15.000 niños victimas de las guerras que no podemos olvidar
20 de noviembre: Día Universal de la Infancia
"Los soldados nos llevaron a otras dos chicas y a mí a una casa. Me golpearon en la cara con un arma, me dieron patadas en el pecho, en los brazos y las piernas. Luego fui violada por tres soldados durante casi dos horas. En algún momento, me desmayé". Sadiba es una niña rohingya y con esta crudeza explica la violenta agresión sexual que sufrió después de ver a su familia asesinada a manos de soldados birmanos. Su testimonio ha sido incluido en Horrores que nunca olvidaré, el último informe de Save the Children que recoge las atrocidades que están sufriendo los niños y niñas rohingya. La violenta represión del ejército birmano sobre la minoría rohingya ha provocado la huida desesperada a Bangladesh de más de 600.000 personas en menos de 60 días. La mayoría, niños y niñas.
Sadiba no olvida, y nosotros no podemos olvidarnos de ella. En 2016, más de 15.000 niños y niñas fueron víctimas de las guerras: fueron asesinados o quedaron brutalmente mutilados. Otros para sobrevivir tuvieron que colgarse un fusil al hombro. En países como Somalia o Siria, el reclutamiento de niños para combatir en guerras se duplicó con respecto al año anterior, con 1.915 y 851 casos respectivamente.
En Afganistán el año pasado murieron más de 3.500 niños en el conflicto armado, el número más alto de muertes de niños registradas. Además, en 2016, cuando Aylan Kurdi ya llevaba un año muerto, la fotografía de otro pequeño, Omran, un niño sirio de 5 años sentado con la cara llena de sangre y en estado de shock en la parte de trasera de una ambulancia en Alepo nos indignó de nuevo. Pero de nuevo olvidamos.
Hoy, 20 de noviembre, celebramos el Día Universal de la Infancia, y reclamamos que la protección de los niños y las niñas en conflictos armados sea un compromiso real. Cientos de millones de niños continúan sufriendo el impacto terrible que sobre sus vidas tienen los conflictos armados. Los tratados internacionales que protegen a los niños en estas situaciones son vulnerados e incumplidos frecuentemente, y con total impunidad.
Ya sea por asesinato, mutilación derivada de bombardeos indiscriminados, reclutamiento para grupos armados, agresión sexual, desplazamiento forzoso, o destrucción del sistema educativo, el impacto de estos conflictos sobre la vida de los niños y las niñas es irreparable.
Las guerras no respetan ni hospitales ni escuelas. Tampoco lo hacen los países que venden esas armas, como el nuestro. España es el tercer país exportador de armas a Arabia Saudí, que a su vez utiliza esas armas en Yemen, donde han muerto más de 4.000 niños y niñas desde el inicio de la guerra en 2015.
Yemen. Somalia o Siria. Latinoamérica, donde una de cada cuatro víctimas de homicidio es un niño. O la crisis de refugiados, con niños y niñas profundamente traumatizados por la guerra que se juegan la vida cruzando el Mediterráneo mientras los países europeos les cierran las fronteras. Si las personas que huyen de la guerra pudieran llegar a nuestro territorio de manera organizada, no habría decenas de miles de niños desaparecidos o víctimas de mafias, ni muertes innecesarias en el Mediterráneo. España y los países pueden y deben hacer mucho más para ofrecer a estos niños la protección que desesperadamente necesitan, y a la que tienen derecho.
En Belgrado estuve recientemente con un grupo numeroso de niños refugiados que viajaban solos, sin sus familiares, y malvivían entre basura y ratas en edificios abandonados al lado de la estación de tren. Niños afganos huidos de la guerra, que habían perdido por las bombas y las balas a amigos y a hermanos que un día salieron a jugar y nunca volvieron. Sus rostros, sus historias y su sufrimiento vuelven a mí de manera recurrente, interpelándome.
El mandato de las ONG es el mandato humanitario: salvar vidas, aliviar el sufrimiento y proporcionar dignidad a las víctimas. El de los gobiernos es asegurar el respeto al derecho internacional humanitario y a los derechos humanos que firmemente ponen a los niños fuera de los límites en situaciones de conflicto, así como señalar claramente las violaciones de estos derechos, hacer responsables a los perpetradores, y financiar la recuperación de las poblaciones afectadas.
Luchar por los derechos de las víctimas y trabajar en los lugares donde estos son más vulnerados nos hace incómodos ante los que provocan esas vulneraciones, o ante quienes tienen la obligación de impedirlas. Pero no debemos callar. Ni tampoco olvidar los nombres de Aylan, Omran o Sabida, ante cuyo sufrimiento no podemos permanecer indiferentes.