El espíritu negativo y el 'progreso' mal entendido
Mantener las convicciones y los principios morales así como seguir indagando en la visión que uno mismo tiene del universo son un ejemplo de los mecanismos que podrían evitar que el terror y la confusión nos lleven a arrojarnos en las manos de la venganza para borrar de un plumazo el presente.
Foto del escritor británico G.K Chesterton
Al leer el artículo que publicó John Carlin en los primeros días de este nuevo año en EL PAÍS (bajo el título "El año que vivimos confusamente") sobre lo que podría denominarse como el alegre estado de bienaventuranza que le cabe esperar al mundo en 2016 (y que puede resumirse con su párrafo final de énfasis: "Hay motivos para sospechar que de aquí a fin de año viviremos con más miedo y confusión que hoy"), me sobrevino la imagen pétrea, estática y derrotista de lo que entiendo por un espíritu negativo (diferente de un espíritu crítico). No obstante, nada de lo que afirma carece de sus partes de verdad, y casi todo lo que referencia en su desarrollo sería fácilmente robustecido por cifras empíricas sobre la persistencia o el crecimiento de la violencia, el hambre, la guerra, el terrorismo, el racismo y la desigualdad que inundan los ríos subterráneos de nuestra civilización, tan contaminada por el deseo fatuo de poseer lo inútil como por su falta de ambición para trascender la explotación de las ideologías.
Al mismo tiempo, el revisionismo histórico que sintetiza Carlin no deja de ser un análisis seleccionado por sus preferencias, sin tener en cuenta la volatilidad de todos los factores que han ido propiciando los efectos que vivimos en nuestros días y que, de un modo u otro, encaminan el porvenir. Mi propósito es hacer una crítica del espíritu negativo, para contraponer al estado de "miedo y confusión" profetizado un estado de acción política con motivos morales.
El espíritu negativo comienza su gestación plácidamente. Tal y como apuntó Chesterton, suele hacer acto de presencia con cierta ligereza, por ejemplo, cuando entre los asistentes a una mesa camilla alguien, a veces inocentemente, sostiene algo así como que "la vida no vale la pena", "el mundo no tiene arreglo", o "los tiempos pasados fueron mejores y más fáciles para vivir". Un tono de este calibre, frecuentemente imbuido por el egoísmo de aquel que quiere propagar un cierto resentimiento entre sus aliados más allegados, suele desembocar en el hastío general (gracias a la intervención alarmada de nuestra secuencia biológica pues, llegados a un punto, el bostezo y la represión rescatan a la consciencia de un impulso artificial hacia el suicidio y de otro que tiende al disfrute con la destrucción de la realidad). Efectivamente, a todo el mundo le parece absurdo pensar que una opinión de ese tipo pueda provocar consecuencias directas y materiales en un grupo amplio de personas o en una sociedad.
Pero ¿y si no fuera así? ¿Es tan descabellado pensar que el pesimismo catapulta la entropía de cualquier organismo sensible y complejo, negando además la vitalidad y la ortodoxia necesarias para fortalecer las virtudes de una sociedad? (virtudes de las que todos sus ciudadanos serán responsables y artífices porque las practicarán e, igualmente, serán responsables de todos los vicios y corrupciones que predominen en ella).
El "dejarse llevar", en cuyo trasfondo se roba la importancia cultural y política que tienen las inclinaciones hacia la teorización de la confusión y el terror como único resultado esperable de un conflicto cultural y religioso (extinguiendo la capacidad de transformación y asumiendo el problema como "sin solución"), es una forma de ocultar la fuerza de la indagación de la acción humana. Es un modo de sesgar el espíritu de curiosidad por lo trascendente, en el sentido de otorgar el valor de lo que es incuestionable a las leyes de la naturaleza con carácter de exclusividad; según lo cual, nada de lo que sea dicho por debajo de esa posición jerárquica realmente importa. ¿Para qué sirve entonces la libertad de la modernidad si reflexionar sobre la naturaleza humana, ahora que al fin todo el mundo en Occidente puede hablar de ella, carece de importancia y de valor científico alguno?
En aquellas épocas históricas (anteriores a "Voltaire y Darwin") que evoca Carlin como supuestamente más simples porque las personas tenían una menor amplitud en la gama para tomar decisiones sobre su vida social o simplemente porque solamente era aceptable, por la naturaleza de los gobiernos instaurados, dar cuentas ante un puñado de personas ilustres y de los acaudalados, curiosamente la restricción era la norma predominante e irreversible (y solo los "ortodoxos" nombrados oficialmente por el régimen de turno eran los que estaban autorizados para conversar sobre lo que más le convenía al hombre por naturaleza).
