Así es la triste realidad de una madre con dolores crónicos

Así es la triste realidad de una madre con dolores crónicos

Décadas de dolor crónico en la muñeca derecha, en los hombros y en el cuello habían dañado mis músculos y articulaciones a tal punto que ya no era capaz ni de cargar con nuestras bolsas de viaje.

SURIYAWUT SURIYA VIA GETTY IMAGES

La mañana anterior a que mi hija de 4 años, Hannah, y yo fuéramos a Philadelphia, escogió con cuidado su peluche favorito, sus libros para colorear y su bañador. Yo, en cambio, escogí los medicamentos más adecuados para asegurarme de dormir las horas suficientes pero no tantos como para estar grogui si mi hija me necesitaba en mitad de la noche.

Llevaba tiempo queriendo viajar con Hannah. ”¡Deberíais venir a visitarnos!”, nos había dicho una de mis tías hacía unos meses.

Tenía muchísimas ganas de decir que sí, pero vivíamos en Washington, D.C., y ella, en la Florida rural. Décadas de dolor crónico en la muñeca derecha, en los hombros y en el cuello habían dañado mis músculos y articulaciones a tal punto que ya no era capaz de soportar ni la tensión de cargar con nuestras bolsas de viaje mientras metía prisa a Hannah por el aeropuerto y la ayudaba a sentarse en su butaca. 

El dolor crónico era la única razón por la que nuestro viaje a Philadelphia solo iba a durar un día. Era una prueba para mí, un forma poco arriesgada de descubrir qué viajes podía hacer con ella y qué viajes no. Dos horas en coche, cenas con amigos que entendieran mis limitaciones y hoteles que estuvieran cerca de museos. Esos eran los refugios de los que disponía contra mis espasmos musculares y mi creciente dolor articular.

Ahora, Hannah tiene 8 años. Se limita a asentir solemnemente cuando le digo que necesito tomarme una pastilla y que ese día no podré cenar con ella y con papá. Sabe cuál es mi cubitera favorita y me la trae cuando se lo pido. Los días en los que me duele tanto la muñeca que tengo que llevar mi muñequera más aparatosa, oigo que Hannah les dice a sus amigos: “Mi mamá se rompió el brazo hace mucho y ahora se tiene que poner eso a veces”.

Pero esa no es la historia real. Nunca me he roto el brazo. El dolor apareció de repente, pero así es como Hannah le encuentra sentido a mi dolor. Es su historia.

A medida que mis dolores han empeorado en mi vida adulta, he tenido que ir renunciando a mis aficiones

La historia de mi familia, al igual que la de muchas otras, cambió este año. Hannah lleva sin pisar su colegio desde el 12 de marzo. Ese mismo día, mi oficina y la de mi marido cerraron y nuestra vida se restringió a los límites de nuestra casa y, a veces, de nuestro barrio.

En realidad yo ya estoy acostumbrada a vivir en un entorno limitado. A medida que mis dolores han empeorado en mi vida adulta, he tenido que ir renunciando a mis aficiones: tocar un instrumento, ir al gimnasio, salir a hacer fotos, hacer postres... Cuando tengo un buen día, puedo trabajar, estar presente para mi familia y, si tengo suerte, hablar con algún amigo.

Paradójicamente, la pandemia cambió mi vida a mejor. Al verse privada de sus amigos de repente, mi hija única tuvo que recurrir a su siguiente mejor opción: sus padres. Más concretamente, a mí, ya que mi horario de trabajo es más flexible que el de mi marido. 

Sacó todos sus lapiceros de colores, rotuladores y pasamos horas dibujando y pintando, construyendo castillos y convirtiendo nuestro sótano en un reino imaginario fantástico para nuestro perro y nuestro gato, decorándolo con cartones y armas de juguete.

Hannah me hizo compañía en la cocina mientras horneaba pan y magdalenas. Mientras le enseñaba a amasar pan y rellenar los moldes de las magdalenas, escuchábamos música (ella siempre elegía a Taylor Swift, y yo a R.E.M).

Al final de cada día, me dolía la muñeca y tenía los hombros tan tensos que parecían un bloque de hormigón, pero no me apetecía parar. Nuestros dibujos y nuestro pan eran la prueba tangible de que, en medio de una situación terrible, también se puede encontrar momentos hermosos.

Y, sobre todo, pasar tiempo de calidad con Hannah era bueno para mi salud mental. Estaba redescubriendo aficiones a las que había renunciado hacía mucho y, al mismo tiempo, relacionándome con mi hija de una forma diferente. Mientras tuviera mis medicamentos y mi hielo por la noche, las ventajas superaban a las desventajas.

Pero me acabó pasando factura cuando mis opciones de tratamiento se restringieron mucho. Con los despachos de los médicos de cabecera cerrados, me quedé sin mi principal recurso para controlar el dolor.

Así las cosas, acabé en urgencias dos veces, llorando hasta empapar mi mascarilla, temblando de dolor y sintiéndome una fracasada: me había forzado hasta mis límites y me la había pegado estrepitosamente. Al final, mi dolor volvió a unos niveles soportables, pero Hannah perdió a su compañera de dibujo y de repostería.

Nuestros dibujos y nuestro pan eran la prueba tangible de que, en medio de una situación terrible, también se puede encontrar momentos hermosos

Ser madre durante la pandemia me ha hecho reflexionar mucho sobre ese viaje a Philadelphia de hace cuatro años. Estaba muy nerviosa en los días de antes; controlé lo que estaba en mi mano y me mentalicé para cualquier posible contratiempo. Comparándolo con la devastación que ha vivido el mundo este año, mis preocupaciones de entonces me parecen insignificantes, vestigios de otra época. Sin embargo, esos recuerdos de Philadelphia siguen dándome fuerza, porque ahora sé que, pese a las limitaciones de mi cuerpo, Hannah y yo supimos encontrar momentos de felicidad.

En el hotel había una piscina y un spa subterráneo. Fue la primera vez que Hannah y yo fuimos a nadar juntas. Ella se aferraba al borde de la piscina y se negaba a soltarse pese a que yo la animaba.

Poco a poco, la convencí, la cogí en brazos por primera vez desde que tenía cinco meses y el nerviosismo de su rostro se convirtió en felicidad y diversión. Me entró vértigo al darme cuenta de que la había cogido. Tenía asumido que nunca más lo volvería a hacer.

Hannah se enganchó a mi cintura con las piernas y estuvimos un rato dando vueltas y riéndonos cada vez más alto. Cuando empecé a temblar de frío, no quise salir de la piscina porque no sabía cuándo podría volver a cogerla en brazos. En el agua, no pesaba nada en el agua y yo parecía superfuerte.

Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.