Cuando arrepentirse es un autoengaño y tener vergüenza una virtud
El arrepentimiento, como parte del lenguaje, hunde sus raíces míticas en dos némesis de lo bueno: el miedo y la venganza.
En nuestra conversación política ha retornado al centro del escenario la idea del arrepentimiento. Un estado sensorial y cognitivo ni desdeñable psicológicamente ni preparado para ser un significante inequívoco, dado que introduce a nuestro problemático modo de ser en las contradicciones de la cultura. Cuando somos jóvenes, impacientes e inexpertos, resulta frecuente caer en ese decir tan vigorizante de: ”No hay que perder el tiempo con arrepentirse, sino asumir tus acciones, seguir avanzado y tratar de hacerlo mejor en el futuro”. Pero tras la apariencia presuntuosa de este elixir rejuvenecedor, habría que arañar la piel que lo envuelve y, al menos por cautela, reflexionar un instante acerca de cuáles son las bases sobre las que podremos construir la confianza de que ya no seremos poseídos por la misma fuerza que nos embargó en el pasado y que nos hizo tomar un camino presuntamente falso o equivocado.
Así que el arrepentimiento, como parte del lenguaje, hunde sus raíces míticas en dos némesis de lo bueno: el miedo y la venganza. La primera se aprende desde lo externo a lo interior. Hubo un tiempo en el que una semilla fue plantada en nuestra conciencia y que nos habla del mismo modo en que nos enseñó el habla: - ¡No debiste hacerlo! Lo que invoca esa voz es, precisamente, el castigo que uno sabe que le espera, es decir, el temor al daño y el consiguiente sufrimiento con la que tu acción se halla oficialmente sancionada. Este es uno de los pilares de la represión que posibilita el orden en la sociedad.
En el territorio de la segunda raíz, casi secante con la primera, discurre una forma diferente y susceptible de tornarse en patológica: la venganza, en la dinámica emocional del arrepentido, es un escalón de poca altura para acceder a la depresión y el autocastigo. Al salir de la caverna y poner a la luz del sol aquellos actos consumados que te devuelven la humillación impartida, uno vendría a sentir que lo único que desea a ciencia cierta es saltar al vacío, trocearse el cuerpo y si el objeto perdido, en realidad, no tiene que ver con uno mismo, aún cabe redirigir el exceso de culpabilidad y descargar la energía destructiva sobre algún otro. En esta evolución, la persona se estaría mutilando sentimentalmente para así repetir a perpetuidad la mortificación que le imprime su propio mal funcionamiento en el mundo. Cuando esto sucede, queda claro que uno se quiere mal o carece del saber sobre quién es.
¿Cómo descosemos del estado de arrepentimiento la gravedad de esos dos jugos tan amargos y que a uno le emparentan inmediatamente con el fantasma de la descomposición espiritual? No parece posible que vayamos a encontrar disponible un cripta limpia y brillante en la que podamos encerrar el temor y la rabia por no haber sido capaz de controlar nuestros impulsos y quedar desinfectados de cualquier traza sospechosa. Pero sí que tienes a tu alcance la fórmula de adherirte a la fantasía del autoengaño, lo que significaría que asumes como auténtica la imagen que te juzga como sujeto culpable y tratas de demostrar ante la autoridad pertinente que el recuerdo de aquella catastrófica decisión y sus consecuencias, en verdad, te atormentan y repugnan. La cuestión es, imaginando que no existiera ni el Estado ni el derecho, que esa repulsión seguramente se desvanecería como un azucarillo en el café, puesto que el cuerpo de una persona busca sus maneras de defensa para no padecer una falta que le sea insoportable, y para lograrlo, si es preciso, preferiría inyectarse la vacuna de la amnesia social.
Entonces, ¿queda algo que se pueda rescatar o conservar del arrepentimiento? Solo he podido discernir un semblante prometedor comparando dos posibilidades. La primera tiene que ver con el sentimiento de solidaridad. Nuestra concepción ética de libertad asume la conciencia de la corresponsabilidad de cada uno con cada suceso que acontece en el mundo. Dicho con otras palabras, si yo no fuera como soy sino de otra manera, el mundo podría ser diferente, hasta radicalmente distinto. Aquí reside un bello deseo de pasar de la voluntad de destrucción de algo a la creación de una posibilidad novedosa. En resumen, procesar la información filtrada desde un sentimiento de solidaridad permite hallar la solución a problemas teóricamente irresolubles.
La segunda posibilidad recae en la vergüenza. Esta, como sucede con el orgullo, abre un pozo oscuro bajo nuestros pies en un santiamén: -Como se reprocha a los pobres el hecho de ser incultos, me avergüenzo de revelar que mi familia ha sido y es pobre, aunque yo haya tenido estudios superiores y alcanzando éxito profesional. Otro ejemplo: - Como se reprocha a las personas progresistas con posibles el hecho de ser hipócritas y creerse falsamente superiores moralmente, procuro disimularlo para ser tratado como uno más de mi tribu.
Pese a los inherentes sesgos y desventajas que identificamos en las dos, descubrimos un agujero luminoso por el que la vergüenza se puede transformar en una virtud. ¿Cómo? Primero, cuando me avergüenzo de aquel que siendo mi prójimo ha agredido o se ha extralimitado abusando de los limites morales y de las reglas de convivencia. O bien, cuando expreso vergüenza ajena porque me siento corresponsable de las faltas cometidas por otros, eligiendo ponerme de parte del oprimido, pese a tener elementos en común o de semejanza con el opresor. Segundo, sentir vergüenza puede transformarse en algo bueno si funciona como un mecanismo para estar dispuesto a la renuncia y el sacrifico, por tanto, si nos sirve para estrangular al que Kant apodó como “el impulso secreto del egoísmo”. Así que, la ecuación vivificante sería un factor entre la vergüenza por simpatía con los más débiles versus la máxima universal de solidaridad con el resto de mis congéneres.
En el reciente film Oslo (2021), producido por HBO y Steven Spielberg, se narran con ambición divulgativa, aunque algo truncada por un tono edulcorado, las negociaciones secretas entre la OLP y el Estado de Israel en las afueras de la capital noruega durante 1993. Aquellas reuniones “clandestinas” fueron las precursoras del acuerdo para que el ejército israelita se retirase de Gaza y permitirá un gobierno autónomo palestino. Las trágicas consecuencias y los estragos humanitarios posteriores (desde el asesinato de Isaac Rabin en 1995, hasta el estallido de la Segunda Intifada en el 2000) están disponibles en los libros de historia y no voy a comentarlos. Pero hay algo destacable que reconstruye la película para aquellos que disfrutan aprendiendo del modo en que el uso del lenguaje, la diplomacia, la simpatía y la interacción comunicativa pueden llegar a influir en los acontecimientos de la historia, sin que ello garantice un final feliz.
Los impulsores de aquella negociación (simultáneamente neutrales y comprometidos) solo invocaron una única regla que cada facción asumió como ley universal: el rol de la amistad. El autoengaño de dejar de ser enemigos apasionados (además de legitimados por los hechos históricos) y contemplarse desde otro ángulo y otra realidad, abrió una ruta entre Túnez y Jerusalén que nunca había sido imaginada. El arrepentimiento negativo no juego ningún papel, como tampoco la vergüenza por los garrafales fracasos del pasado. No obstante, hubo allí otro factor objetivamente necesario: el deseo de paz de los presentes se autentificó y fue recíproco. Los sabotajes vinieron después.