Cómo salvarle la vida a un pimiento

Cómo salvarle la vida a un pimiento

No sólo hay pimientos. Hay muchísima verdura, carne, leche, comida precocinada, toneladas de yogures todos los días, camiones y camiones de fruta un poco fea, huevos, pescado, montañas de pan y bollos, azúcar, conservas, infusiones, café. Millones de productos en buen estado. ¡Nada de eso es basura! ¿Qué hace en el contenedor?

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De adolescente me topé con un pimiento rojo, sano y lustroso, tirado en el suelo, abandonado sin motivo aparente, a punto de morir como el patético héroe de una causa inútil. Infausto destino para tan noble vegetal, pensé (no con esas palabras, creo). Lo cogí y lo llevé a casa. En cuanto lo vio, mi madre lo tiró a la basura de inmediato sin mediar palabra. Al menos murió en la intimidad, lejos de las miradas morbosas del vecindario.

Años después me descubrí recolectando pimientos por los contenedores de basura. ¿Necesidad? ¿Política? ¿Antisistemismo crónico? Un poco de todo, pero fundamentalmente por pena. Pobres pimientos, ¿de verdad tienen que morir así? No, no tiene ningún sentido.

No sólo hay pimientos. Hay muchísima verdura, carne, leche, comida precocinada, toneladas de yogures todos los días, camiones y camiones de fruta un poco fea, huevos, pescado, montañas de pan y bollos, azúcar, conservas, infusiones, café, hasta delicatessen: salmón ahumado, trufas, foie, o un jamón ibérico casi entero. Millones de productos en buen estado, recién caducados, o con el envase un poco roto. Cada puto día. ¡Nada de eso es basura! ¿Qué hace en el contenedor?

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Entonces pensé que las víctimas de este alimenticidio masivo no tenían ni por qué llegar al contenedor, tenía que salvarlas antes; empecé, junto a más gente, a interceptar la comida en tiendas y restaurantes. De ahí fuimos subiendo escalones: grandes superficies, mercados, Mercamadrid, y finalmente productores, que nos pasaban lo que el Mercado no quería.

El siguiente paso fue convertirnos en productores. O mejor, en redes de producción agroecológica, distribución autogestionada, consumo responsable y gestión democrática, en las que los conceptos de productora y consumidora se difuminan.

Pero nunca dejamos de reciclar comida. Con ella montamos, entre otras cosas, un centro social y de abastecimiento en Malasaña, donde alimentamos a miles de personas; fue un lugar clave en momentos como la primera huelga general o el aniversario del 15M. Esto no pareció hacerle mucha gracia a las autoridades, que un día antes de la segunda huelga desalojaron violentamente el centro, dejando que se pudrieran un par de toneladas de comida. Cómo confiar en esta gente que pudre lo que toca.

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A veces vamos a un barrio medio pijo y ofrecemos una comida popular. Les damos a comer su propia basura, y les encanta.

Cada vez hay más personas que se apuntan al reciclaje de comida. A pesar de ello, seguimos nadando en la más obscena abundancia. Mientras continúe esta situación absurda, yo seguiré tratando de reciclarlo todo.

Irónicamente, mi madre es de esas que dicen lo de "la comida no se tira". Ahí le doy la razón, mira. Y voy más allá, pues pienso que, directamente, la basura no existe (ya hablaremos de la ropa, envases y demás). A partir de ahora, cuando veas a un pobre pimiento tirado indefenso en el suelo, no le des la espalda. ¡Te necesita!