"Katja, están bombardeando mi casa": el relato de una inmigrante rusa durante la invasión de Ucrania
Ya no puedo volver a mi país, porque no pienso comprobar cómo es realmente la aplicación de la nueva ley de 'fake news' ni pienso guardar silencio.
El jueves 24 de febrero me desperté mirando una foto: mi marido estaba en un búnker de Kiev. No leí ningún mensaje más ni vi las noticias. Sabía exactamente lo que estaba pasando. Mientras tragaba lágrimas de desesperación, empecé a pensar en cómo rescatarlo. Todos los billetes de tren y autobús se habían agotado. Los ciudadanos, o bien habían decidido quedarse en Kiev, incapaces de creer que el ejército ruso pudiera bombardear la capital ucraniana, o bien se habían quedado sin asientos libres en otros vehículos. Conseguí reservar el último coche de alquiler que quedaba y mi marido tuvo exactamente 30 minutos para llegar hasta él. Afortunadamente, lo logró.
El viaje de Kiev a Leópolis duró 24 horas, 11 de las cuales se las pasó intentando salir de Kiev, avanzando unos pocos metros por hora. Veía en el mapa cómo el ejército ruso se aproximaba desde el Este mientras mi marido intentaba avanzar hacia el Oeste a un ritmo dolorosamente lento.
Cuando por fin llegó a la parte occidental de Ucrania, me planteé dormir un poco, pero justo cayeron dos bombas junto a la ciudad de Rivne, por donde estaba pasando mi marido. La cobertura del móvil era inestable en esa zona, así que las tres primeras llamadas de teléfono que le hice para comprobar si estaba vivo no tuvieron respuesta. Por eso, cuando por fin escuché su voz, lo único que pude hacer fue llorar al otro lado del teléfono. “Sí, he visto un resplandor blanco y una luz naranja a mi derecha, pero estoy bien, no te preocupes”. A estas alturas, ya ni me planteaba dormir, aterrada por si le pasaba algo y no podía volver a oír su voz por última vez.
Cuando llegó a la frontera, solté un suspiro de alivio. Ilusa de mí. Mi marido acabó pasando otros dos días atrapado en la frontera. Tuvo que dormir en la gasolinera más cercana para evitar morir congelado (como les pasó a algunos) y sobrevivir con un paquete de patatas fritas al día porque los guardias fronterizos no aceptaban ni su pasaporte alemán ni su acreditación de periodista.
Durante estos tres primeros días de infierno, no había terminado de asimilar lo que estaba sucediendo. El miedo por la vida de la persona a la que más amo había ocupado buena parte de mi espacio mental y, más allá de eso, solamente brotaban algunos estallidos de rabia y sufrimiento esporádicos. Una vez que consiguió cruzar la frontera y entrar en Polonia, pude ver el panorama completo de lo que estaba ocurriendo.
Rusia estaba bombardeando Ucrania.
El ejército de mi país de origen estaba bombardeando a mis amigos y a sus familias en mis queridas ciudades de Kiev, Odesa y Járkov. En Lubni, de donde procede la rama judía de mi familia, estaban sonando las sirenas. Mis amigos me enviaban los siguientes mensajes:
“Katja, la casa de al lado ha estallado. Era la número 6, y yo vivo en la 4. Mi madre lo ha visto con sus propios ojos. Acabábamos de llegar a casa justo antes de la explosión. Ahora ya estamos en un búnker, pero están bombardeando todo el barrio”.
“Katja, por poco no lo cuento. Hay escombros por todas partes, esto es horrible. Tengo miedo por mi abuela, que no quiere irse de Kiev. También tengo miedo por mi casa. Los misiles están cayendo por toda la ciudad. Hay saboteadores y ametralladoras por todas partes”.
“Katja, esta noche he conseguido dormir, pero he oído las explosiones. Lo peor ha sido cuando me han llamado mis padres desde Járkov para decirme que me quieren y que ahora van a buscar un escondite”.
“¡Katja, lo están destrozando todo!”.
“¡Katja, por favor, no te calles nada!”.
Y no lo iba a hacer. Escribí artículos y publiqué en mis redes sociales todo lo que está haciendo el ejército ruso en Ucrania. Luego, el Parlamento ruso aprobó una ley sobre “noticias falsas”. Esta ley castiga con hasta 15 años de prisión a todo aquel que difunda noticias que el aparato propagandístico del gobierno ruso considere fake news, como por ejemplo llamar guerra a la guerra o llamar civiles asesinados a los civiles asesinados.
