¿Qué importa si te gusta Coldplay? ¿Qué importa si te gusta Green Day?
No se trata de parecerse a nuestros adversarios: si veo una copia, mejor me quedo el original. Pero en Podemos debemos evitar también el riesgo de perder el contacto con gente que procede de culturas políticas diversas y que aún no se identifica con nosotros. Debemos mantener la voluntad de hablar a todos y todas, vengan de donde vengan, sin presuponer compartimentos estancos. Son equilibrios complicados, imposibles de reducir a dicotomías excluyentes. Pero es que nadie dijo que esto de hacer política con voluntad de ganar fuera a ser fácil.
Foto: EFE
Quienes escuchen Calle 13 sabrán que el título de este artículo pertenece a una de sus canciones, y creo que si yo tuviera que decir a quién escucho diría que yo soy de Calle 13. Es llamativa la forma en la que el debate político en Podemos se ha simplificado de forma repentina hasta situarse en una dicotomía entre los duros y los blandos, entre los que escuchan a Bruce Springsteen y los que escuchan a Coldplay. Parece que ahora toda la disyuntiva que atraviesa un fenómeno político como el que ha representado nuestra irrupción en el ciclo electoral más decisivo de las últimas décadas fuera una cuestión de tono. Atrás quedan las reflexiones que escuchamos al comienzo del verano, tras el shock en que nos dejó a todos el resultado del 26J. Se nos ha olvidado el debate en torno a la ralentización de los tiempos ante nuestra entrada en las instituciones y el debate obligado que teníamos que tener sobre una normalización que, si bien era ineludible, no podía hacerse de cualquier forma si no queríamos perder aquello que nos había traído hasta aquí. En cualquier caso, un debate estratégico y casi existencial, una crisis de identidad fruto de haber completado un ciclo político vital de pronto ha pasado a convertirse en la simple dicotomía entre el tono duro, áspero y fuerte, y el tono blando, agradable y políticamente correcto.
Ese debate más profundo y necesario al que me refería antes, y que me temo que hemos abandonado, no es que me lo haya inventado yo. Es el debate que tuvieron, al más puro estilo Podemos, de una forma franca, abierta y con rigor académico e intelectual, algunos de los máximos dirigentes de nuestra organización en el curso de El Escorial de la Complutense el pasado verano.
Fue un ejercicio de honestidad y transparencia que dejó asombrados a periodistas ávidos de extraer titulares sensacionalistas, pero que sobre todo fue un diálogo real y con capacidad de plantear interrogantes estratégicos a una militancia desconcertada por unos resultados electorales decepcionantes. Si por algo se caracteriza la tarea de un dirigente político, en mi opinión, es por saber conducir y canalizar los debates colectivos, y, sobre todo, por aportar a su militancia las claves de interpretación necesarias para enfrentarse a las decisiones trascendentales que se ponen ante nuestros ojos con la madurez y la voluntad necesarias. Nada habría peor que utilizar los debates para repartir etiquetas al servicio de diferentes facciones.
En ciernes de unas posibles terceras elecciones, los cinco millones de personas que han apostado por Podemos pese a todas las dificultades y presiones se merecen que estemos a la altura. Les debemos una dirección capaz de tomarse los debates lo suficientemente en serio.
¿Por qué creo que es improductiva y estéril la dicotomía Bruce Springsteen/Coldplay? A día de hoy, me parece que sirve mal para para dividir a nuestros portavoces, a las figuras políticas emergentes del momento, a las personas a las que les debemos mucho del cambio político en nuestro país. ¿Echenique es de Coldplay o de Bruce Springsteen? Sinceramente, no diría yo que Echenique toca Siniestro Total, creo que es un brillante portavoz que no ha necesitado jamás elevar el tono para decir verdades como puños y cuya fina ironía es demoledora para sus adversarios. ¿Qué decir de Teresa Rodríguez, con esa forma de hablar que pone el corazón en un puño a quienes han vivido estos años de crisis con sentimiento de injusticia? No me parece que se caracterice por su dureza, sino precisamente por mirar hondo a los ojos de la gente y emocionarla con discursos bellos y auténticos. ¿Desechamos las intervenciones de Bustinduy, que han aplastado a los portavoces de Internacional del Partido Popular en el Congreso con una capacidad intelectual y técnica incomparablemente superior por el hecho de que no le consideremos duro en su estilo? Que alguien me diga por favor dónde clasificar al ex-JEMAD Julio Rodríguez, con su ritmo tranquilo y pausado, su tono patriótico, posando con una flor dentro de una pistola. La verdad es que me pierdo si alguien intenta decirme quién es quién en este baile de estilos musicales. ¿Quiere decir todo esto que elevar el tono o ser duro es necesariamente malo? Por supuesto que no.
