El Panamá que no conozco es inmenso
A veces, paseando a los pies del cerro Ancón, me parece divisar a Graham Greene, tocado con un borsalino y vestido de lino blanco, pajarita y andar pausado. El viejo Graham me hubiera contado bien la historia de ese Panamá que no conozco y que, no hace mucho, tuvo aspiraciones de ser la Suiza del Caribe.
Canción recomendada: Lágrimas negras, Bebo & Cigala.
El Panamá que no conozco es inmenso. Se desdobla por las calles y los valles, por las avenidas y los cerros, por las islas, por el cielo. Y se esconde en su leyenda. El otro Panamá es uno y ciento. Sabe diferente en cada trago, amargo como la sangre que tiñe las charreteras de los militares que formó el gringo para matar en la Escuela de las Américas, dulce como el guarapo que se exprime cada día en el Mercado de Abastos y se vende fresco y barato. El otro Panamá se me presenta despacio. Me lo enseñan amigos como Mario, que me llevó el otro día a desayunar un dim sum tan bueno que por un rato me pensé en la lejana China. Se esconde en cada esquina y hay que saber mirar para encontrarlo. Y bucear en la historia, para entenderlo.
A veces, paseando a los pies del cerro Ancón, me parece divisar a Graham Greene, tocado con un borsalino y vestido de lino blanco, pajarita y andar pausado. El viejo Graham me hubiera contado bien la historia de ese Panamá que no conozco y que, no hace mucho, tuvo aspiraciones de ser la Suiza del Caribe. Quizá se quedó solo en un Tánger de entreguerras. turbulento, lleno de espías e intrigantes, asesinos a sueldo, la CIA, el Mossad, una bandera de conveniencia y un canal de Panamá que no ha sido de Panamá desde que a Teddy Roosevelt se le ocurrió inventarse el país en 1903 hasta hace unos años.
En aquel otro Panamá se conocieron Perón e Isabelita y murió el Sha en la isla de Contadora. Allí vivió y gobernó un tal Torrijos, don Omar, que murió -le murieron, más bien- en una mala tarde en la que los defensores de la libertad decidieron que había dejado de ser inofensivo. El general, que solo tuvo un vicio, el de beber (que no el de matar), buen amigo de Greene, decía que no quería entrar en la historia. Él solo quería entrar en la zona del Canal. Descanse en paz, lo consiguió aunque no lo viera, por mucho que le pesara a todos los que se revolvían en Washington viendo cómo el Imperio perdía su última colonia.
Paseando por esas calles que serpentean antes de subir al cerro Ancón se ve aun el vestigio de ese otro Panamá, aquel en el que no podían entrar los panameños y en el que las casas aun conservan ese aire de otro tiempo, como de otro lugar por el que no han pasado los años. El soberbio edificio de la Administración del Canal, la antigua base de Clayton o Fort Amador son restos del pasado que nos recuerdan quién mandó aquí durante los últimos cien años. También son restos del pasado todas las minas que han quedado por explotar plantadas en territorio panameño. Y los nombres de esos niños a los que sus padres pusieron nombres como Usnavy. Sí, de US-NAVY... un despropósito, pero un despropósito real como la vida misma.
Mercado de mariscos. Foto: AM.
Después de Torrijos llegó el caos con cara de villano de película de la Hammer, con la cara picada de viruela y del que los panameños no hablan mucho. Supongo que por vergüenza. No es para menos. Por respeto a ellos, yo tampoco le nombraré. Los años de su Gobierno fueron un marasmo, un caos de corrupción y corruptelas, espionaje y saqueo. Señores con corbata maletín en mano, agentes dobles con aviesas intenciones, pucherazos, asesinatos, un país entero en venta con lindas vistas al mar y aires de escenario de novela negra rellenan el perfil del Panamá de los 80... No se cómo Manolo Vázquez Montalbán no mandó a Carvalho, Pepe para los amigos, a investigar qué hacía aquí el hijo de Jordi Pujol haciendo negocios con un tal Rosillo en aquellos días de vino y rosas panameñas.
Pero dejemos estos temas tan burdos. Hay, aun, otros Panamás que me aguardan. El de los almojábanos y los tasajos a la criolla para desayunar. El de la selvas y las islas. El de los ríos. El de los enverá, los guaymies o los teribes. El de Chiriquí o San Blas. El de los esfuerzos de gente como la del Proyecto Paila, que pelean por conseguir una alimentación digna para los niños sin recursos del país. El del tiempo, que, como decía el gran José Luis Sampedro, no es oro, porque el oro no vale nada. El tiempo es vida.
Panamá es mi tiempo ahora, mi vida, y corre deprisa y despacio. Llevo en esta tierra más de dos meses y no he parado. Sin embargo, las manecillas del reloj pierden ritmo cuando me acuerdo de lo que me falta. Pero ya queda menos. Hay que mantener la esperanza.
Panamá me espera. O como diría Rubén Blades "Muevete".
Sed curiosos.
Besos y sus cosas.