El bosque genital
¿Su opción? No leer, no ver, no escuchar nada que tenga como origen a un hombre. Ahora que el ruido está hecho, ¿hay algo de valor en todo ello?
Es prácticamente una manía histórica: los esfuerzos para reducir la autoridad e independencia del arte por quienes comprueban con asombro que en la rivalidad de éste con los poderes políticos y sociales no se acaba sometiendo, y se escurre siempre airoso de las modas del pensamiento y de las presiones contextuales. Estas personas, sesuda y metódicamente, encuentran extraños disfraces para ocultar su miedo a la libertad e indocilidad de la creación artística, disfraces que a la postre se revelan no solo mal entallados, sino insolventes en su aparente ecuanimidad. Guste o no, el arte siempre le ha plantado cara a la vulgaridad, incluso a aquella que es fruto del estudio y la erudición, por no hablar de la que nace simplemente de las buenas intenciones.
Siguiendo esta línea de inacabadas mascaradas, aparecía recientemente en The Economist un artículo sobre Alice Coffin, concejala parisina y activista feminista, tras haber propuesto y adoptado una actitud radical en su libro Le Génie Lesbien (Grasset, 2020), epatando con él a muchas personas amigas de llevarse las manos a la cabeza. ¿Su opción? No leer, no ver, no escuchar nada que tenga como origen a un hombre. ¿El motivo de tan dramática ruptura? Las miserias de los hombres, advierte, se introducen, moldean y someten a la mujer en toda circunstancia, así en lo general como en lo particular: los libros, las canciones, las películas, etc., son caballos proverbiales y engañosos que quieren someter la Troya que es la autonomía de cada mujer. Ahora que el ruido está hecho, ¿hay algo de valor en todo ello?
Como siempre, ante toda postura intelectual, y entendiendo aquí por postura intelectual algo tan laxo e impreciso como cualquier discurso presentado con las galas de un pensamiento estructurado, debemos preguntarnos qué sabiduría se encuentra en dicha actitud y si de verdad, al adoptar sus puntos de vista, nos ayudamos a ser mejores con nosotros mismos y con quienes nos rodean. Por lo que a mí respecta, tanto enjuiciar como aproximarse al arte desde presupuestos que le son ajenos, pretextando causas opuestas a los méritos artísticos, es una forma manifiesta de derrota del gusto, sensibilidad y pensamiento.
Para ejemplificar esta derrota que se produce una vez que se rebaja el arte al nivel de la entrepierna, tomemos como ejemplo el ámbito de la milenaria literatura: sea solo porque es más fácil para nosotros hacernos con un libro de James Joyce que con un cuadro de Ad Reinhardt. Sabemos que nada define mejor a un gran lector, a una gran lectora, que su capacidad para no perder el tiempo: es un gran discriminador, pues sabe que los libros no se venden junto con el tiempo para leerlos (¡el gran lamento de Schopenhauer!) y que la vida, siendo finita, nos obliga a orientarnos con solvencia cuanto antes para no descubrir lo importante cuando ya estemos legañosos y enmohecidos.
Desde luego, partir del criterio de que todo lo escrito por hombres debe dejarse de lado por su inherente violencia hacia las mujeres parece más un paroxismo que un acto propio del entendimiento: por un lado, supone un punto de partida tan falso como dogmático que crea en las personas el camino para el odio y el repudio más arbitrarios, algo contra lo que precisamente la literatura nos previene y nos protege intelectual y emocionalmente; por otro lado, si a algunas personas los árboles nos les dejan ver el bosque, imagínense el poco provecho que puede reportar tomarse en serio a quienes han levantado un bosque genital para que la nuevas y viejas generaciones no descubran el arte por lo que es o se sientan sucias por haberlo contemplado con anterioridad: precisamente, todo impedimento para relacionarse con la cultura ha sido levantado por los enemigos de la belleza, la pasión y la libertad de hombres y mujeres.
Por ello, frente a estas sonoras tendencias que pretenden reducir al arte a un mero recurso del marketing político-social (pues la de Coffin es solo otra más), basta con oponer cualquier texto en bruto: arrancad las portadas de los libros, eliminad cualquier mención a quien lo haya escrito, y veréis que lo que vence es la creación en sí misma, la explicación que contiene en su interior sobre la complejidad de la existencia humana, la belleza extraña de sus imágenes y sus palabras, su abigarrada e indómita naturaleza. Todo lo demás se hundirá a su alrededor porque carece de vida: el pastiche, el cliché y el jingle no saben nadar y con suerte flotarán durante algún tiempo antes de emprender su viaje al fondo del olvido.
Además, muchas personas pueden quedar irremediablemente deformadas y verse privadas de una relación honesta y libre con toda obra (¡privadas por tanto de la alegría!) si aceptan la orientación de quienes actúan y piensan impregnados por un constatable resentimiento. En mi caso, he comprobado que la literatura nos hace más precisos y compasivos: es decir, lo contrario a lo propuesto por la soldadesca de toda lucha político-social que se disfraza con el hábito de la tolerancia y el faldón de la libertad, cuando en realidad poco les preocupan estos valores si no se orientan siempre en su favor. Rafael Alberti había escrito que para ir al infierno (del arte, puntualizo yo aquí) no hacía falta cambiar de sitio ni de postura. Lo que no intuyó fue que en algunos casos también bastaba con ser hombre. Pero que nadie se preocupe, el infierno no existe.