Buscando a Jeanne Moreau por las calles de París

Buscando a Jeanne Moreau por las calles de París

Jeanne Moreau en 'Jules et Jim' (François Truffaut, 1962)Gamma-Keystone via Getty Images

Era nuestro primer viaje juntos, a las pocas semanas de conocernos. Caminábamos por París como si flotásemos o estuviésemos embriagados por los efluvios del vino tinto. Los comienzos del amor son (casi) siempre así. Sin embargo, nada se escapaba a nuestras miradas. Las calles, los cafés, las librerías, los museos, las tabernas, los bares de copas. Y las risas de las jóvenes francesas, tan parecidas todas ellas a las risas de las jóvenes francesas de las películas. Aparte de todo eso, en mi mente había dos cosas muy claras: visitar la tumba de Marguerite Duras (eso, enlazando varios metros, era sencillo) y encontrarme por la calle con Jeanne Moreau. Las cosas de la mitomanía, como las del amor, son así: no pueden controlarse.

París es enorme, decías. Y yo asentía, pero en mi interior el deseo de encontrarme a la Moreau por aquellas calles era tan intenso que no dudaba ni por un instante que el milagro pudiese llegar a suceder. La mitomanía y la ingenuidad, a veces, también están estrechamente unidas. Eso se sabe más tarde, claro. Entonces, casi tan jóvenes como aquellas francesas de pelo rubio y larguísimo que reían como en las películas, todo parecía posible. No, no encontramos a la Moreau por las calles, lamentablemente. Ni siquiera una sombra fugaz que nos recordase a ella en el interior sombrío de algún café.

¿Dónde estarías en aquel lejano mes de agosto, Jeanne? Quién sabe. Acaso escondida detrás de uno de aquellos ventanales cubiertos con cortinas casi transparentes, fumando un cigarrillo detrás de otro y bebiendo una copa de vino tinto. Acaso rodando una película en los alrededores de la ciudad. O tal vez descansando en una casita en medio del campo o en un hotel situado frente al mar, lejos de todo. Lejos, incluso, de ti misma. "Contemplar el mar es contemplarlo todo", había escrito la Duras, tu amiga, y seguro que, si estabas en aquel hotel frente al mar, llegaste a pensar en esas mismas palabras.

No, no se ha apagado nada de eso con tu muerte, Jeanne. Sólo se ha apagado la vida. Una vida que seguramente has vivido de un modo tan intenso como reflejaban tus ojos, tus manos y el profundo susurro de tu voz.

Ya eras por entonces, en aquel agosto de nuestra juventud, el mito que seguirás siendo cuando ninguno de nosotros estemos ya por aquí. Todas aquellas películas. Todo aquel halo de mujer culta, sofisticada, libre, apasionada, rebelde a tu manera, fuerte, elegante y de una extraña y fascinante belleza. Todo el eco de aquella voz impresionante e inolvidable.

No, no se ha apagado nada de eso con tu muerte, Jeanne. Sólo se ha apagado la vida, que no es más que un ciclo, ya lo sabemos. Una vida que seguramente has vivido de un modo tan intenso como reflejaban tus ojos, tus manos y el profundo susurro de tu voz. Hemos tenido suerte, y el camino para ti ha sido largo. Lograste recibir todos los reconocimientos que te merecías. Las ovaciones, por suerte, duraron hasta el final.

Ni siquiera se ha apagado la idea de encontrarte en algún rincón de París cuando regresemos.

Lo demás, todo ello, permanece. En las películas que volveremos a ver y en las canciones que volveremos a escuchar. En las fotografías que atrapan tu rostro y que tengo, como siempre, aquí delante.

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