Chávez, más allá de la simpatía

Chávez, más allá de la simpatía

Como buen caudillo, conocía las preferencias de sus gobernados y sabía endulzarles el oído. En folclóricas alocuciones, expropiaba empresas, con la misma facilidad con que hablaba de su vida sexual; o insultaba presidentes con el mismo tono que ordenaba el envío de tanques a la frontera con Colombia o cerrar medios de comunicación.

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Si hay un rasgo que distinguía a Hugo Chávez, era su simpatía. En esta aprecicación coinciden tanto sus más acérrimos detractores como sus más fieles seguidores. Así lo corroboraba Gabriel García Márquez en un artículo publicado en la revista Cambio Colombia dos semanas antes de su primera posesión como presidente constitucional de Venezuela, en 1999: "Tenía la cordialidad inmediata, y la gracia criolla de un venezolano puro".

El Comandante, desde el principio, fue consciente de que esa simpatía innata, sumada a su origen popular, le podría dar muchos réditos y la supo aprovechar aun antes de llegar al poder que había de ostentar por 14 años, durante los cuales rigió y moldeó los destinos de Venezuela.

Con un lenguaje llano -no pocas veces subido de tono- el coronel se comunicaba con su pueblo permanentemente, ya en su acostumbrado programa semanal de televisión Aló, presidente, en sus giras de campaña o en sus improvisados discursos callejeros.

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Su oratoria fácil, desparpajada, le servía para inventar palabras, contar intimidades, recitar poemas, entonar canciones; recursos con los que seducía a sus adeptos casi hasta el delirio, al mismo tiempo que exasperaba y desarmaba a sus críticos cuando los tenía enfrente.

Era ocurrente e ingenioso, conocía a su pueblo, a los descamisados de los que hablara Juan Domingo Perón en la Argentina de mediados del siglo XX. Como buen caudillo, conocía las preferencias de sus gobernados y sabía endulzarles el oído. En folclóricas alocuciones, expropiaba empresas, con la misma facilidad con que hablaba de su vida sexual; o insultaba presidentes con el mismo tono que ordenaba el envío de tanques a la frontera con Colombia o cerrar medios de comunicación.

Por supuesto, lo que para unos era simpatía, para otros era arrogancia; lo que unos entendían como sintonía popular, otros lo interpretaban como populismo; lo que unos veían como justicia, otros lo calificaban como despotismo... Y en el caso del fallecido exmandatario estos contrastes se hacían muy evidentes.

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Como otros de los caudillos suramericanos recientes, Hugo Chávez, hijo de dos maestros, acudía a su origen sencillo y al discurso simple para transmitir sus decisiones, en hechos que ponían a convulsionar a sus críticos y llenaban de euforia a sus seguidores, que no eran pocos. (En las últimas elecciones, obtuvo casi nueve millones de votos).

Con su labia y su retórica, con frecuencia imprudente, este coronel supo congregar a muchos venezolanos que por primera vez sintieron que un dirigente se preocupaba por ellos; pero a la vez partió en pedazos a la sociedad venezolana. De un lado, quedaron sus seguidores incondicionales y muchos aliados de ocasión, que decidieron apoyarlo por conveniencia; como el industrial Gustavo Cisneros, uno de los hombres más ricos de Venezuela, que decidió unirse al enemigo que no pudo derrotar.

Del otro lado quedó la oposición, fragmentada, desordenada y aturdida, que solo para las últimas elecciones del pasado mes de octubre entendió la necesidad de unirse y se congregó alrededor de Henrique Capriles, lo cual no fue suficiente para derrotarlo, pero le dió los mejores resultados en los cuatro enfrentamientos con el poderoso comandante.

Pero la oposición no es la única atomizada. Como en casi todos los regímenes autoritarios, la fragilidad de las estructuras de mando es parte de su esencia; lo cual implica que ante la ausencia del líder omnímodo sus subalternos quedan en Babia.

Si bien, antes de su último viaje a Cuba, Chávez designó al vicepresidente Nicolás Maduro como sucesor, e invitó a los venezolanos a votar por él en unas eventuales elecciones, lo cierto es que su misión como timonel de la Revolución Bolivariana no será sencilla, pues su personalidad y su trayectoria lo ubican lejos, lejísimos, de su antecesor.

Por otra parte, el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, también exmilitar, tiene más empaque de Chávez. Hombre reposado, auténtico, no necesita esforzarse tanto para dirigirse a los ciudadanos y no debe acudir a la grandilocuencia de la que hace gala Maduro para tratar de conectarse con el pueblo.

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Sin duda, el exsindicalsita Maduro tiene más mundo y preparación, es más estratega; pero Cabello tiene mucha más influencia no sólo en el mundo empresarial, sino entre los militares; lo cual es un gran activo en la Venezuela de hoy, donde el papel castrense es fundamental.

Ambos hablaron en los minutos y horas siguientes al deceso de Chávez. Y lo propio hicieron también el canciller, Elías Jaua; el ministro de Defensa, Diego Morelo, y Luisa Estella Morales, la presidenta del Tribunal Supremo. Todos, sin excepción, hicieron un llamado a la unidad, en un gesto muy llamativo y que hace pensar en que allá adentro, en las tripas de la revolución bolivariana, todo debe ser un hervidero.

Como consecuencia del estilo casi absolutista que imperó en Venezuela en los últimos 14 años, ni el aparato estatal, ni las organizaciones políticas de oposición, ni la clase dirigente, ni la ciudadanía, estaban preparados para la ausencia definitiva de un hombre como Chávez, a quien finalmente le falló ese "cuerpo de cemento armado" del que hablara García Márquez.

Aun sin la figura de Hugo Chávez, es muy probable que el candidato del Partido Socialista Unido de Venezuela gane las elecciones que se deben realizar de aquí a un mes en ese país, pero es difícil predecir cuán sólido sea su poder ni qué tan amplia su capacidad de maniobra.

Para bien -o para mal, según como se mire- Chávez era un hombre muy simpático; pero también era un líder. Y para gobernar un país se necesita mucho más que carisma.

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