El dilema con los delitos de odio o cómo combatir la incitación a la violencia

El dilema con los delitos de odio o cómo combatir la incitación a la violencia

Fiscalía estudia si algunos mensajes racistas publicados en redes sociales tras el asesinato del niño en Mocejón son constitutivos de delito. 

Manifestantes de extrema derecha en Reino Unido.Drik/Getty Images

Tras el asesinato hace unos días de tres niñas en Southport, al noroeste de Inglaterra, Wayne O’Rourke, un británico de 35 años, se sentó delante del ordenador de su casa y comenzó a darle uso a su cuenta en la red social X, donde contaba con más de 90.000 seguidores. A pesar de que el asesino de las chicas era un menor británico de familiar cristiana nacido en Cardiff, O’Rourke, como muchos otros agitadores, comenzó a difundir que el responsable había sido un inmigrante musulmán, llamando a la “gente de Southport” a “salir a la calle”. Por este y otros mensajes del estilo, O’Rourke ha sido condenado a tres años de prisión por promover odio racial. La jueza que ha llevado su caso, Catarina Sjolin Knight, fue nítida en su argumentación: “Usted no ha estado involucrado en lo que otros estaban haciendo [en referencia a los disturbios con tinte xenófobo y a los linchamientos racistas que han sacudido el Reino Unido], usted lo estaba instigando”. La magistrada definió a O’Rourke como un “guerrero del teclado”.

Lo que hizo O’Rourke es parecido a lo que durante estos días, después del asesinato de un niño de once años en Mocejón, ha sucedido en España. Muchas personas aprovecharon el suceso para difundir información falsa en redes sociales similar a la que se extendió por el Reino Unido. Y no solo cuentas anónimas o de agitadores de extrema derecha, también representantes políticos. Es el caso, por ejemplo, del eurodiputado Alvise Pérez. Tras conocerse el asesinato, el líder de Se Acabó la Fiesta señaló un hotel en Mocejón al que “llegaron 50 africanos en un autobús”. También publicó una captura de una mezquita cerca del campo de fútbol donde se produjo el asesinato o dejó caer unas supuestas fuentes de la Guardia Civil que “especulaban” con que el hecho fuese una “prueba de acceso a una banda latina”. Cuando se supo que el asesino era español, del mismo pueblo, muchas de las personas que habían mentido insistieron en el señalamiento al inmigrante diciendo que el asesino era “un rumano de padres turcos”. Como si un español no pudiese matar.

Tal fue el odio vertido que incluso el portavoz de la familia del pequeño asesinado se vio obligado a pedir que no se señalase ni se criminalizase a nadie por razón de "su raza o su color de piel”. ¿Sirvió? De poco. Los responsables de los bulos optaron entonces por atacar a este familiar, hasta el punto de amenazarlo de muerte. En una intervención en la COPE, Sánchez explicó el acoso: “Está siendo horrible. [...] Estoy viviendo críticas en redes sociales, me están atacando, marcando, investigando un pasado que no tengo, he trabajado en medios de comunicación y sacando cosas fuera de contexto. Están diciendo que tengo las manos manchadas por tener fotos en África, está siendo muy difícil”.

La proliferación de lo que la jueza británica tildó como “guerreros del teclado” ha relanzado el debate sobre la persecución de los denominados delitos de odio. Fiscalía ha anunciado que está investigando los mensajes publicados en redes sociales contra menores migrantes por su “propósito deliberado de despertar entre la población sentimientos de odio, hostilidad y discriminación contra los mismos”.

El delito de odio

El problema de los delitos de odio radica en su propia definición, que puede llevar a confusión. Odiar, como tal, no es un delito de odio. En 2021, el director de la Cátedra Unesco de Derechos Humanos de la Universidad del País Vasco, Jon-Mirena Landa, definía de manera muy acertada este tipo penal en El País: “Los delitos de odio nacieron para proteger a grupos vulnerables que son una diana habitual por razones de discriminación con profundas raíces históricas y culturales. [...] La clave no es el odio en sí mismo. Si odiar fuera delito, todas deberíamos estar en la cárcel. La clave para entender el daño que merece reproche es si el destinatario de la agresión es un grupo vulnerable; y si a consecuencia de los hechos – y excepcionalmente del puro discurso – se les pone más en peligro, más en la diana, más cerca de una escalada de ataques”.

“No se trata siquiera – proseguía Miranda – de que sean declaraciones altisonantes, inquietantes o incluso contrarias a valores éticos o constitucionales”. Ejemplo de esto último es el caso del alcalde de Badalona, Xavier García Albiol, quien esta semana señaló a "unos diez hombres marroquíes” con los que compartió tránsito en un ferry y a quienes, sin motivo alguno, acusó de delincuentes, pero sin hacerlo de manera directa: “Cuando lleguen a Barcelona se repartirán por las ciudades del entorno, entre ellas supongo que Badalona. Lo que ocurra después, casi con toda seguridad, la mayoría ya lo sabemos. Esto acabará como Francia antes que después. Al tiempo”.

El mensaje de Albiol alberga uno de los condicionantes que precisa, según el fiscal de Sala de la Unidad de Delitos de Odio, Miguel Ángel Aguilar, el delito de odio: el prejuicio. En una entrevista en la Cadena SER, Aguilar definía esta vulneración de derechos como “una infracción penal en la que la motivación principal viene determinada por el rechazo, la animadversión, el odio o los prejuicios contra determinadas personas por motivos de discriminación como racismo o xenofobia”.

