Madrid 1980
En 2010 la revista 'Monocle' colocaba Madrid entre las diez capitales mundiales en calidad de vida. No era cierto, pero tampoco que ahora se halle en decadencia por culpa del equipo municipal. Ningún equipo municipal, por malo que sea, tiene efectos tan profundos ni tan inmediatos.
Que Madrid no resiste la comparación hoy día con Barcelona como destino turístico o ciudad escaparate está claro. La culpa la pueden tener en parte sus gestores, a los que históricamente ha faltado ambición internacional, amplitud de miras y, no es baladí, hablar inglés. Pero la culpa también la tiene el tiempo que nos ha tocado vivir.
En la cultura del ocio y del entretenimiento el Museo del Prado, el Retiro o el Palacio Real pierden claramente la batalla ante una postal con un edificio de Gaudí, una buena playa o la magia de un gol de Messi. El furor por el neoclasicismo a lo mejor se pone de moda algún día pero tardará un buen rato en aparecer.
Para colmo es interior y está escorada hacia el sur lo que hace que los viajeros transoceánicos la esquiven con facilidad en sus tours europeos de 10 días de duración o en sus cruceros por el Mediterráneo.
Hace no tanto, en 2010, la revista Monocle colocaba Madrid entre las diez capitales mundiales en calidad de vida. No era cierto, pero tampoco que ahora se halle en decadencia por culpa del equipo municipal. Ningún equipo municipal, por malo que sea, tiene efectos tan profundos ni tan inmediatos.
Se ha puesto de moda decir que el Madrid de los ochenta tenía lo que le falta al Madrid de hoy, una narrativa, una imagen internacional, la de la noche, la movida madrileña. Quizás fuera así para unos cuantos baby-boomers, bastantes de los cuales estudiaban en el Liceo Francés y otros colegios de élite de la capital.
Otros lo recordamos de otra manera. Recordamos casas en las que las madres se pasaban la vida escondiendo esos monederos que entonces todavía hacían clic en los sitios más inverosímiles para que sus hijos no se lo robaran y meterse un chute de heroína. Nos vienen a la memoria esos hijos que acudían por primera vez a un entierro no porque se hubieran muerto sus abuelos sino alguien que tenía su misma edad. También me acuerdo de aquellos señores que nunca serían lo suficientemente modernos en toda su vida para ponerse un pantalón vaquero y tenían que tomar tres locomociones, como decían ellos, para ir desde Leganés hasta el Corredor del Henares a trabajar en alguna de sus fábricas. Esos mismos hombres que pasaban el fin de semana andando sin rumbo con sus mujeres, mirando escaparates y con el transistor en la mano escuchando el Carrusel Deportivo. De los chavales que jugaban al fútbol en descampados y hacían porterías colocando un pedrusco a cada lado. De esos mismos descampados donde cualquier chaval podía encontrar una jeringuilla, una revista porno, un preservativo o las tres cosas a la vez. De esas escaleras donde nada más abrir la puerta olía a repollo, bueno, es que había casas donde olía a repollo siempre.
Recordamos los tirones, los llamados quinquis (qué palabra más anacrónica) que se apostaban en las salidas del metro y desvalijaban a los chavales con sólo mirarlos. José Luis Martínez, el Pirri, era uno de los más famosos por donde yo vivía. Incluso hizo películas. En los ochenta había comercios que tenían un perro atado a la pared y presto al ataque si las cosas se ponían difíciles. Hoy se habla de los alunizajes en las boutiques de lujo de Serrano. Entonces los cristales se rompían para robar unas calculadoras japonesas que eran lo máximo.
Tenemos grabadas en la memoria los chatarreros que todavía en algunas partes pasaban en carro tirado por mulas, los rebaños de ovejas que se avistaban de cuando en cuando por algún cerro donde la ciudad terminaba abruptamente, las primeras bibliotecas municipales de los barrios en los que a los libros y comics relucientes que poblaban las estanterías se les trataba con el respeto con que se trata a la mercancía escasa, delicada, inaccesible para los que los únicos libros que había en casa eran las enciclopedias del mueble bar.
No se nos olvida el fútbol en campo de tierra y las rozaduras, los metros con asientos de madera en los que de vez en cuando se apagaba la luz a veces durante más de un instante, las tardes que nuestros hermanos mayores pasaban bebiendo litros de cerveza, hablar de ir a Madrid cuando uno iba al centro como si se tratara de otra ciudad, la tristeza de los domingos por la tarde en los barrios de la periferia aunque uno no fuera un jubilado.
Y aunque bastantes de estas cosas suenen a letra de canción de Joaquín Sabina, no era el Madrid de la movida precisamente.