Alcohólicos anónimos y borrachos famosos
"Lo que la naturaleza no da, no lo presta Johnnie Walker".
“Beber vino es vivir. Beber es algo muy distinto”.
Le robo la frase a un colega poeta al que no recuerdo sin un vaso en la mano y que, si bien es capaz de apreciar lo bueno, no pasa precisamente por sibarita a la hora de buscar la jumera. Sus motivos son, cuando menos, peculiares: bebe dry-martini porque se lo piden los cigarrillos; el Machaquito lo atrae por su calor antiguo y el tequila le parece peligroso y diurno. He compartido tragos con él (y constantes paseos desde que la ley prohíbe ahumar la sobremesa) y me gusta perseguirlo sin llegar a alcanzarlo nunca.
Sorbo a sorbo, su voz se tensa, sus palabras se ralentizan, llegan desde más atrás de la garganta, su ironía se dulcifica (si solo tiene café en el cuerpo es capaz de acuchillar la reputación más firme) y sus metáforas crecen en irracionalidad y claridad.
Escribe borracho, aprovecha la resaca para encontrar entre lo deleznable lo que pudiera salvarse y espera a estar sobrio para corregir.
Como él, yo aprovecho ese traguito de más para echar las redes de la ensoñación en la poza de lo cotidiano, para sincerarme conmigo mismo y para olvidarme de las cuentas pendientes. A la caída de la tarde, me rindo ante el whisky de malta que se columpia entre el dulzor, la turba y el yodo. Mi último descubrimiento (no podría vivir en un mundo exento de sorpresas) tiene nombre de flamenco y un frescor complejo y salino que avisa de la cercanía del mar: Tomatin. Prescindo para él del agua (el hielo es anatema en el que caemos demasiado a menudo) y de la compañía. Un fondo leve en la copa y cinco minutos a solas son el bálsamo con el que restaño las heridas de un día laborable.
Estoy convencido de que Fierabrás era escocés.
No creo en la maldición del alcohol. La maldición somos nosotros mismos. Quien busca pelea al tercer cubata traía la violencia en su fardo; quien llora y se deprime cuando huele un tapón estaba ya ahogado en la tristeza; quien pierde un trabajo, no sería capaz de apretar un tornillo ni después de unas vacaciones en La Meca.
Tampoco creo en su bendición, la que, se supone, imparte sobre escritores y artistas. El talento viene de serie y el estudio precisa de años. Por más que haya quien pretenda emular a los grandes poetas malditos y se dedique a vociferar entre botellas vacías, lo que la naturaleza no da, no lo presta Johnnie Walker.
Ha habido millones de borrachos y un solo Faulkner. Y si le hubieran dejado entrar a caballo en los bares, habría vivido mucho más.
Prefiero la felicidad con la que Claudio Rodríguez nos reclamaba “nunca sobrios. Siempre con media azumbre encima”. Y prefiero también la tranquilidad con que Pepe Hierro despachaba las copas mientras consumía sus cuadernos, y los manteles de papel, entre poemas y dibujos. No le importaba estar en el más desangelado de los bares que cercan la glorieta de Atocha, apoyado en una mesa de formica y soportando Los pajaritos en versión de máquina tragaperras. Sus palabras eran poderosas y suaves como el aguardiente que lo acariciaba en secreto.
Cada vez que veo una botella de chinchón seco en el estante de una taberna, brindo casi imperceptiblemente por el poeta José Hierro, que no aceptaba que fuera verdad tanta tristeza.
Dylan Thomas bebió diecisiete whiskys en un bar galés, se dirigió a los parroquianos para señalar que había batido un récord y se desplomó.
No volvió a despertar.
Li-Po se ahogó al querer atrapar el reflejo de la luna en un estanque. Murió de alcohol sentenció el viejo Pound, pero yo creo que murió persiguiendo sus poemas.
Bukowski vomitó en directo y en hora punta durante la emisión del programa Apostrophes (ese milagro de la televisión francesa gracias al cual millones de personas se sentaban frente al aparato para oír hablar de libros). Aunque bien se puede culpar a Bernard Pivot, que acercó al norteamericano dos botellas de horrendo beaujolais.
Frente a semejante espectáculo, la cogorza milenarista de Arrabal queda en inocente travesura infantil.
Quizás las páginas más hermosas y exactas acerca del alcohol las escribió Buñuel en sus memorias. La elegancia con que transcribe el dry-martini o la sinceridad con que sestea en compañía de su imaginación y un par de tragos conmueven a la más aberrante señorita abstemia e inquisidora.
Impagable el consejo con el que cierra el capítulo: “No beban ni fumen. Es malo para la salud”
John Cheever hubiera debido sonreír un poco más. Los diarios a los que el maestro norteamericano del relato breve regaló su frustración muestran a un hombre acomplejado, empeñado en mantener su alcoholismo cubierto por la mentira de las convenciones sociales (abierto el libro al azar, encuentro la angustia de quien ve cómo se agotan sus reservas sin atreverse a comprar porque, no habiendo fiestas a la vista, se delataría en la tienda del pueblo).
Mejor reír francamente y aprovechar la tajadilla para airear la sabiduría y el humor. Y nadie como Fernando Savater para llevar a cabo semejante tarea.
“Si tengo que escribir un artículo, preparo un whisky largo y un puro corto. Sé que el artículo está hecho cuando ambos se acaban”
Con habanos de tamaño considerable y una botella de calvados a mano hemos hecho de la sobremesa un placer inmenso e imprudente. En una me descubrió a Cioran, al que la voz y la pasión de Fernando dotan de una agilidad y una carnalidad que el adusto y genial rumano no conoce en versión original.
Aunque el mayor lujo que conozco es escucharle hablar de caballos con una botella excelente entre ambos.
Salíamos del templo de Louisville Fernando, un amigo común y yo, tras haber asistido a esa misa solemne que recibe el nombre de Derby de Kentucky. Hace algunos años ya, y sé que todos los que asistimos guardamos la llegada en nuestra memoria con la nitidez de un vídeo digital.
Arrastrábamos un tanto los pies y la lengua tras haber combatido el calor con varios “mint jullep” esa trampa que se arma derrochando bourbon sobre hielo picado y hojas de menta.
Es costumbre del hipódromo que los vasos de ese día vayan decorados con el nombre del ganador del año anterior; trofeos para el coleccionista cuya codicia se ve frustrada por la vigilancia de camareros y guardas de seguridad.
Nuestro amigo se dirigía cabizbajo a la parada de taxis. No pude por menos que preguntarle por su malestar, que se me antojaba imposible en semejante lugar y ocasión.
-Es que -balbuceó- he robado un vaso y me siento culpable.
Fernando rio como solo él sabe, con una carcajada que es al tiempo una llamada a la rebelión y una celebración de la libertad.
- ¿Y eso te preocupa? Yo soy profesor de ética y me he llevado cuatro.