Trump no es un conservador
"No conoce ni ha oído hablar de la economía clásica, de Adam Smith o de Stuart Mill. Es un iliberal, al estilo de Putin o del húngaro Victor Orban; un ultra a la manera de la ultraderecha europea".

Los primeros movimientos del presidente Trump en esta segunda legislatura confirman algo que ya sospechábamos más o menos conscientemente pero que no habíamos querido aceptar como evidencia incontestable: que los norteamericanos han desechado el viejo bipartidismo entre conservadores y liberales (progresistas, ya que en USA el término ‘liberal’ es más radical que en Europa y se aplica a la idea de socialdemocracia) para sustituirlo por otra dicotomía ubicada más a estribor y desde luego más confusa que la anterior: la establecida entre la economía clásica y el populismo de extrema derecha altamente ideologizado.
Obviamente, Trump ha sido, si no el inventor del populismo trumpista, sí su constructor más eminente. En la hora presente, cuando acaba de conocerse que Washington impone aranceles universales sobre el acero y el aluminio, podemos asegurar sin temor a errar que Trump no es un "conservador", si damos al concepto el significado que tiene y aceptamos que el último economista 'conservador' influyente fue Milton Friedman (1912-2006), antagonista del último progresista, que fue John Maynard Keynes.
De momento, la iniciativa más tonante de Trump es la proteccionista. Durante la campaña electoral, prometió que los agricultores norteamericanos, o los fabricantes de automóviles, o los productores de bienes en general, que en la actualidad tenían que competir en calidad y sobre todo en precio con el resto del mundo, se verán liberados de semejante servidumbre. Los aranceles dificultarán la entrada en USA de la competencia, con lo que, al juicio demagógico de Trump y de su secta de acólitos, se cumplirá el lema de la pasada campaña electoral: MAGA, "Make America Great Again".
Es evidente que esta simplificación infantil no solo no resuelve nada sino que complica el mundo globalizado, que había conseguido cierto orden comercial, muy productivo para todas las partes, gracias al papel discreto (y desde luego mejorable) de la OMC, la Organización Mundial de Comercio. La contravención es tan clara y son tan dudosos los beneficios que obtendrán los americanos del cierre de fronteras que los indicadores económicos han empezado a anunciarlo: el valor en bolsa de las empresas USA está cayendo en todos los mercados, los expertos empiezan a hablar todavía en voz baja de riesgo de recesión y desde luego los americanos, que empiezan a irritarse, ya se han preparado para afrontar unas tensiones inflacionarias clarísimas, como sucede siempre que se coarta la competencia.
Los anteriores presidentes de derechas, desde Ronald Reagan (1981-1989) a George W. Bush (2001-2008), trabajaron en una dirección conocida, bien diferente de la de Trump: apertura de mercados, desregulación de la economía y las finanzas (aquella desregulación exagerada de Bush hizo posible las hipotecas basura, espoleta de la crisis mundial de 2008), recortes presupuestarios en los servicios estatales, etc. En todo caso, y aunque los conservadores republicanos siempre han tenido una tendencia más introspectiva en la política exterior, todos ellos han cumplido su misión de liderazgo global, bajo las coordenadas de la democracia política y las libertades civiles.
Trump, con claridad, no se considera como sus predecesores la garantía del humanismo occidental, el heredero de la generación que envió a soldados americanos a Europa, a liberar al mundo de todos los autoritarismos. Su papel es egoísta y prosaico, y aunque los Estados Unidos sean el resultado de fusión de innumerables etnias y culturas en el crisol del nuevo país, el multimillonario de dudosa reputación que gobierna en Washington quiere cerrar la puerta a la inmigración, expulsar a los extranjeros que se hayan colado subrepticiamente, desmontar físicamente una parte relevante de la administración federal americana -generando la lógica inseguridad jurídica que tiene lugar cuando se despide arbitrariamente a funcionarios públicos- e incluso recuperar antiguas ansias colonialistas, ya pasadas de moda, con el objetivo de anexionarse Canadá, apoderarse de Groenlandia y tomar por la fuerza el Canal de Panamá.
Así las cosas, no es extraño en absoluto que Feijóo (ni siquiera Aznar, con un historial de buenas relaciones con el Partido republicano) no fuese invitado a los fastos de la toma de posesión del nuevo presidente. Fue el pintoresco cabecilla del ultraderechista VOX, sin curriculum ni cultura, el títere que rio las gracias al propio Trump ya sus marionetas Milei y Musk.
El bárbaro Trump, a quien le importa poco que Moscú moleste a los países limítrofes de Rusia que por una carambola histórica se han liberado de la férula totalitaria y hoy insisten en formar parte de la Europa Occidental, de la Europa de las libertades y la prosperidad, no ha tenido otra ocurrencia que plantear un indecente trueque a Ucrania: ayudará a este país a librarse de la garra de Moscú a cambio de materias primas. Lo cual, evidentemente, ha servido de advertencia al resto de Europa -la UE y el Reino Unido- que ya preparan una estrategia de seguridad sin USA y, desde luego, una política comercial de reciprocidad que contraataque la agresividad americana.
Trump no es, en fin, un conservador. No conoce ni ha oído hablar de la economía clásica, de Adam Smith o de Stuart Mill. Es un iliberal, al estilo de Putin o del húngaro Victor Orban; un ultra a la manera de la ultraderecha europea. Debemos estar, pues, prevenidos y en guardia. Por lo que hay que aplaudir la agilidad de Europa al planear una estrategia de seguridad con dinero comunitario y al tener ya confeccionada una respuesta que compensará la imposición de aranceles con medidas recíprocas que convenzan a los americanos de que, esta vez, se han precipitado en su elección. Aunque, justo es reconocerlo, el Partido Demócrata les dio esta vez todas las facilidades para incurrir en el error.