¿Será que en nuestro presente se ha vuelto ineficiente que todos podamos destinar tiempo y recursos de nuestras vidas para debatir sobre cómo funciona el mundo y el universo? O acaso para entender si es lo correcto o lo justo bombardear Siria y pactar con Putin y Asad ¿no es bueno saber elucidar entre las consecuencias de aplicar la doctrina utilitarista de J. S. Mill o la dogmática de I. Kant?
Cierto que algunos pueden considerar que todas estas dudas morales no son una oportunidad constructiva para salvar vidas, y menos para desarrollar el intelecto y engranar a la postre mejoras en las instituciones y en nuestra propia visión de la realidad, sino que demandan un uso de energía nada práctico que en absoluto merece la pena malgastar, puesto que únicamente crearán retraso para activar las acciones que traerán la paz, lo que en última instancia generará más víctimas. A pesar de la lógica de esta premisa, soy más de la opinión, como sostienen Chesterton y el jurista y filósofo estadounidense Michael Sandel, de que cuando conozco a una persona y pienso que es merecedora de mi confianza para que gestione cuestiones prácticas que me afectan, lo que más valoro por delante de todo lo demás es la filosofía en la que cree, la visión que tiene del universo.
Carlin parece lamentar la complejidad del mundo por lo inconmensurable que resulta para un ciudadano contemporáneo tratar de comprender lo que sucede en él y que aun así, en su presunto velo de ignorancia, quiera participar de la toma de decisiones. Se trata de un mundo que el espíritu negativo retrata como sellado por una mayor densidad de lo que es irracional y donde prevalece el mal hasta el punto de quebrar las armaduras de fe de quienes no deberían llevarlas como defensa (como el caso del arzobispo de Canterbury que es citado en el texto por el periodista británico). Pero el proyecto de hombre social no puede conformarse jamás con la evasión inconsciente, abandonando el desafío de resolver lo que aparentemente es imposible.
¿Cómo podré decidir libremente si hay algo bueno en restringir los derechos humanos de refugiados procedentes de Siria o permitir violar la intimidad de las comunicaciones de todos los ciudadanos para combatir el terrorismo de Dáesh (con las consecuencias debilitadoras para la seguridad de no hacerlo) si antes no puedo discriminar si hay algo bueno en hacer estallar las máximas de universalidad que están consagradas en el corazón de esos derechos? A la hora de traer al mundo una nueva vida, como a la hora de sacrificarla, antes de evaluar si hay algo bueno o de injusticia en esas acciones, ¿no es conveniente tratar de averiguar si hay algo de bueno y de justicia en la propia naturaleza del hombre? Quien considere que es una pérdida de tiempo debatir sobre tales cuestiones asumirá que bajo su liderazgo el laicismo difícilmente hubiera prosperado en la historia, y en otro sentido, estará consolidando la idea de que un ejército disciplinadamente dogmático que no atiende a razones de justicia o de derecho (salvo a sus propios intereses) resulta íntegramente inhumano, por lo que no será derrotado a no ser que sea esclavizado o exterminado.
La realidad es sucia y está agrietada pero también es geométrica. El progreso es una de las nociones peor explicadas y de las más retorcidas en Occidente, lo que ha favorecido el hecho de que el surgimiento de nuevos líderes no esperados sea siempre acompasado por el látigo de los pesimistas, advirtiéndonos de lo "peligrosos" que pueden llegar a ser si "encandilan a las masas". Sin embargo, el racismo, el antisemitismo o el orientalismo que caracterizan los programas de algunos partidos centroeuropeos que están actualmente en ascenso precisamente no son nada nuevo, y sus causas psicológicas y socioeconómicas fueron sobradamente diagnosticadas durante las décadas de los setenta y ochenta, años en los que la manipulación histórica decimonónica sobre la superioridad de las culturas y las razas fue científicamente criticada y convenientemente ridiculizada. Desde entonces, ¿qué ha impedido que se hayan puesto en funcionamiento los procesos necesarios para remediarlos y para que no volvieran a brotar?
