Balas perdidas
"Cuando hablamos de víctimas inocentes solemos dejar fuera de nuestra consideración a los soldados; y no es de extrañar, ya que ellos llevan las armas y las disparan".
Mi fascinación por ciertos pájaros era más grande que el miedo a encontrarme con hurones o comadrejas, que se disputaban los huecos de los árboles donde anidaban los búhos de ojos impávidos.
Aquella mañana, con el sol y las cabras trepados a las cumbres, me afané en registrar los bolsillos de los alcornoques. Mis dedos infantiles repelieron el tacto frío de tres bellotas metálicas, balas oxidadas en la penumbra de lo que hacía una docena de años había sido un buzón de maquis.
Instigado por un cabrero, algo mayor, que había sufrido la mili, agradecí la idea de hacerlas estallar en una hoguera. Por suerte, la primera no explotó, porque no fue hasta mucho después de haberla arrojado al fuego que se nos ocurrió guarecernos tras un peñasco.
El estampido de la segunda fue extraordinario, alegre, festivo, poderoso.
Todo furtivo tiene claro que se dispara, se acierte o no, solo una vez, porque puede que al forestal se le escape un tiro aislado, pero nunca pasará por alto la repetición. Nuestra tercera bala clandestina atrajo al guarda, que no tardó en presentarse urgido de mala leche. Por supuesto, negamos saber nada de tiros; habíamos estado en la cueva, a resguardo del calor, donde ningún ruido había perturbado ni a los murciélagos ni a nosotros. El hombre no nos creyó, claro, pero no le quedó otra que echar el día fatigando el monte en busca de fantasmas con escopeta.
—Creéis que me chupo el dedo, pero vais a acabar muy mal vosotros, par de jarramantas. Balas perdidas.
Pero no éramos más que dos pobres inocentes. Como las balas.
Roald Dahl, cuya literatura me aburre, contó su encuentro, durante la guerra, con un chaval de uniforme que se emborrachaba entre sollozos. Era ametrallador en un bombardero y acababa de volver de una misión en vuelo bajo. Resultaba imposible, decía, controlar su arma; bailaba entre las manos y desperdigaba los proyectiles como granos aventados. Solo la casualidad los ponía en el camino del objetivo. Y lloraba al pensar, con más remordimiento que lógica, a cuántos inocentes habría matado su munición sin rumbo.
Cuando hablamos de víctimas inocentes solemos dejar fuera de nuestra consideración a los soldados; y no es de extrañar, ya que ellos llevan las armas y las disparan. Pero pienso en los imberbes movilizados por orden gubernamental, a los que se impregna a conciencia de patriotismo y razones para la acción; a los que se les miente con palabras como “desnazificación”, “liberación”, “soberanía”… y a los que se disciplina hasta convencerlos de que más les vale pelear que dudar.
A los infelices que desembarcaron en las islas Malvinas se les dijo que iban a liberar a compatriotas oprimidos por la tiranía británica. No fue un aviso de última hora; durante décadas habían aprendido, en la escuela y en los discursos, la verdad oficial acerca del archipiélago. Cuando pusieron pie en aquellos peñascos barridos por las tormentas no se encontraron sino con bebedores de té que no entendían el español y que se escondían en los sótanos para no tener que ver a sus salvadores.
Aún más inocentes nosotros, que nos hemos creído el mito de las armas infalibles proporcionadas por la tecnología; misiles que entran por la ventana elegida; drones que reconocen los ojos del objetivo; balas que viajan con total rectitud… hasta pensar que hemos llegado al tiempo de las guerras limpias, idóneas para ser vistas por televisión con un ron en una mano y un buen cigarro en la otra. Pero me temo que aún vivimos en el mundo en que se emborrachaba el ametrallador que conociera Dahl: las armas tiemblan a causa de su propia vibración o de los nervios de quien las maneja, el viento imparcial continúa esparciendo las ráfagas de balas, y los explosivos aún generan incontrolables ondas expansivas.
Al fin y al cabo, todos esos disparos tan medidos que, con total cinismo, llaman quirúrgicos, derrumban edificios enteros o arrasan a quienes pasan por la plaza equivocada.
Pero, sobre todo, aún vivimos en el mundo en que el soldado, voluntario o reclutado, se embebe de la lógica militar, por temor al castigo en un primer momento, por mera adaptación al medio un poco más tarde. Lo que llegue a hacer tiene sentido en el discurso cuartelero, donde la obediencia ciega la razón; los que hayan hecho la mili me entenderán.
Por supuesto que hay causas justas; no criticaré a quienes, abnegados y heroicos defendieron la República o acabaron con el nazismo.
Pero no existen, me temo, las causas inocentes.
Ni el combatiente más angelical dejará de abatir a un civil por un error de cálculo, sabrá esquivar los muros del hospital, o respetará las venas eléctricas y las conducciones de agua potable. Ni siquiera él estará a salvo de la furia incontrolable, del mensaje confuso, del miedo cerval, de la propaganda.
Quizás todos estamos libres de culpa, y esa es la peor acusación que podemos hacernos.
También, inocentes como los pájaros, aquellos cabreros de pocas luces que matábamos el tedio arrojando al fuego balas perdidas.
DANDO LA NOTA
Durante la próxima semana podrán ustedes tomarse vacaciones de esta columna, mientras yo me acerco al Huerto de los Olivos a por aceite de girasol.
Resucitados todos, nos seguiremos viendo.