'High Rise': un cordero con piel de lobo
Buñuel, Lang o Eisenstein se convirtieron en pioneros de una forma de entender la imagen que se recupera cada cierto tiempo para intentar mantener el arte en una industria que parece despreciarlo. El testigo lo recogieron después Kubrick o Herzog, y ahora Iñárritu, Wes Anderson o Ben Wheatley, director de High Rise, en la que ha empleado todo el imaginario del cine surrealista y simbólico.
La imagen es lo primero que se queda grabado cuando vemos una película. Los giros de guión, las frases demoledoras o las actuaciones memorables vienen después, cuando una imagen y un sonido nos han atrapado para interesarnos por la historia que nos van a contar.
El director debe tomar una decisión para dar mayor importancia a su imagen o a su historia, y para ello existen varias escuelas que puede seguir. El surrealismo, el futurismo y el expresionismo, como contemporáneos del nacimiento de un nuevo arte, se convirtieron en una de las primeras escuelas del tratamiento de la imagen en movimiento.
Luis Buñuel, Fritz Lang o Sergei Eisenstein se convirtieron en pioneros de una forma de entender la imagen, dejando un testigo que más tarde recogerían Stanley Kubrick o Werner Herzog. Ahora, directores como Alejandro Iñárritu, Wes Anderson o Ben Wheatley parecen haber alzado la bandera de un estilo cinematográfico que se recupera cada cierto tiempo para intentar mantener el arte en una industria que parece despreciarlo.
Wheatley, el último director mencionado, es el responsable de High Rise, basada en la homónima novela de J. G. Ballard. Para plasmar la atmósfera enfermiza en esta fábula sobre la lucha de clases, el director ha empleado todo el imaginario clásico del cine surrealista y simbólico, protagonista de su adaptación.
Considerado por algunos críticos e incluso directores de cine como un visionario, Wheatley tiene una trayectoria en la que su inspiración visual pasa por Bergman o Herzog en A Field in England, hasta terminar en un estilo calcado a Kubrick, tanto en el tratamiento de la imagen como en la forma abstracta y confusa de transmitir sus mensajes.
Por mucho que esta imagen resulte atractiva o potente en pantalla grande, ha perdido valor si tenemos en cuenta que nos encontramos en un periodo tecnológico que permite hacer cualquier cosa. El virtuosismo que demostraban los directores antes, experimentando con la fotografía, el montaje o la narración, abrió caminos que se han desarrollado en las últimas décadas, sobre todo en el marco de los efectos visuales y la composición de los planos.
Pero, en 2016, que un director recurra a estas formas de componer imágenes resulta efectista y mucho menos espectacular, ya que el riesgo en su experimento es nulo: le respaldan más de 50 años de propuestas de verdad arriesgadas.
El problema de High Rise reside, no obstante, en la narración. Kubrick, Herzog y Bergman perfilaban personajes planos de carácter irreal, a modo de arquetipo. Su función era la de completar un mensaje, para el que se anteponía la imagen al guión, que se convertía en un cuento más o menos duro o complejo, lejos del realismo o de la identificación del espectador con sus personajes.
Hoy en día, en una época en la que los personajes se han desarrollado con una complejidad cercana al hiperrealismo, la vuelta a un carácter plano al servicio de la imagen resulta arcaica. Wheatley no se aleja demasiado de la generación a la que pertenece y, aunque intente mantener un estilo vanguardista, emulando a los directores más rompedores de la historia del cine, termina por demostrar que, bajo esa apariencia de lobo, se esconde en realidad un cordero sin fuerza para romper con lo establecido.
De esa forma, lo que una vez fue vanguardia se convierte en homenaje.
Algo parecido ocurre con la historia que se nos cuenta. La representación arquetípica de una lucha de clases basada en la frivolidad tecnológica y la convivencia entre seres humanos que termina en un derramamiento de sangre, se antoja un poco trasnochada. El mensaje político se ancla en un discurso propio de los años 30, mientras que el social se enmarca más en el cine de los 70, en el que la violencia empezaba a tratarse sin tapujos y los personajes mostraban un mundo interior sombrío y cínico.
Puede entenderse que el director ha decidido utilizar ese lenguaje para anclarse en la época en que se publicó la novela (1975), pero las posibilidades que se vislumbran en la historia se desvanecen y sólo queda un producto que ya hemos visto una y otra vez.
Las técnicas cinematográficas se han desarrollado casi hasta la perfección. La mayoría de los directores actuales tiene a su alcance miles de herramientas para hacer lo que quieran y, posiblemente, un conocimiento mayor que sus predecesores para hacer cine. Por eso el uso que Wheatley hace de la técnica narrativa carece de frescura y parece limitarse a rehacer lo que los pioneros ya hicieron años antes, pero con más facilidad y rapidez.
No es cuestión de restarle importancia a la compleja labor de llevar un película a la pantalla, pero sí resulta cargante observar películas con ínfulas revolucionarias y de vanguardia artística que se limitan a pasar por el muro que otros derribaron.