Asalto y persecución en Pintor Rosales
Agaché la cabeza, bajé los hombros y me puse a llorar como cuando era niño. Lloré un buen rato, de miedo, lloré por sentirme tan solo y tan lejos de casa.
Fue hace unas semanas. Era tarde, de muy noche, y yo había salido de casa para hacer una videollamada con mi novia Katty, que por entonces llevaba más de cinco meses en Lima por los interminables trámites de su visado de trabajo. Caminé dos cuadras y llegué a Pintor Rosales, esa calle bonita de Madrid donde vivió Casillas y vive Almodóvar, donde alquiló un piso el expresidente peruano Alan García y donde queda el Consulado de Perú, con su bandera roja y blanca, lo que en mi caso equivale a una pequeña patria con vendedores de tamales en la puerta.
Mientras hablaba con Katty, justo frente al monumento a la Infanta Isabel de Borbón, tres chicos se me acercaron a pedirme mechero. Ninguno parecía peligroso. Cuando les respondí que no fumaba, el que tenía más cerca me golpeó la mano que sujetaba el móvil, haciéndolo caer. Alguien se apresuró a recogerlo y alguien más me dio una patada en la pierna y se echó a correr junto a sus cómplices con la velocidad de tener veinte años o algo menos.
La paranoia me había hecho imaginar esta escena antes. Imaginarla tal cual sucedió. Y lo peor había sido siempre el horror que experimentaría Katty si me robaban el móvil durante una de nuestras videollamadas. De pronto todo para ella se convertiría en incomunicación, en gritos, en unas pisadas que huyen en vivo y en directo, en mi rostro que le hablaba en la pantalla reemplazado por el temor de que me hayan herido y que nadie me ayude. En Lima, hace unos años, me apuntaron con una pistola en el pecho para quitarme la cartera. Y eso te marca a ti y a las personas que más te quieren.
Quizás por eso cometí la idiotez de ir tras ellos. Primero comprobé que no llevaran armas en las manos (ser latinoamericano te entrena para estas cosas sin que te des cuenta) y después los alcancé, evitando que desaparecieran en la oscuridad que tiene el Parque del Oeste a esas horas. Me volví más rápido que ellos. La patada en la pierna me dolería más tarde.
En ese momento, sumergido en una película de persecuciones, la adrenalina podía más que cualquier moratón. Me daba igual el móvil, por mí que se lo llevaran junto a la ingenua idea de que en Madrid no suceden estas cosas. Creo que nunca había tenido tanto odio por nadie. Y fue ese odio el que me dio la fuerza para irme contra los tres chicos, que me miraban entre sorprendidos y asustados mientras yo los insultaba, los amenazaba, me reía histérico, me burlaba de ellos por haberse metido conmigo. Sentía que le estaban haciendo daño a Katty y supongo que en situaciones así te olvidas de que ni siquiera sabes pelear.
Luego de que me devolvieran el móvil, se fueran corriendo y Katty supiera que estaba bien, un hombre de unos cuarenta años que paseaba a su perro se me acercó y me entregó algo. Eran mis audífonos, que durante el atraco se habían caído. El simple gesto de que un extraño me devolviera lo que otros extraños habían querido quitarme, me conmovió de repente. Agaché la cabeza, bajé los hombros y me puse a llorar como cuando era niño. Lloré un buen rato, de miedo, lloré por sentirme tan solo y tan lejos de casa, aunque a unos metros de ahí la bandera de mi país se agitara como una mano que te dice adiós. Pero sobre todo lloré porque me supe capaz de odiar con tanta fuerza a esos tres chicos, porque realmente había deseado que algo malo les sucediera, y porque ya no podría alcanzarlos para pedirles perdón por eso.