Para mí, la verdadera cuestión es que a Podemos siempre le ha ido bien la enorme diversidad y coralidad que muy pronto eclosionó en su seno. Tenemos excelentes representantes, de los que cabe sentir verdadero orgullo, y a cada uno le caracterizan unos estilos y maneras distintos. Esa ha sido la riqueza de nuestro partido, lo que más nos ha funcionado cuando la hemos sabido explotar: la capacidad de parecernos a nuestro país porque somos diferentes, nos movemos diferente, vestimos diferente, pero no solo con respecto al resto de partidos, sino también y de forma más importante, diferentes entre nosotros y nosotras.
Claro que hay, como decía al principio, un debate político crucial que me gustaría que estuviésemos en las mejores condiciones posibles de dar. Pero no lo reduzcamos a un esperpento de lo que realmente debemos debatir. Ahí cada cual tendrá su postura, sus matices y sus diferencias. Pero no hurtemos ese debate para tratar de pasar rodillos internos. Nos guste más o menos, para lograr encauzar el rumbo de la organización vamos a tener que contar con toda la organización. De nada sirve la política de tierra quemada, ni mostrarnos ante un país que espera soluciones como niños que peleándose por un juguete acaban rompiéndolo.
El debate que tenemos que tener es el de cómo hacer una política capaz de no perder nuestras señas de identidad, capaz de cambiar realmente las cosas, y que, sin embargo se sitúe correctamente en las coordenadas post-26J. Hay que evitar el riesgo de normalizarnos de manera mimética con el entorno, puramente adaptativa. Debemos evitar el riesgo de convertirnos nada más que en una fuerza que trata de no ofender a nadie, que busca sólo marcos ganadores, pues por este camino no conseguiremos sino dejar de ser útiles a nuestro pueblo. No se trata de parecerse a nuestros adversarios: si veo una copia, mejor me quedo el original. Pero debemos evitar también el riesgo de perder el contacto con gente que procede de culturas políticas diversas y que aún no se identifica con nosotros. Debemos mantener la voluntad de hablar a todos y todas, vengan de donde vengan, sin presuponer compartimentos estancos.
Aunque sé que ya es repetitivo, me voy a referir a Ada Colau, con sus políticas firmes, sus palabras claras y su capacidad para empatizar con la gente, como el ejemplo más claro en este momento de cómo es posible sintetizar ambos polos y evitar ambos riesgos.
Cuando Ada Colau puso sobre la mesa el tema de los refugiados en nuestro país, apenas se había hablado de ello. Ningún político tenía la valentía de hablar de verdad sobre un tema cuyos réditos parecían inexistentes y que podía ser completamente impopular. Todo el mundo sabía que podría despertarse una pulsión xenófoba latente en la sociedad española que nos hiciera "perder transversalidad". Hacen falta muchas agallas para hacer lo que hizo la alcaldesa de Barcelona: tomó decisiones políticas arriesgadas y se mojó, con un discurso clarísimo pero expresado en unos términos que resultaron comprensibles para todo el país, los de la solidaridad, los Derechos Humanos y los deberes democráticos.
Con ese movimiento logró de pronto partir el campo político en dos: de un lado los defensores de la justicia; del otro, los políticos mezquinos que apartan su mirada ante el dolor de miles de personas inocentes. Eso fue articular de verdad un discurso que politiza el dolor, fue una forma de demostrar que se puede ser transversal sin rebajar ni un ápice nuestros principios, sin renunciar a posicionarnos políticamente donde debemos y donde somos coherentes con quiénes somos y de dónde venimos. Convirtió a los refugiados en pura centralidad política y obligó a todos los partidos a moverse, aunque fuera en términos gestuales. Lo hizo sin ninguna necesidad de cambiar el tono dulce en ocasiones, firme y contundente en otras, que siempre la ha caracterizado. Creo que así funcionó el 15M, y que ahí está el reto de recuperar esas esencias originales de las que tanto oímos hablar últimamente. Debemos saber identificar las brechas para abrirlas. Debemos ser firmes en nuestras convicciones sin perder el objetivo de convencer a todos los que aún no las comparten. Son equilibrios complicados, imposibles de reducir a dicotomías excluyentes. Pero es que nadie dijo que esto de hacer política con voluntad de ganar fuera a ser fácil.