Los temores de Botín
La muerte de Emilio Botín ha generado una avalancha de hagiografías y retratos de vidas de santos. Independientemente de las cuestiones personales, que no son asunto de nadie más que de sus familiares y amigos, su muerte coincide con un momento histórico en el que empezamos a ver claramente el polvo y las grietas en la madera del 78.
La muerte de Emilio Botín tiene aire a cambio de época. Fue una figura importante, qué duda cabe, durante la fase final de la Transición. También en los años dorados del milagro español y del continuismo zapaterista, basado en la ingenua y mortífera ecuación burbuja inmobiliaria + derechos. Referente financiero imprescindible a ambos lados del espectro político tradicional, Botín fue tan capaz de rescatar a Rodrigo Rato como de arrancarle al último Gobierno socialista un indulto escandaloso para Alfredo Sáenz, su segundo de a bordo. Y es que una de sus cualidades más glosadas estos días ha sido precisamente su capacidad para entenderse con todos los actores políticos, es decir, su habilidad para operar él mismo, como actor político, dentro de los límites del bipartidismo: esto explica que en sus últimos días mostrara una gran preocupación por el auge de Podemos.
Este temor, más que agitar rencillas contra la banca en general, debería hacernos reflexionar sobre los límites del modelo social, económico y político dentro del cual Botín construyó su enorme influencia política. Las últimas reflexiones de Botín iban en la dirección de la necesidad, también señalada por destacados dirigentes del PP, de que hubiera un partido socialista fuerte como alternativa. O lo que es igual, la necesidad que tienen las élites políticas y financieras de que el modelo bipartidista de las últimas décadas consiga perpetuarse a través de alguna clase de regeneración sin consecuencias, pero vendible.
Tiene sentido que Botín pensara esto: al fin y al cabo, en su ADN está la política de despachos opacos que los grandes personajes como él suelen asociar con la estabilidad. Estabilidad y alternativa sólida suelen significar, en estos casos, connivencia garantizada de los poderes políticos, gobierne quien gobierne, con los intereses de unos pocos. Estabilidad significa que sea posible llevar a cabo las operaciones más dispares, desde el mencionado indulto hasta la brutal modificación del artículo 135 de la Constitución en agosto de 2011.
Este mantra de la estabilidad como garante del progreso y el crecimiento tiene, sin embargo, una cara oculta -aunque, afortunadamente, cada vez menos-, que consiste en que ese orden y esa estabilidad sólo son tales para unas minorías no elegidas ni democrática ni meritocráticamente. Minorías que están en condiciones de beneficiarse de dicho orden, pero que, por la propia lógica de este sistema, necesitan que las grandes mayorías sociales golpeadas por la crisis trabajen más por menos dinero, se aprieten el cinturón hasta la asfixia, y reproduzcan los mantras que les vienen dados desde arriba ("hemos vivido por encima de nuestra posibilidades", etc.) Afortunadamente, los representantes oficiales de este modelo, más todavía tras las elecciones europeas, ya no están en condiciones de seguir llamando "orden" a la pobreza estabilizada de millones de personas y a la incapacidad de la política tradicional para gestionar una crisis de la que es manifiestamente cómplice. Ya nadie les cree.
Según El País, Botín "temía que la división y fragmentación del voto acabasen provocando un escenario político de ingobernabilidad". Lo que no parece tener en consideración es que de hecho esa ingobernabilidad lleva años instalada en Génova y Ferraz. Para muchísimas personas, España lleva años siendo no sólo ingobernable, sino invivible. ¿De qué orden y de qué gobernabilidad hablaba Botín? Del orden de la casta y para la casta, ajeno al destino y a las condiciones de vida de la mayoría de las personas que tratan de emprender sus negocios en este país, o que viven (mal) de su empleo precario o de su pensión.
La muerte de Botín se suma al parque de metáforas de la crisis de la vieja política. La abdicación de Juan Carlos I, por un lado, fue un movimiento inteligente, aunque insuficiente y a ratos grotesco, de recambio y regeneración de élites por parte del 0,001%. Por el otro, tal como muestra la querella de Podemos y Guanyem Barcelona contra el clan Pujol, el declive del patriarca de la política catalana podría poner fin a treinta años de acuerdos y negocios compartidos entre las castas catalana y española. En plena era de Bárcenas y los ERE, Jordi Pujol ya no puede pretender, como sí pudo en 1986 -durante el caso Banca Catalana-, que nos hallamos ante un asunto específicamente catalán, y que atacarlo a él, honorable president, equivale a atacar a Catalunya.
La muerte de Emilio Botín ha generado una avalancha de hagiografías y retratos de vidas de santos. Independientemente de las cuestiones personales, que no son asunto de nadie más que de sus familiares y amigos, su muerte coincide con un momento histórico en el que empezamos a ver claramente el polvo y las grietas en la madera del 78. Mientras tanto, la energía de cambio se ha instalado en la ciudadanía, y no parece que las apelaciones a la honorabilidad de unos y a la genialidad financiera de otros vayan a eliminar la sospecha de que forman parte de algo viejo. De una vieja alianza entre política y finanzas que debe dejar paso a alternativas de gobierno para todas y para todos, y a un debate honesto sobre el modelo económico español y sobre los cambios urgentes que necesita.