Cuando podemos mirar el cielo
¿Por qué permitimos que la cultura tenga tan poca importancia en las políticas públicas?
Ir a la cárcel además de implicar la pérdida de la libertad supone perder muchas otras cosas importantes, pero hay algunos derechos de los que nunca pueden ser privados quienes entran en prisión; entre ellos se encuentra la cultura. El artículo 25 de nuestra Constitución le otorga así un papel primordial a la cultura y consagra sus efectos beneficiosos para el individuo y la sociedad.
No obstante, el derecho de acceso a la cultura no está considerado como un derecho fundamental en la Carta Magna. En su Título I la Constitución española recoge y garantiza una serie de derechos irrenunciables que, sin embargo, no “valen” lo mismo. Es decir, son lo suficientemente importantes como para estar en nuestra ley fundamental, pero tienen distintos niveles de protección; hay tres. Primero, tenemos los “derechos fundamentales”: por ejemplo, el derecho a la vida, al honor o a la educación; no hace falta una ley para denunciar su vulneración ante los tribunales, y requieren consensos más amplios, y por experiencia difíciles, para modificar sus marcos de protección. En un segundo nivel tenemos los derechos “a secas”, entre ellos, el matrimonio, el trabajo o la propiedad privada. También se pueden aplicar directamente, sin ley que los desarrolle. Sin embargo, a diferencia de los anteriores, la ley, su reforma y el procedimiento en los tribunales serán ordinarios. Finalmente, tenemos los derechos “a medias” (discúlpenme, constitucionalistas), que son plenamente derechos, pero con una protección muy baja, ya que funcionan como principios informadores que los jueces, parlamentos y gobiernos deben tener en cuenta a la hora de actuar. En este último bloque están la salud, el medioambiente, la vivienda o la cultura, entre otros. Curiosamente estos derechos de menor protección han sido los prioritarios en la última década y media. No estuvieron en el centro de los debates en 1978, cuando se trataba de dejar atrás el franquismo en condiciones difíciles para el avance democrático, pero hoy, sin duda, forman el núcleo de nuestros retos como sociedad.
Al formar parte de este último bloque, la cultura necesitaría una ley para que se pueda exigir su cumplimiento. De momento no existe tal cosa a nivel estatal aunque, afortunadamente, ha habido una experiencia pionera en Navarra, que aprobó en 2019 una Ley de Derechos culturales, abriendo el camino a la regulación y a la adquisición de compromisos por parte de los poderes públicos. Probablemente es por el lugar que le damos a la cultura en la sociedad que se encuentra en ese último bloque de derechos. A menudo hablamos de cultura como un adorno de otras políticas. Aunque nadie quiere minusvalorarla, explícitamente, ocupa un lugar secundario en el debate público. Posiblemente identifiquemos la cultura como un accesorio porque la experimentamos como algo asociado a nuestro tiempo libre, o porque está en todos los rincones de nuestra vida y, al acompañarnos de maneras invisibles, cuesta pensarla como derecho. Como decía Josep Ramoneda recientemente, es simbólico el hecho de que, a la hora de elegir responsables políticos en cultura, la experticia en la materia no sea lo prioritario. O, como también hemos visto recientemente, el hecho de que su financiación pública a menudo se vea cuestionada.
Que la Constitución le dé un lugar central a la cultura en su artículo 25, un precepto que sí tiene carácter de derecho fundamental, dice mucho de la importancia de la cultura en nuestras vidas, mayor incluso de la que la propia Carta Magna parece darle en un inicio. Esto se puede interpretar como que, cuando se pierde una de las cosas más importantes que poseemos, la libertad, entonces la cultura sí adquiere un rol primordial. Cuando perdemos la autonomía en nuestra experiencia del tiempo, del espacio, de las relaciones o de las decisiones, entonces, sí, la cultura deviene aquello que nos ayuda a sobrevivir, a mejorar la calidad de vida y a ensanchar nuestras perspectivas. Ensanchar nuestras perspectivas y mejorar la calidad de vida tiene que ver, en este caso, con potenciar la capacidad de empatía, el pensamiento, el fortalecimiento de los vínculos, la posibilidad de imaginar o de sublimar, todos estos son ingredientes básicos, aunque pocas veces los consideramos así, de una mejor vida y de una mejor sociedad. Y todos ellos los aportan el arte, la creación y la cultura. Y son aún mucho más importantes en momentos como el actual en los que el fanatismo, la polarización, y la cada vez mayor dificultad del diálogo han petrificado la esfera pública y, probablemente, la privada. Quizás nos tendríamos que preguntar si, aunque, en comparación con alguien que se encuentra en la cárcel, nosotros podamos movernos por donde queramos, elegir con quién dormimos, lo que comemos o cuándo vemos el cielo, ensanchar nuestras perspectivas no sea algo igual de fundamental. Si nadie puede privarnos de la cultura, ni siquiera en prisión, ¿por qué permitimos que la cultura tenga tan poca importancia en las políticas públicas?