Los Guiñoles, San Quintín Y Sara
Como si de una broma cruel del destino se tratase, la selección española se enfrenta a la última que ha podido echarnos de un gran torneo internacional: Francia.
Como si de una broma cruel del destino se tratase, la selección española se enfrenta a la última que ha podido echarnos de un gran torneo internacional: Francia, un equipo que en los últimos doce años nos ha eliminado dos veces. La primera, en la Eurocopa de 2000, con aquel penalti al limbo de Raúl en Brujas y la última, en Hanóver (Mundial de 2006), en aquel día en el que íbamos a jubilar a Zidane pero en el que el genio de Marsella demostró que aún le quedaban un par de cosas que decir.
Hace cuatro años acabamos con el gafe de Italia y todos deseamos que este año, en Ucrania, podamos deshacernos del que nos persigue ante nuestro incómodo vecino, al que jamás hemos derrotado en partido oficial. Desde luego, no se me ocurre mejor ocasión que esta. Desde que somos buenos (o ricos, como dice Del Bosque), no nos hemos cruzado en su camino.
Y además, tenemos alguna cuenta pendiente que resolver. Este ha sido el año de los guiñoles, esos simpáticos muñecos de látex de tanto éxito al otro lado de los Pirineos. Con Nadal, Gasol o Casillas como objetivos, han provocado las iras más patrióticas del aficionado español, con insinuaciones no precisamente disimuladas de que los últimos éxitos de nuestro deporte se deben al doping (vamos, como cuando Virenque ganaba la clasificación de la montaña del Tour sin despeinarse).
Rafa Nadal, de cuyo diámetro de bíceps se bromea bastante en Francia, se encargó hace un par de semanas de resarcirnos ganando su séptimo Roland Garros y volviendo a hacer sonar la Marcha Real en París. Y justo siete días después de que nos juguemos los cuartos en Donetsk contra los irreductibles galos, comienza el Tour, eso sí, sin Alberto Contador, otro de nuestros buques insignias en la guerra psicológico-deportiva entre Francia y España. No parece que haya ningún español que tenga opciones reales de subirse de nuevo a lo más alto en los Campos Elíseos, pero todos confiamos en que se dejarán ver bastante.
Como decía, este España-Francia es el partido que nuestra parte valiente deseaba pero el que nuestra parte no tan brava temía. Y es que si ganamos, será difícil que la tan efervescente euforia natural de los españoles se detenga ante lo que venga después (llámese Portugal, llámese Alemania), amén de que tendrá un valor anímico similar al de la Batalla de San Quintín, porque, no nos engañemos, hay pocas cosas que nos molen más que ganarle a un francés. El problema, ¡ay! es si perdemos... Tendremos que aguantar las portadas de L'Equipe, los guiñoles y demás bombos y platillos, mientras con toda seguridad iniciaremos una mini guerra civil buscando culpables, porque después de ganarle a un francés, lo siguiente que más nos hace gozar es pelearnos entre nosotros.
Por desgracia, las dotes adivinatorias no están entre mis virtudes, pero yo tengo plena confianza en la selección. Y si tuviera que apostar, lo haría por España.
No quería acabar el artículo sin hacer una breve reflexión acerca del fenómeno "Gracias, Sara". Para los no adictos a Twitter, explicaré que estas dos palabras fueron trending topic mundial durante tres días, en forma de bromas sobre Sara Carbonero, la reportera a pie de campo de Telecinco y pareja del capitán de la selección Iker Casillas, al parecer a causa de la supuesta brevedad y banalidad de los comentarios de la periodista.
En España nos reímos de todo y de todos. Y me parece fenomenal, yo soy el primero que lo hago. Pero la línea entre la broma y el linchamiento es, a veces, demasiado estrecha. Decía el otro día el gran Ramón Trecet que la mayoría de los tuits eran "de un sexismo repugnante". Es cierto (y los he visto escritos también por mujeres). Sara Carbonero, y no voy a entrar en su desempeño profesional, porque no soy juez de nadie ni lo quiero ser, es guapa y es la novia de un deportista celebérrimo en nuestro país. No sé si estos son los únicos y verdaderos motivos por los que está en Polonia (y Ucrania) y la verdad, no me importa. Pero creo que nadie se merece ser tratado así, máxime cuando no ha hecho nada malo. Ni siquiera ha expresado una opinión conflictiva o ha cometido un error garrafal. Pero ojo, no pienso sólo en Sara Carbonero (que me temo que tiene que estar acostumbrándose ya al precio de la fama), sino en su familia, en sus padres, en sus amigos. No concibo como alguien, después de escribir dos o tres (o veinte o treinta) tuits de mal gusto, no tenga la empatía suficiente para pensar, durante cinco segundos, en cómo se sentiría en el lugar de la otra persona. Y eso no sé si me da más miedo que pena.