El 'pin Neanderthal'
De eso se trata: de volver al tiempo de las cavernas, cuando el macho decía a la manada qué hacer, qué pensar, a quién venerar.
Que Vox es un peligro para la Democracia, la Constitución y la convivencia, ya se ha dicho en estas mismas páginas. Que lleva en sus entrañas pulsiones totalitarias, no. Escrito queda.
Ojalá no fuera así, pero cada semana que pasa la formación ultraderechista añade heces al abono del miedo. Se habla y escribe mucho en los últimos días sobre la “polémica por el pin parental”, una frase que contiene varios errores. Primero, no es una polémica, sino una aberración. Y, segundo, no se trata de pin, sino censura, supervisión, imposición parental. Se ajustaría mucho más a la realidad si en vez de ‘pin parental’ hablásemos de ‘pin Neanderthal’. De eso se trata: de volver al tiempo de las cavernas, cuando el macho decía a la manada qué hacer, qué pensar, a quién venerar.
El partido ultraderechista adoba su propuesta con toda suerte de frases bellas, hiperbólicas y hasta cierto punto retorcidas: sólo así se puede engañar al receptor del mensaje. Una estrategia bien conocida por los autores de las alambicadas preguntas que se plantean de forma habitual en los referéndums: se necesita un doctorado para entenderlas. Sostiene el partido de Abascal que con ese pin Neanderthal se quiere dotar a los padres del poder para determinar qué estudian sus hijos, sobre qué deben informarse o no. Qué deben desconocer y qué conocer. Los padres como dioses todopoderosos que deciden hasta el último detalle del temario de la educación de sus hijos.
Lo defienden los mismos que, en un sorprendente ejercicio de contorsionismo, se rasgan las vestiduras a la hora de lamentar la paulatina pérdida de relevancia de la educación en general y del profesorado en particular; son aquellos que resoplan con nostalgia al recordar la autoridad “del maestro”, esa que se debería recuperar con fórmulas tan estrambóticas como colocar tarimas en el estrado. Si eso es defender al ‘maestro’, que venga su dios y lo vea.
Vox y sus palmeros pretenden que los padres sean informados previamente, a través de una autorización expresa, de cualquier charla, taller o actividad que afecte a la educación de sus hijos en cuestiones morales: identidad de género, feminismo, diversidad LGTBI, nutrición o salud física. Serán los progenitores los que autoricen o denieguen la asistencia de su hijo a esas actividades. O dicho de otra forma: son los progenitores los que tienen el derecho de ejercer la censura sobre lo que aprenden sus hijos en el colegio.
No hay modelo que ataque de forma más evidente la educación en igualdad y en libertad que ese ’pin Neanderthal’. Porque, en definitiva, se trata de que los niños tengan más o menos conocimientos sobre la realidad que les rodea —por mucho que a bastantes le desagrade, pero las cosas son como son— en función de la ideología de sus padres. Lo que no se ve no existe, defienden estos adalides de la censura que venden como la mayor de las libertades.
Los colegios e institutos deben ejercer un papel educativo modulador, sin importar la ideología o convicciones de los padres de los alumnos. Por eso debe prevalecer la autonomía de los profesores y de los centros educativos sobre las opiniones de los padres. Parte de esa educación debe ser la transmisión de valores y no hay nadie con un mínimo de sentido común que no defienda que la igualdad y la libertad son principios que no sólo se deben de transmitir, sino todo sobre cuidar.
Del mismo modo que un padre no puede establecer un calendario de vacunación a la carta para su hijo, no debería poder decidir qué clases, talleres o cursos debe recibir su hijo en función de su único y exclusivo criterio. Primero, porque por ley no se puede. Y, segundo, porque al hacerlo sería un irresponsable.
Que los niños se sigan educando como hasta ahora: en el colegio, por una lado, y en casa, por otro. Ambos son igual de relevantes y fundamentales en la construcción de la persona. Compatibles, además, aunque a veces se contradigan: ¿Acaso podemos permitir como sociedad que niños que se han criado en un entorno de malos tratos no puedan aprender en la escuela que esa mala vida que conocen es, en realidad, una anomalía contra la que deberán luchar y a la que deberán oponerse?
Vox no defiende la libertad, la cercena. Crea un falso dilema ético —de hecho vive y se nutre de eso— con el fin de destruir esa libertad e imponer sus valores. Su carta. Con todo, lo más preocupante es su objetivo final: acabar con la educación pública y fulminar algunos de los derechos fundamentales que la sociedad se ha dado de forma consensuada y que son pilar de nuestra convivencia.