En torno a Elena Ferrante
No creo que Claudio Gatti, el periodista que ha desvelado quién se esconde detrás de Elena Ferrante, sea machista por eso, como dicen algunas críticas muy conocidas. Tampoco creo, por supuesto, que sea un defensor de la libertad de expresión. Es solo un síntoma del mal de nuestro tiempo: la fascinación descerebrada por el dinero y el éxito, que alimenta una monstruosa industria del voyeurismo.
Sexo, mentiras, dinero y... libros. Esta es la inusual combinación que nos ha llevado a hablar, de nuevo, de Elena Ferrante durante los últimos días. Todos, o al menos todos los devotos de sus novelas, habréis leído la noticia: un periodista italiano ha desvelado la identidad de la misteriosa autora del cuarteto napolitano (buscad #fiebreferrante si no los habéis leído: La amiga estupenda, Un mal nombre, Las deudas del cuerpo, La niña perdida), rastreando las liquidaciones de derechos de una traductora de nombre nada napolitano, Anita Raja, inopinadamente altas: unos tres millones de euros. Como traductora que he sido puedo confirmar y confirmo que esas liquidaciones, en efecto, no son el sueldo de un probo traduttore, traditore. La liebre ha saltado y el debate ya no gira alrededor de la identidad de la autora, ni su sexo (se había especulado con que era un hombre), sino del proceder de Claudio Gatti, el periodista delator.
Michiko Kakutani, la temida crítica literaria de The New York Times o la escritora británica Jeanette Winterson, entre otros, han repudiado las acciones de Gatti acusándole de «vil, tóxico, rastrero» y tachando su investigación de «violenta y brutal», llevándola incluso al terreno del machismo. Elena Ferrante desde el principio declaró que «no creo que el autor tenga nada decisivo que decir sobre su obra» o «mentiré cuando sea necesario proteger mi persona, mis sentimientos o para evitar presiones» y se negó repetidamente a revelar su identidad, así que es innegable que Gatti ha violado el derecho a la intimidad de la escritora. Para hacerlo, Gatti se escuda en la contradicción entre la narrativa de Ferrante y su personalidad verdadera, y en su derecho como periodista a denunciar la impostura.
(Abramos un inciso aquí: separar autor y personaje es el ABC de cualquier manual de teoría literaria. Y el DEF es saber que el autor y sus personajes son indisolubles. Bienvenidos al traidor y maravilloso mundo de la ficción y de la literatura.)
No creo que Gatti sea machista. Tampoco creo, por supuesto, que sea un defensor de la libertad de expresión. Es solo un síntoma del mal de nuestro tiempo: la fascinación descerebrada por el dinero y el éxito, que alimenta una monstruosa industria del voyeurismo. Si Elena Ferrante hubiera publicado sus libros sin el menor beneficio comercial, como cientos y cientos de autores que publican bajo seudónimo (le pasó a la propia J.K. Rowling con su seudónimo Robert Galbraith), a nadie le importaría un comino si es un hombre, una mujer o un extraterrestre de Alfa Centauri. Gatti tampoco violenta la intimidad de Ferrante porque le parezca mal que busque el anonimato, o porque se invente una Nápoles que quizá no conoce de primera mano: lo hace porque le ha ido bien, y porque la ley no escrita del Talión es que a cambio del éxito, la intimidad desaparece. Les sucede a los actores de Hollywood, a los famosos de quince minutos de la tele y ahora, cuando apenas quedan misterios por resolver excepto los del Íker Jiménez, parece que también les toca el turno a los escritores que alcanzan el paraíso del best-seller. Así que tranquilos todos y todas: Gatti es un simple paparazzo, pero ni siquiera tiene el bueno gusto de parecerse al adorable Marcello Mastroianni, el único a quien le perdonaríamos esta hazaña. Pero claro, es que Marcello nunca lo haría.