Pensar en los demás

Pensar en los demás

La revolución que ahora encaramos tiene que ver con la supervivencia. Es necesario cambiar las reglas para poder convivir en un grupo humano de un tamaño infinitamente mayor a los anteriores reinos, imperios y naciones. Un grupo que incluye a la totalidad de los siete mil cuatrocientos millones de humanos, a los que sumar el resto de seres vivos del planeta.

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Foto: IStock.

Por muy altas que sean las motivaciones humanas suelen estar supeditadas a nuestra condición de sujetos de necesidad. Condición que compartimos con el resto de los seres vivos y que nos obliga, en virtud de los programas de supervivencia, a anteponer la satisfacción de la propia necesidad antes que la de los demás. Por muchas capas de justificación moral con que pintemos las acciones, estas se dirigirán a calmar la propia sed, al menos un instante antes que la del resto de la tribu.

La corrupción generalizada que afecta de un modo u otro a todas las instituciones humanas tiene esta base y me temo que no escapa de ella ninguna cultura, si bien es cierto que es posible minimizarla en aquellos casos en los que se consigue un alto nivel de satisfacción de las necesidades básicas generales.

Este modo de actuación basado en la necesidad es el sustento de la propia identidad en forma de ego que delimita un yo de un tu. El egocentramiento ha sido garantía de supervivencia durante eones dado que los que no lloraban no mamaban y terminaban siendo incompatibles con la vida.

Nuestro tiempo nos ha traído un nuevo reto, hijo del proceso de globalización e interconexión experimentado en las últimas décadas. El planeta se ha transformado en un ecosistema único que ha incorporado todos los sistemas menores existentes y en consecuencia a la totalidad de los actores dotándonos de una conexión al resto del sistema. Esta situación novedosa choca con el programa egocentrado que, con toda probabilidad en el caso humano, está optimizado para grupos que no excedan el número de Dumbar. Para colectividades mayores fueron necesarias enormes adaptaciones culturales que se fueron fraguando desde la revolución neolítica, que no se basó únicamente en el desarrollo de la agricultura, sino en el arte de conseguir convivir en grupos superiores a ciento cincuenta personas.

La revolución que ahora encaramos tiene que ver con la supervivencia. Es necesario cambiar las reglas para poder convivir en un grupo humano de un tamaño infinitamente mayor a los anteriores reinos, imperios y naciones. Un grupo que incluye a la totalidad de los siete mil cuatrocientos millones de humanos, a los que sumar el resto de seres vivos del planeta.

También necesitaremos contar con la ayuda de líderes que den ejemplo en este tránsito, personas capaces de anteponer el bien común al propio y que al hacerlo nos lo pongan un poco más fácil a los demás.

La alternativa consiste en conseguir un modo de pensar, sentir y actuar ecocentrado cuya prioridad máxima no sea la supervivencia propia sino la de la totalidad del grupo. La naturaleza nos propone ejemplos en las complejas colectividades de hormigas, termitas o abejas y en otros muchos casos. A nivel de ingeniería social harán falta herramientas que favorezcan la necesaria toma de conciencia y adaptación a un cambio del que dependerá la entera supervivencia de la especie. No es matemática, ni económica, ni ecológicamente posible mantener un ritmo de consumo de recursos basados en el beneficio de una colectividad inferior a la totalidad. El decrecimiento es el único camino posible antes de que crucemos el punto de no retorno que nos lleve más allá de la capacidad de adaptación del planeta. Para integrarlo necesitaremos reformular el valor del bien común y en consecuencia del bien propio. Aprender a escalar cada cual en el lugar que le corresponda, ajustando la propia escala de valores a una nueva forma de considerar al ser humano como una única familia y no como un conjunto de naciones con intereses contrapuestos.

Seguramente necesitemos rescatar el mensaje de unidad y fraternidad que todas las tradiciones culturales contienen dentro de los frágiles vasos de las religiones. Vasos que en una gran proporción han quebrado su exterior de ritos, dogmas y creencias al no poder competir con la visión científico racional de nuestro tiempo. El contenido de esas ánforas sigue manteniendo un enorme valor. Más allá de la capa de creencias hay un pozo de sabiduría, búsqueda y desarrollo de capacidades humanas que no sería inteligente desdeñar.

También necesitaremos contar con la ayuda de líderes que den ejemplo en este tránsito, personas capaces de anteponer el bien común al propio y que al hacerlo nos lo pongan un poco más fácil a los demás. Personas capaces de dialogar pacíficamente con las corrientes fundamentalistas, nacionalistas y populistas que se alcen para promover el bien de una comunidad frente a las demás. Que nos expliquen, de una forma que podamos comprender, que esas posiciones que quizá tuvieron un sentido histórico ya no lo tienen si nos planteamos una supervivencia que forzosamente tendrá que contar con la totalidad de la humanidad.

Finalmente, será necesaria una toma de conciencia global para la que quizá sirva la posibilidad de interconexión de la que disponemos. Necesitamos a los demás para sobrevivir, a todos los demás. Saberlo y sentirlo profundamente será el primer paso para encaminar nuestras acciones hacia ese necesario encuentro que no será sencillo para muchos.

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