Al igual que odiar no es delito, tampoco lo es cualquier discurso o mensaje que atente, ataque o insulte a otra persona u otras personas. Ni siquiera desear la muerte. Depende del lugar desde el que se haga, de la vulnerabilidad del receptor y, sobre todo, del efecto que se pretenda. No es lo mismo insultar o atacar a cualquier miembro del Gobierno, por ejemplo, que fomentar la discriminación, el rechazo o el odio hacia los menores migrantes. En su entrevista en la SER, el fiscal Miguel Ángel Aguilar explicaba la necesidad de una “investigación muy rigurosa”. “Hay que ver que los hechos tengan cierta entidad, la gravedad de los mismos, la persona que lo ha dicho y su capacidad de liderazgo, y hay que ver el contexto”, decía.

Considerar cualquier diatriba, por bárbara que sea, como un delito de odio sería perjudicial para el mantenimiento de la libertad de expresión. El delito de odio no nació para coartar la disidencia ni la opinión contraria, por muy asilvestrada que resulte. En mayo de 2019, el secretario general de la ONU, António Guterres, argumentó que “combatir el discurso de odio no significa limitar o prohibir la libertad de expresión” sino de “impedir la escalada de dicha incitación al odio hacia algo más peligroso, en particular, instigando a la discriminación, la hostilidad y la violencia, lo cual está prohibido según el derecho internacional”. Para el profesor Jon-Mirena Landa, “el derecho penal debe activarse sólo si contribuye a la incitación eficaz, desencadenando el ‘paso al acto’ de otros agresores, según un contexto de agitación límite”.

  Manifestación de la extrema derecha contra la inmigración en Portugal.Pedro Gomes/Getty Images

Una tipo penal "arbitrario"

Pero el problema no es solo ya la propia definición de odio, sino la indefinición a la hora de interpretarlo como delito, al menos en España. Joaquín Urías, exletrado del Tribunal Constitucional y profesor de Derecho Constitucional, denuncia que, en estos momentos, cualquier cosa podría considerarse delito de odio según la legislación española. “El artículo 510 del Código Penal está muy mal redactado”, señala. Para Urías, el articulado es tan amplio que, al final, provoca “arbitrariedad”. El profesor hizo hace unos años un estudio sobre muchos casos que habían sido investigados en el país como delitos de odio y descubrió demasiadas diferencias a la hora de interpretar la ley. No sucede lo mismo, apunta, en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, donde se considera un delito de odio “la incitación a la discriminación de un colectivo vulnerable”.

Mientras los legisladores no definan de manera más precisa los delitos de odio, Urías cree que habría que acudir a otros tipos penales que también sirven, de manera que se puedan evitar “casos brutales como que se pueda considerar delito de odio que un payaso [de profesión] se ría de la policía o que alguien se alegre de la muerte de otro”: “¿Alguien dice que en un hotel hay menores migrantes incitando a que vayan otros con una cerilla? ¿Publican que hay una mezquita a pocos metros del lugar donde se produjo el asesinato? Pues ya existen otros delitos tipificados como la incitación a los desórdenes públicos, al homicidio o a las lesiones”. En caso contrario, hasta que no se fijen de manera clara y precisa, los delitos de odio “seguirán usándose con un criterio ideológico”, lamenta Urías.

Esto mismo defiende el periodista e investigador de la extrema derecha Miquel Ramos: “Toda ampliación de la capacidad punitiva del Estado que creamos que se usará contra los racistas y los difusores de bulos, será usada contra quienes los combaten. Ya pasa con los delitos de odio. No hacen falta más instrumentos punitivos. El problema es el sesgo cuando se aplica”, escribía Ramos hace unos días.

Al igual que Urías, Ramos, en conversación con El HuffPost, considera que la redacción del artículo 510 es “muy ambigua”. “Da lugar a que cada uno la interprete como quiera”, asegura. Hace un tiempo, recuerda, incluso Fiscalía publicó una circular en la que avisaba de que “hasta los nazis podían ser víctimas de delitos de odio”. Al final, todo depende de la voluntad del legislador, señala Ramos, quien también mantiene que “hay legislación suficiente para parar la avalancha de odio y desinformación, pero falta voluntad”.

De la violencia en redes a la violencia en la calle

Toda esta indeterminación es además utilizada por la extrema derecha y los agitadores de bulos y desinformación, por quienes incitan, aunque sea de manera indirecta, a la violencia contra los migrantes para atacar al Estado y a los diferentes Gobiernos arguyendo que se está persiguiendo su libertad de expresión. Insisten en ello al albor, entre otros, de grandes millonarios como Elon Musk, propietario de X, mientras callan ante los disturbios racistas o los linchamientos al estilo de los pogromos.

Porque lo que ahora pasa en el Reino Unido no es resultado de una combustión espontánea. Sucede lo mismo en Portugal. Tal y como recuerda The New York Times en un reportaje sobre la violencia contra personas migrantes vivida en Oporto, esta “no fue espontánea ni inesperada. Se produjo tras meses de virulencia en las redes sociales, que no solo provenía de portugueses descontentos, sino también de destacadas figuras de extrema derecha dentro y fuera del país. Las publicaciones vinculaban a una red global de agitadores que han aprovechado la afluencia de inmigrantes que buscan asilo político u oportunidades económicas para crear una gran cantidad de seguidores en línea”. Según el periódico estadounidense, “estas redes difunden en Internet una mezcla tóxica de intolerancia que, según los funcionarios y los investigadores, está alimentando cada vez más la violencia fuera de internet: desde disturbios en Gran Bretaña hasta ataques sangrientos en Alemania e incendios provocados en Irlanda”.

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En España, más allá de los debates acerca de si algo es delito de odio o no, lo cierto es que el caldo de cultivo es cada vez más notorio. No sería la primera vez. Ya sucedió, como recuerda Miquel Ramos en su libro Antifascistas, en el barrio de Ca N’Anglada, en Terrassa, en 1999, y en El Ejido en el 2000.