Deshilachar a las "masas" de su estado heterónomo es lo que los programas democráticos (educativos, culturales y sociales) más avanzados han tratado de hacer desde 1945 con mayor o menor fortuna, posibilitando que todos los ciudadanos puedan aspirar a pensar por sí mismos (mucho más que expresarse libremente) para encontrar autónomamente los motivos de sus acciones (es decir, sin que tengan que esperar a que ninguna coyuntura ni élite les impongan la conveniencia de hacer ciertas cosas). El significado de "progreso" posee un valor material evidente: el de todo hecho físico manifestado como la pura acción de ir hacia delante, en una dirección inequívoca. Pero también ha adquirido un significado teleológico (de adscripción filosófica y moral) que implica que se está produciendo un perfeccionamiento en el estado de las cosas y las ideas.
Tiene razón Carlin al recordarnos que durante el Renacimiento para muchos millones de europeos las cuestiones relativas al "progreso" todavía se circunvalaban a realizar actos bondadosos para ganarse el "ir al cielo" o compensar los errores que podían condenarles al infierno, pero nos sorprende su olvido de que en esa época hubo también iniciativas para recuperar un dualismo menos superficial y más complejo (recuperando el neoplatonisno, el helenismo y el gnosticismo), que coincidieron con las reformas protestantes y que desencadenaron a la larga tanto el laicismo ilustrado, como el puritanismo y el romanticismo posterior. Si hubo en otros momentos de la historia de Occidente más consenso que ahora entre las clases dominantes para calificar lo que debe significar "progresar" (como receta para lograr la salvación), tan solo ocurrió momentáneamente y para algunos campos, porque en lo que se refiere a la filosofía y la moral, ambas continuaron desarrollándose con exuberancia durante los 400 años anteriores al Holocausto.
Hoy en día, los planteamientos originales relacionados con prismas y doctrinas de pensamiento no pasan de ser sendas enrevesadas para proponer cómo dar valor moral aplicando un única regla de oro o una sola escala de valor, siempre con la condición de que lo simplifique todo: el placer versus el dolor; el coste versus el beneficio; el salvar a la mayoría a costa de una minoría; el mantener los privilegios de unos pocos para asegurar los puestos de trabajo de muchos, atraer inversiones y aumentar la capacidad para endeudarse como una nueva forma de disfrute (alimentando la fantasía de vivir "como un rico").
La reflexión que le propongo a Carlin y a los que se sienten cómodos con el pesimismo honesto que destila (sin observar ninguna pega a las consecuencias del espíritu negativo), es que examinen las causas por las que ya no hay revisión alguna sobre lo que debe significar progresar, ser progresista y venerar el progreso. Este dilema debería ser el núcleo a partir del que construir un nuevo edificio para sujetar las sociedades. Revisar el modelo o paradigma no podrá ser una tarea sencilla, ni tampoco rápida ni barata. Me atrevo a expresar, como lo hicieron muchos de nuestros antepasados, que de todos los ideales demenciales y erráticos que el hombre social ha construido, el de elogiar la practicidad ha sido el más grave, al solo aplaudir y gozar con la "victoria inmediata" (lo que a su vez condena a los seguidores del desafortunado espíritu negativo a saborear el fracaso por adelantado)
En el interesante filme "El puente de los espías" (dirigido por Steven Spielberg) se materializa un esfuerzo loable (y no me refiero a la revisión histórica que propone, que es bastante tramposa) por diseccionar las causas que empujan a individuos ordinarios a convertirse en héroes. La recreación de la figura real del abogado protagonista (James B. Donovan ) se alza como paradigma del hombre ortodoxo, que no es un ser intransigente ni arrogante (como se le ha estigmatizado en la posmodernidad), sino que es un dogmático porque no tiene dudas de que hace lo correcto y lo justo, dado que tiene unas convicciones claras que no le suponen una jaula para la imaginación y el ejercicio virtuoso de la libertad, sino que lo convierten en un hombre liberado de prejuicios, que antepone los intereses de la humanidad a los suyos propios.
Mantener las convicciones y los principios morales así como seguir indagando en la visión que uno mismo tiene del universo son un ejemplo de los mecanismos que podrían evitar que el terror y la confusión nos lleven a arrojarnos en las manos de la venganza para borrar de un plumazo el presente y, a cambio, precipitar un futuro que, por mucho que los oráculos lo anticipen a imagen y semejanza de sus deseos personales, nunca podrá dejar de ser completamente incierto.