Nuestra guerra contra el terrorismo

Nuestra guerra contra el terrorismo

No nos matan porque en nuestros países haya hueco para quien cuestione el patriarcado, defienda la diversidad sexual y de género o trate de conciliar el laicismo y la pluralidad religiosa. A su cruel e inhumana lógica fundamentalista le valdría igualmente que fuésemos chiíes, de otra doctrina suní.

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Foto: EFE

A principios de marzo, el Gobierno francés inició el desmantelamiento del campo de refugiados de Calais, donde vivían en torno a 5.500 personas que se habían visto forzadas a abandonar su hogar. ¿Las razones de su huida? Algunos trataban de escapar de guerras, bombas o persecuciones políticas, religiosas, étnicas o de cualquier otra naturaleza. Otros huían de la miseria, del hambre o de la ausencia fáctica de un futuro digno en el pedazo de tierra, delimitado y nombrado conforme a los más variopintos criterios, en el que les tocó nacer. Todos ellos motivos más que sensatos para tomar la difícil decisión de dejar atrás mucho, a veces todo, y emprender el camino hacia algún lugar donde poder dormir, comer y trabajar para poder vivir sin miedo al nuevo día.

La iniciativa del ejecutivo francés suscitó numerosas críticas dentro y fuera de sus fronteras. El sector desalojado, la zona sur del campamento, era un importante eje de integración y convivencia; si es que en esas condiciones de abandono y precariedad se puede hablar de tales propósitos, claro. El corazón social del asentamiento incluía una biblioteca, varios centros religiosos, comercios, una emisora de radio, un teatro... Verdaderas armas contra la desesperanza y el sufrimiento humano.

Mientras las autoridades francesas llevaban a cabo el operativo de desmantelamiento, numerosos voluntarios de diferentes países se mantenían en primera línea de una de las más difíciles batallas a las que Europa se ha enfrentado en los últimos años. Así se lo explicó una voluntaria británica a un periodista español: "Esta es mi versión de la guerra contra el terrorismo. Los gobiernos están bombardeando los hogares de estas personas, les obligan a huir. Ellos vienen aquí y encima destruimos sus hogares. Creo que eso crea terroristas. La forma de impedir que la gente se haga terrorista es decir: lo siento, ven aquí, deja que te prepare un té".

La debilidad belga es, en el fondo, síntoma de una debilidad común. En un momento crítico para el proyecto comunitario, la Unión Europea necesita recuperar la confianza de su ciudadanía para coordinar eficazmente la respuesta.

Este martes 22 de marzo nos despertó el atronador sonido de explosiones que no entienden de fronteras. Nos pilló por sorpresa, aunque ahora sabemos que era de esperar. No habíamos olvidado Charlie Hebdo ni el Bataclan, pero confiábamos inocentemente en haber pasado página. A posteriori, resulta que todo apuntaba a algo así. El golpe de la renovada constatación de nuestra vulnerabilidad fue aún mayor. El terrorismo del autodenominado Estado Islámico apuntaba a Bruselas, capital del zigzagueante proyecto europeo, y no a Ankara, como lo había hecho apenas nueve días antes. El número de víctimas ni siquiera era cuantitativamente mayor, pero el dolor era cualitativamente distinto. Era París, Londres, Madrid y Nueva York, pero también Copenhague, Toulouse o la misma Bruselas tiempo atrás. Era nuestra fantasía de inmunidad destrozada, como el aeropuerto de la capital belga.

¿Son ataques a una forma de vida, como podría entenderse del inspirador artículo que el cineasta Michel Hazanavicius escribió a raíz de los terribles atentados de París? Los datos indican más bien lo contrario: el 87% de los atentados yihadistas desde el año 2000 han sido en países de mayoría musulmana. Aun asumiendo vaguedad y falta de precisión del conglomerado "países de mayoría musulmana", lo que parece claro es que la raíz de estos ataques no es nuestra concepción occidental de la libertad, de la igualdad o de los derechos humanos. Quizás esta retórica no sea sino un elemento más de una colosal máquina de propaganda que ha reclutado a miles de combatientes extranjeros, tanto occidentales como de otras partes del mundo. Es evidente que allá donde se han impuesto por medio de la coacción y la violencia no están dispuestos a tolerar la democracia o el Estado de derecho. Pero no nos matan porque en nuestros países haya hueco para quien cuestione el patriarcado, defienda la diversidad sexual y de género o trate de conciliar el laicismo y la pluralidad religiosa. A su cruel e inhumana lógica fundamentalista le valdría igualmente que fuésemos chiíes, de otra doctrina suní o que desafiáramos sus jerarquías internas o su régimen de terror. En su lógica, el miedo que puedan provocar es lo único que tiene sentido para ellos. Así funciona el terrorismo.