Y así, de un plumazo, ya no puedo volver a mi país, porque no pienso comprobar cómo es realmente la aplicación de esta ley ni pienso guardar silencio. Es humillante que no te dejen ni criticar algo que piensas que está mal y exponer tu postura. Estas prohibiciones no solo van contra el derecho fundamental de la libertad de expresión, sino también contra la propia dignidad humana, y no pienso acatarlas. Esto implica que no sé si voy a volver a ver a mis seres queridos de Rusia o si voy a volver a caminar por las calles de mi querida ciudad natal.
En enero tenía pensado hacer un viaje a Moscú porque mi abuela iba a celebrar su cumpleaños, pero, por cosas de la vida, al final no fui. Todo el mundo toma malas decisiones a veces, solo que las consecuencias, en mi caso, van a ser insoportables.
Tengo miedo de que el gobierno ruso bloquee el internet por completo y ya no pueda permanecer en contacto con mis seres queridos. Me da miedo que, por las sanciones, mis seres queridos pierdan su trabajo y acaben pasando hambre. Me da miedo que se acaben los medicamentos y mis familiares, sobre todo los que tienen enfermedades, no puedan acceder a su tratamiento. Si esto llegara a suceder, yo no podría ni hacerles una última visita de despedida.
Durante el día, intento mantenerme en contacto con mis amigos de Ucrania. Algunos todavía están intentando salir de Kiev, Járkov y Odesa. Algunos ya lo consiguieron y ahora están en la frontera esperando el permiso para cruzar. Otros ya están refugiados en Moldavia, Polonia, Eslovaquia y Alemania, a la espera de saber dónde se van a quedar y qué van a hacer.
A ratos, planeo con mis amigos rusos cómo sacarlos de Rusia, dónde van a trabajar o dónde van a vivir. Todo eso mientras leo sus mensajes desesperados:
“Katja, la cosa está jodida. Los dos primeros días de guerra me sentí vacío. No sabía cómo vivir con esto. Estoy desconsolado por el sufrimiento de los ucranianos, me siento impotente. A cada hora que pasa siento que la posibilidad de construir un futuro en Rusia se desvanece”.
“Katja, mi empresa en Rusia está casi en quiebra o va a entrar en quiebra pronto, pero prácticamente me da igual lo que pase aquí teniendo en cuenta lo que está pasando en Ucrania. Parece que de repente estamos viviendo en [la novela] 1984”.
“Katja, tengo la impresión de que nos han destrozado la vida a todos los niveles”.
“Katja, no sé qué voy a hacer ahora. Solo sé que si me voy de Rusia, no será por gusto: estaré huyendo. Me estoy sintiendo desplazado de mi propia casa, de mi vida familiar. Y tengo que vivir con eso. Es mi nueva realidad, ahora estoy dándome cuenta y aceptándolo. Me muevo entre la desesperación y la rabia”.
“Katja, he firmado peticiones. Todas. He salido a la calle y he caminado con todo el mundo. La gente tiene la mirada perdida. Nadie sabe qué hacer. He estado en una manifestación. He donado dinero. He hablado con la gente y me he dado abrazos con algunas personas. Pero no ha cambiado nada, ¿verdad? Mi madre está furiosa conmigo: “No te metas en problemas, que eres nuestra única hija”. Al mismo tiempo, un amigo cuya familia vive en Ucrania me dice: ”¿Por qué no haces nada?”. Es una situación estúpida: haga lo que haga o deje de hacer, no voy a tener razón”.
Mi marido ya está en casa gracias a los diplomáticos de Croacia que permitieron pasar a todo el equipo de mi marido y los llevaron consigo. (Aún no sabemos por qué no lo hicieron los diplomáticos alemanes). Todavía me despierto cada noche con pesadillas de mi marido en la frontera y empiezo a buscarlo en la oscuridad de nuestro dormitorio. Otra pesadilla que estoy teniendo es que hay una hambruna en Rusia y la gente se mata por un trozo de pan. También sueño que mi tatarabuelo judío, que murió quemado por los nazis en una sinagoga de Bielorrusia, huye a su ciudad natal ucraniana de Lubni para esconderse de los bombardeos del ejército ruso, que se está llevando a cabo en nombre de la desnazificación de Ucrania.
Traducción de Daniel Templeman Sauco.