Puede volver a ocurrir
El Frente Nacional creado por Le Pen fue rara avis. Pero su hija ha conseguido tenazmente la cuasi normalización del que ahora se llama «Rassemblement National» (RN) y todas las encuestas indican que este partido ganará las próximas presidenciales francesas.
El quincuagésimo aniversario de la muerte de Franco, cuya conmemoración —que es asimismo celebración para bastantes de nosotros— está generando estériles polémicas que enturbian estos tiempos viscosos de desconcierto y regresión que por fuerza han de generar alarma en quienes vivimos el final de la dictadura y hoy formamos parte, con limitadas reservas de gozo y esperanza, del gran colectivo que ha transitado desde entonces hasta hoy, durante el medio siglo más brillante y lustroso de la historia moderna y contemporánea de este país.
Nuestra dictadura fue en realidad una excrecencia errónea del impulso que alumbró la Segunda Guerra Mundial, y la muerte del dictador supuso el entierro definitivo de las fuerzas del Eje que habían llevado al mundo al borde del abismo. Catorce años después de aquel óbito tardío caía también el otro totalitarismo con el desmoronamiento del Muro de Berlín. Parecía que estábamos asistiendo a la victoria total, defintiva y exultante del parlamentarismo liberal, del demoliberalismo urdido por las revoluciones burguesas, la del XVII en Inglaterra, la francesa y la norteamericana del XVIII. Tanto fue así que Francis Fukuyama cambió la perspectiva histórica del planeta con aquel libro mágico y engañoso de 1992, “El fin de la historia y el último hombre”, en el que auguraba una globalización plena y pacífica, en que el pluralismo y el método democrático como resolución de conflictos ya no serían cuestionados.
Poco duró aquel embeleso. Como algunos otros sociólogos políticos habían aventurado, el fin de la bipolaridad este-oeste, de la competencia entre dos mundos rivales y antagónicos, dejó en libertad numerosas fuerzas espontáneas que pronto generaron numerosos e indómitos conflictos regionales. De hecho, hoy mismo estamos siendo sacudidos por varias contiendas enconadas al mismo tiempo, y aunque no parece que de momento tengamos que temer otra guerra mundial de proporciones inabarcables, la kantiana paz perpetua que presagió Fukuyama ya no se atisba en el horizonte.
Más bien, y sorprendentemente, ha ocurrido al contrario: inesperadamente, en la década de los noventa del pasado siglo emergió en Francia un inquietante neofascismo de la mano de Jean Marie le Pen, quien como es sabido acaba de fallecer a los 96 años. La generosidad de la democracia permitió al fascismo reorganizarse tras su derrota en 1945. Le Pen tuvo habilidad para construir sobre las innegables fisuras del sistema demoliberal un nuevo monstruo, el Front National (FN), que se alimentó de toda clase de pasiones e intereses oscuros, como los emanados de la guerra de Argelia. Le Pen consiguió pasar a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2002, si bien el conservador Jacques Chirac se benefició del cordón sanitario que todos los demócratas franceses habían construido y mantenido con una precisión admirable: en segunda vuelta, Chirac, que había conseguido 5,6 millones de votos en la primera, logró 25,5 millones de apoyos, en tanto Le Pen pasó de 4,8 a 5,2 millones. Izquierdas y derechas llevaron en volandas a la presidencia a un demócrata y humillaron al aspirante a autócrata.
Durante bastante tiempo, el Frente Nacional creado por Le Pen fue rara avis. Pero su hija ha conseguido tenazmente la cuasi normalización del que ahora se llama «Rassemblement National» (RN) y todas las encuestas indican que este partido ganará las próximas presidenciales francesas. La decadencia de las formaciones tradicionales, el descrédito de la política, la corrupción sistémica de muchas democracias están dando alas a formaciones que invocan miserablemente las bajas pasiones, predican un nacionalismo egoísta y cruel, niegan la brutalidad que el fanatismo derramó en los campos de exterminio. Y ha surgido por doquier un populismo reaccionario, emparentado con el nazismo y el fascismo, que avanza sin cesar. Trump fue la primera estrella rutilante de este universo pérfido, y el vaho que rezuma intolerancia, arbitrariedad, insolidaridad y racismo se ha extendido por toda Europa. El germen populista desmembró la UE con el Brexit y las formaciones totalitarias avanzan: en Alemania, la extrema derecha ha surgido impúdicamente como si ese país centroeuropeo no tuviera historia que recordar. Un neonazi ha sido propuesto para presidir el consejo de ministros de Austria. Una admiradora de Mussolini gobierna en Italia. Varios países del grupo de Visegrado vacilan en su adhesión a Europa. En un rapto de locura, el excéntrico Trump reivindica la propiedad de Groenlandia, cambia los hitos geográficos y amenaza con reconquistar el canal de Panamá. Y en España, un neofranquismo descarado reivindica cincuenta años después al genocida, cuando todavía los vencidos en la guerra civil no han terminado de enterrar dignamente a sus muertos.
Así las cosas, claro que todo puede volver a ocurrir. Y de ningún modo tenemos derecho a callarnos ni a permanecer pasivos ante la brutal amenaza. Celebrar esos cincuenta años de libertades no es solo un gratificante ejercicio intelectual: es también una disposición inflexible a no renunciar a ese patrimonio que hemos conquistado irreversiblemente.