Es ese miedo lo que nos llevó como fanáticos a Irak, cuna del ISIS, o lo que ha motivado (al menos en parte) a cientos de miles de ciudadanos europeos a abrazar la xenofobia, la islamofobia y las alternativas políticas de la extrema derecha, cuyo aparentemente inexorable avance hace despertar los recuerdos de algunos de los fantasmas más oscuros de nuestro pasado. Es el mismo miedo que cimienta los muros de la fortaleza europea, en cuyos fosos se ahogan miles de los que huyen del mismo terror que hoy acapara nuestros titulares y tertulias.

Son muchos los analistas que apuntan a los fallos de inteligencia y, en concreto, a Bélgica como eslabón débil de la red de seguridad europea. Sin embargo, esto no debe evitarnos mirar más allá: la debilidad belga es, en el fondo, síntoma de una debilidad común. En un momento crítico para el proyecto comunitario, la Unión Europea necesita recuperar la confianza de su ciudadanía para coordinar eficazmente la respuesta de unos gobiernos que dan la imagen de actuar a tropiezos y sin rumbo, como los ciegos de Saramago. Para ello sería recomendable además que la Unión (y, ya de paso, los Estados miembros que constantemente coartan la iniciativa comunitaria) se preguntase en qué se equivocó, dónde y cuándo renunció a los ideales en los que habíamos puesto tantas esperanzas.

Dice Íñigo Sáenz de Ugarte que "no estamos en guerra", que entrar en guerra es otorgar a los terroristas un estatus de combatientes que maquilla su verdadera naturaleza y sus métodos de actuación: la de un grupo terrorista. Probablemente tenga razón. Pero, dándole esta licencia a la voluntaria de Calais: ¿qué podemos hacer nosotros?

Hay otra Europa ahí fuera, de personas que han luchado y siguen luchando por la igualdad y la libertad de todos y todas, independientemente de su nacionalidad, raza, etnia, género, religión, orientación sexual o cualquier otra condición.

Nicolas Hénin, periodista francés secuestrado por ISIS en Raqqa (Siria), seguramente alabaría la iniciativa de la joven: "Las imágenes de europeos dando la bienvenida a los refugiados fueron un revés para ellos. Por eso quieren sembrar dudas sobre ellos metiendo pasaportes sirios falsos", declaró en una reciente entrevista. En un momento en el que el grupo terrorista está más débil que nunca, nuestros combatientes, por llamarlos de algún modo, también están aquí: en nuestras escuelas, universidades, hospitales, servicios sociales y calles. Combaten los factores estructurales o sistémicos que han funcionado como caldo de cultivo de la radicalización islamista de la que durante años no quisimos oír. Repiten, hasta sonar cansinos, pero no con menos razón, que de poco servirán la firma de un pacto antiyihadista, una intervención armada o el desarrollo de una verdadera política europea de seguridad y defensa mientras todo siga igual: la pobreza y la desigualdad, las incoherencia entre la seguridad y el desarrollo en los países de origen, la marginación étnica o religiosa, el comercio de armas, el cierre y la militarización de las fronteras, las vías de financiación del terrorismo, Siria, Irak, Palestina, Yemen, Afganistán, Mali, Somalia y un tristemente largo etcétera.

Se trata, como bien lo ha expresado el veterano corresponsal Javier Martín en este mismo medio, de romper el camino entre la exclusión y las bombas, de ofrecer una respuesta diferente a la de "los apóstoles de la intolerancia y la fascinación por el fusil". La extrema derecha europea ya tiene su respuesta: cierre de fronteras nacionales y criminalización de migrantes y refugiados. La misma de siempre. Pero hay otra Europa ahí fuera, de personas que han luchado y siguen luchando por la igualdad y la libertad de todos y todas, independientemente de su nacionalidad, raza, etnia, género, religión, orientación sexual o cualquier otra condición. Europeos y europeas de diferente orígenes e ideologías que han hecho de este proyecto conjunto, pese a todas sus limitaciones, algo en lo que valía la pena creer. Para muchos, el lema de los últimos años ha sido "más Europa, pero otra Europa". Quizás otra Europa, con otras respuestas, sea la alternativa que andábamos buscando.

Y, si tiene que haber una guerra contra el terrorismo, que su primera trinchera esté en ese camino entre la exclusión y las bombas. Que en un futuro no se diga que no lo intentamos.