Resulta que mi educación en una universidad de la Ivy League no vale un pimiento
En lugar de plazos y proyectos, lo que tengo delante son más solicitudes, redes de contactos y rutinas vacías, salpicadas con alguna entrevista que otra. Siempre hay un candidato mejor. Una y otra vez.
La economía es un concepto abstracto. Cuando uno está sentado en un aula soleada o bajo los magnolios de un patio en Yale, ni la bolsa ni las últimas cifras de (des)empleo parecen especialmente acuciantes. Estoy seguro de que durante mi estancia en la universidad, en los primeros años posteriores a la crisis y la Gran Recesión, habría sido incapaz de decir los datos económicos fundamentales ni de qué manera iba a mejorar (o empeorar) nuestras vidas la última propuesta del Gobierno. No sabía si el espectro del subempleo me iba a afectar ni cómo, y, la verdad, prefería no pensarlo. Era todo demasiado siniestro, y lo único que quería era obtener mi título lleno de buen humor, y recuerdos agradables, hacer un viaje en verano con mis amigos, y después empezar a buscarme la vida.
Cómo echo de menos aquellos tiempos.
Resulta que la tasa de paro no es un concepto tan abstracto, después de todo. Es una mazmorra asfixiante, llena de monóxido de carbono. Todo el mundo sabe que la economía está mal, así que todo el mundo parte de hipótesis que, sumadas, están transformando el mundo. Los que contratan ven ante sí una abundancia de recursos humanos y los dan por supuestos. Las personas que tienen trabajos bien remunerados, con buenas prestaciones, tienen miedo de dejarlos, así que no cambian. Quienes ocupan puestos mediocres y carecen de futuro profesional siguen soñando, pero no se atreven a ir en busca de quimeras, para no morir en el intento. Y los que acaban de graduarse en la universidad, con todo tipo de premios y buenas notas pero llenos de deudas, se conforman con cosas claramente por debajo de las que les corresponden.
Por eso nos encontramos con licenciados de la Ivy League que languidecen en una deriva perpetua (qué curioso que el papa emérito Benedicto XVI asegure que no existe el limbo). Eso es lo que nos ha pasado a mí y a muchos de mis amigos durante el último año. En la universidad, aspiraba a tener una carrera prometedora en política exterior, relaciones internacionales o el sector de la defensa, debido a mi relación con el Ejército (mi padre es militar de carrera, mi madre fue policía militar, mis hermanos menores están en el ejército y un tío abuelo mío murió en Vietnam, de modo que es algo de familia). Pero los recortes en defensa son cada vez mayores y eso ha hecho que mis sueños queden aplazados.
Por consiguiente, en lugar de un horario de oficina, he adoptado una serie de costumbres. Dado que, por lo visto, mi preparación está por encima o por debajo de la que se requiere prácticamente para cualquier cosa -ocupar un puesto en la Administración, trabajar en alguna ONG, ser asistente en una oficina legal, cualquiera de los trabajos que aparecen en las ofertas de empleo-, hago prácticas y otros trabajos temporales con el fin de obtener unos ingresos esporádicos. A veces acudo a actos en Washington o fiestas en Arlington para hacer contactos prometedores, con el mismo fervor de quien va en busca del caldero de oro al final del arco iris de un campeonato ganado por Notre Dame. He rellenado más solicitudes de las que soy capaz de contar, y prefiero no contarlas, para recibir agradables sorpresas en vez de sentirme frustrado. Estoy aprendiendo a evitar conversaciones incómodas sobre a qué me dedico ahora con todo tipo de gente, desde familiares hasta queridos amigos a los que ya casi no veo porque están demasiado ocupados haciendo cosas de valor para la sociedad.
En lugar de plazos y proyectos, lo que tengo delante son más solicitudes, redes de contactos y rutinas vacías, salpicadas con alguna entrevista que otra. En una organización política sin ánimo de lucro me enteré de que soy encantador, y en una empresa de comunicaciones, de que tengo demasiada experiencia. Otros entrevistadores me han dicho, muy convencidos, que tengo mucho talento y una gran preparación, y los colegas en los lugares en los que he hecho prácticas me aseguran de que tengo una fantástica ética de trabajo. Aun así, siempre hay un candidato mejor. Una y otra vez.
En algún momento dejé de contar los días. Creo que este fin de semana es mi cumpleaños, pero, la verdad, ¿de qué vale un fin de semana cuando no hay días laborables? ¿Qué diferencia hay entre un lunes y un jueves cuando no se tiene motivo para soñar con el fin de semana? En la era de YouTube, Netflix y las grabaciones de televisión, ¿qué más da saber qué hora es de qué día? Ignorar la danza cíclica del cielo ayuda a disipar la molesta sospecha de que tal vez no tengo la inteligencia, la preparación ni los contactos necesarios para que me llegue esa fantástica oferta de algún despacho del Congreso, algún think-tank washingtoniano o cualquier otro sitio que pudiera reafirmar mi lugar en la economía mundial.
De vez en cuando escribo alguna colaboración, porque me encanta investigar, saber de política y comunicarme con el mundo exterior. Soy sociable y sé manejar las palabras. En una buena semana, cientos y miles de personas leen lo que cuelgo en mi blog, mi cuenta de Twitter o algún otro sitio (como The Huffington Post o The Daily Caller). Incluso recibo correos de seguidores de todo el mundo. Es apasionante y alentador. No es precisamente una carrera profesional (todavía), pero, cada vez que veo que algo que he escrito gusta, se retuitea, se reproduce en otro blog o en cualquier otra variedad de los ubicuos medios sociales, recuerdo que tal vez sí pueda tener un futuro haciendo las cosas que adoro hacer.
Sigo pensando que Estados Unidos es la tierra de las oportunidades. Supongo que, en la vía hacia la prosperidad duradera, debemos sufrir alguna hambruna. Para estudiar en Yale tuve que pedir prestados varios miles de dólares cada año, y en la actualidad me han concedido mi segundo aplazamiento de la deuda por desempleo. Imagino que la prosperidad a largo plazo será eso: a muy largo plazo.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.