La creatividad y la escuela
La creatividad no proviene de la libertad, sino de la sistematización obsesiva de su búsqueda. No necesariamente encuentra creación el que la busca, pero sin duda no la encuentra el que no se decide a buscarla, tesonera y obstinadamente. No es verdad que cree aquel que respire libre, sin represiones ni presiones.
La creatividad no proviene de la libertad, sino de la sistematización obsesiva de su búsqueda. No necesariamente encuentra creación el que la busca, pero sin duda no la encuentra el que no se decide a buscarla, tesonera y obstinadamente.
No es verdad que cree aquel que respire libre, sin represiones ni presiones (tengo cientos de contraejemplos que lo demuestran). No lo creo. Crea el que se obsesiona por hacerlo; el que insiste y aprende cómo hacerlo; el que se formó; el que trabaja para eso; el que se forja en esa faena durísima. La creación no es un acto mágico, repentino y genial, consustancial a la condición humana. Liberadas, las personas no creamos, solo repetimos. Lo que está en nuestra genética cultural es el cliché. La repetición es nuestra acción natural. Somos animales de hacer lo mismo.
Crear es otra cosa. Es eventual, por eso es que es genial. Requiere de competencias que no abundan. Exige identidad y toma de riesgo. Convoca un ímpetu inhabitual. Actitud emprendedora. No abunda precisamente porque exige algo más que libertad y confianza. No lo consiguen los poco comprometidos. Crear exige esfuerzos y conlleva -en general- tormento, revolución subjetiva, compromiso; supone obsesiones muchas veces enfermizas, partos celestiales y dolorosos. Salir de la repetición es el gesto cultural más trabajoso de la condición humana. Por eso es escaso; porque cuesta mucho. El poeta atormentado es un icono honesto.
La escuela -entonces- más que darnos aire, devolvernos al terreno fresco (que es naif) de la libertad espontánea, lo que debe hacer es implantarnos el sentido del esfuerzo sistemático de la creación. Justificárnosla. Justificar el valor de la creación justificando lo necesario para conseguirla. Resignificarnos, pues. Resetearnos.
La escuela debe ser un cultivo paciente del sentido del esfuerzo de salir de la repetición. Recordarnos que sufrir puede valer la pena y que crear puede ser un problema maravilloso. Que el tesón es vertebral. Que la creación nos reivindica porque nos dignifica en el esfuerzo y en el logro... Y que la de la dignidad es una de las batallas más sangrientas de la sociedad moderna.
La escuela que buscamos es la que reinstala las condiciones de posibilidad de la creación y trabaja, denodadamente, para su consecución. Denodadamente... Es decir: largo, tendido y entregado. La escuela que buscamos no banaliza la creación ni la subsume a clichés recoloreados, ni a gestos cortos de recreación inútil y superficial.
Salir de la repetición es gesta mayor; es proyecto de vida. Tanto, que nos quieren convencer de que toda creación es apenas un descubrimiento. Que todo está creado y que lo nuestro es y será descubrir (quitar la cobertura) o repetir, mejor o peor. El verbo escolarizar quiere decir alienar en la repetición; desalentar esa idea alucinada de que alguien podría hacer algo nuevo. Atenuar. Eso por un lado.
Pero por el otro, lo escolar busca al mismo tiempo dominarnos por la vía de la trivialización de la creación, confundiéndonosla con cualquier cosa y a cuenta de la infancia misma. Volviéndola gesto aislado y repentino, sin espesor ni densidad proyectual. Insignificante. Ocasional.
Pero ni una ni otra...
La creación existe y no es fácil. Crear depende de esfuerzos y convicciones intensas. Crear supone una peregrinación muchas veces desasosegada, demasiado etérea, presuntamente vana, fútil... y es ahí que nuestro pulso -individual o institucional- juega su juego. Para crear hace falta "tenerlos bien colocados", para seguir cuando parece que no. Creer para crear.
Por eso el problema es tan complejo. Por eso la escuela que queremos es difícil. Porque no es verdad que alcanza con máximas ingenuas como la de que La buena escuela no asfixia la creatividad (EL PAÍS, abril de 2013). No se trata de no asfixiarla; se trata de construirla, de inyectarle un ímpetu vital que no trae de fábrica el ADN humano. La buena escuela no es un respirador de unidad de cuidados intensivos, es un ángel inspirador, una musa vital. Una gloriosa maniobra contranatura. Una desautomatización de tanta alienada repetición.
Pero cuando hablo de creatividad corro algunos riesgos que quisiera no correr. Corro el riesgo de jalarme un imaginario barato, ligado a producciones dérmicas, sosas, que anotamos en la columna de las creaciones. Hay demasiadas de ésas. La palabra creación está en demasiadas bocas que no dicen nada. Por eso prefiero muchas veces irme al terreno de la producción y la proposición, que son terrenos más cargados, con mejor peso específico, que convocan otras tradiciones, que inquietan a más y entonces provocan mejor. A cuenta de la creación podemos llegar a colectar demasiados falsos adherentes. De lo que hablo es de obra, de producción y proposición. De que el sujeto creador produce verdad. Es decir, le doy peso ontológico a lo creado; no apenas cosmética divertida, juego de espejos, arte insustancial, soluciones inofensivas.
Por eso me gusta dejar en el final la idea de que inventar es el motor esencial de nuestro rediseño educativo.