedir que no metamos en el debate a sobrinos, cuñados y demás aprovechados que lo mismo montan una fiesta que una fundación vacía sin más esfuerzo que espetarle al funcionario de turno: “usted sí sabe con quién está hablando, ¿verdad?”. Traer a colación a la familia es costumbre inquisitorial que me repugna.
Mucho hemos mejorado desde que los griegos llamaran “democracia” a aquel simulacro en que solo votaban los hombres libres y ricos. Incluir en el censo a pobres, trabajadores, mujeres o individuos de otras razas, ha costado siglos de sangre en el asfalto, paredones nocturnos, celdas y exilio. Cualquier privilegio de exclusión de la ley que se mantenga en nombre de la “lealtad institucional” nos ancla al pasado.
Para celebrar el cincuenta cumpleaños de Felipe VI, el periódico El Mundo pidió a cincuenta personajes públicos un breve texto de felicitación. No me pregunten por qué (yo preferí no hacerlo) pero fui uno de los seleccionados. Esta fue mi contribución:
Con tristeza, pude comprobar que solo otro, entre el medio centenar de encuestados, se había animado a plantear el dilema que España tiene que resolver.
Por mi parte, no puedo más que reiterar aquel mensaje sincero y respetuoso.
Pienso en dos niñas que se acercan a la edad de conjugar exámenes, chicos y escapadas al botellón, pero que están obligadas a aprenderse discursos fingidos, a que el protocolo las meta en cintura y a soportar el desfile de tropas pagadas.
No sería mala broma que los reyes tuvieran un tercer vástago y que fuera varón. Se plantearía una cuestión sucesoria que, después de cuarenta y dos años, colea en una Constitución que aún prefiere el varón a la hembra.
Pienso también en los miserables que aún se escandalizan ante la visión de un plebeyo descollando en los asuntos públicos.
Y espero no haberme equivocado con el título de esta nota, que lo fue antes de una zarzuela.
Malo sería que la cuestión que ahora se inicia terminase en ópera bufa.