Cuéntame un cuento
El cuento, como lector y como escritor, me fascina. Contar en unas pocas páginas una historia. Que todo tenga un principio y un final, una coherencia. Que ningún hilo quede pendiente, que el enigma se resuelva o no se resuelva, pero que quede bien amarrado, que sigamos pensando en él después de leerlo.
Eso le decíamos a nuestras madres. Y ellas, olvidando el cansancio acumulado durante el día, lo hacían: nos contaban un cuento. A veces lo leían y otras lo inventaban. A veces tenían continuidad para el día siguiente y otras, en cambio, ponían el punto final aquella misma noche.
Que, en cualquiera de los casos, el misterio quedase ahí, flotando, mientras los ojos se iban cerrando. Cuando nos apagaban la luz de la habitación, seguíamos pensando en aquellas historias, divagando con las palabras, fantaseando con las imágenes.
El cuento, leído o inventado, nos permitía soñar antes de dormir. Evadirnos. Pensar. Reflexionar. Cambiar el final, inventarnos otras historias con aquellos mismos personajes, jugar a nuestro antojo con la imaginación. Soñar, en definitiva. Y al despertarnos, en el autobús que nos llevaba al colegio, aún medio adormilados y con pocas ganas de enfrentarnos a una nueva jornada, seguíamos soñando.
Pocas cosas había más fascinantes por entonces que aquellos cuentos. Los cuentos que las madres nos contaban por las noches. Puede que de ahí, de aquellas narraciones, surgiese todo. La afición por la lectura y por la escritura. Puede que en aquellos cuentos esté el origen de todo. Lo que, a día de hoy, a muchos de nosotros nos define, nos alienta, nos impulsa a seguir adelante: la literatura. Las ganas de transformar las cosas con palabras.
El cuento, como lector y como escritor, me fascina. Contar en unas pocas páginas una historia. Que todo tenga un principio y un final, una coherencia. Que ningún hilo quede pendiente, que nada se escape, que el enigma se resuelva o no se resuelva, pero que quede bien amarrado, que sigamos pensando en él después de leerlo. Que el misterio, como entonces, quede flotando.
Sobre mi mesa de trabajo, están los tres libros de cuentos que acabo de leer. Mala letra (Anagrama), de Sara Mesa. Estrómboli (Impedimenta), de Jon Bilbao. Y Andarás perdido por el mundo (Ediciones del viento), de Óscar Esquivias. Son muy diferentes entre sí. Aunque hay algo que, al margen de la incuestionable calidad, los une: la brecha que, por diferentes motivos, se abre en la vida cotidiana, y lo que surge a partir de ese momento. Lo inesperado rompe con la rutina, con la aparente calma, con la normalidad de los días. La resquebraja para transformarla por completo. Es significativo, en este sentido, el primero de los cuentos de Jon Bilbao, Crónica distanciada de mi último verano; o el cuarto, Una boda en invierno. Espléndidos ambos.
Lo inesperado, lo imprevisto, es lo que ocurría en esa pieza perfecta que es El fin (Anagrama), de Soledad Puértolas, incluida en su último libro, de igual título. O lo que viene después, una vez resquebrajado el dulce devenir de los días, como ocurre en ese prodigio de síntesis que es Curso de natación, de Esquivias, de quien también destaco La casa de las mimosas por su belleza.
Quizá los más perturbadores sean los cuentos de Mesa, como perturbadora era su publicación anterior, la novela Cicatriz: la aparente calma se desmorona enseguida y da paso a una serie de conflictos (tremendos, en algunos casos) a los que son arrastrados sus personajes. Papá es de goma es un buen ejemplo de lo que señalo. Aunque en otros, la crueldad queda matizada por la ternura, como ocurre en el extraordinario Mármol.
Tres libros. Muchas voces. Todas merecen ser escuchadas. Incluso, algunas de ellas, en varias ocasiones. De lo mejor que se ha publicado en narrativa española en los últimos tiempos.