Mujeres: ¡le debéis tanto!
Hemos aprendido a aguzar sutilmente la mirada, a no sucumbir a la realidad de las circunstancias, a denunciar la opresión, a mantener a salvo la inteligencia. Gracias, Simone de Beauvoir.
Este artículo también está disponible en catalán.
El título del artículo, «Mujeres: ¡le debéis tanto!», lo he tomado de la necrológica que la escritora Élisabeth Badinter dedicó a la inconmensurable Simone de Beauvoir (murió el 14 de abril de 1986; más de cinco mil personas acompañaron el féretro hasta el cementerio de Montparnasse). Hubiera podido utilizar el título de la obra de Araceli Bruch, Me siento estafada. Una lectura de Simone de Beauvoir, porque yo también me siento así, igual que Araceli, y la misma filósofa, tal y como lo deja bien patente al final de sus Memorias: Me siento estafada, nos dice.
Desde el siglo XX se han forjado nuevas oleadas de pensamiento y crítica feminista, ha llovido mucho, pero debemos hacernos cargo —y lo hacemos— de que, a nuestras precursoras, las mujeres les debemos mucho. De ahí la elección del título. No es fácil, al contrario, derribar muros. Tampoco es sencillo tomar conciencia de los muros que bloquean la igualdad entre los géneros. Cuesta llegar a tomar conciencia de lo que nos roba la libertad, que nos arrebata la sabiduría y la autonomía del pensamiento individual, que nos despoja de la posibilidad de llegar a ser «individuos pensantes», parafraseando a la filósofa Hannah Arendt.
El cineasta Claude Lanzmann, amigo y amante de Simone durante algunos años, pronunció la sentencia de Badinter durante el entierro de la Beauvoir y leyó unos fragmentos de Tout compte fait (Final de cuentas), publicado en septiembre de 1972, uno de sus escritos autobiográficos más conocidos, junto con Memorias de una joven formal (1958). (La niña «violeta», así le llamaba su madre por su carácter obstinado y caprichoso). Cuando se publicó Tout compte fait, Beauvoir tenía sesenta y cuatro años; había sobrevivido al siglo, ocupaba un lugar destacado en la historia intelectual desde la década de 1940 hasta la de 1960 y seguía teniendo una actividad militante sostenida, particularmente en el movimiento feminista. Como ella misma subraya en el Prólogo, se trata tanto de «completar» su autobiografía y de «abarcar íntegramente ese extraño objeto que es una vida», como de «contar» los últimos diez años. Nos dice que nunca ha conocido a una virtuosa de la escritura como Virginia Woolf o como Proust y Joyce.
Su propósito como autora es encontrar «gente que me escuche, y serles útiles mostrándoles el mundo tal y como lo veo». Uno de los fragmentos que Lanzmann leyó nos dice: «Disipar mistificaciones, decir la verdad, es uno de los objetivos que más obstinadamente he perseguido a través de mis libros. Esta terquedad tiene sus raíces en mi niñez. Odiaba lo que mi hermana y yo llamamos «estupidez»: una manera de ahogar la vida y sus alegrías bajo prejuicios, rutinas, pretensiones, instrucciones vacías. Quería huir de esa opresión, me comprometí a denunciarla». Y esto es lo que hizo toda su vida. Simone de Beauvoir, una mujer apasionada que se entregó a la vida sin reservas, hoy se sentiría desesperada con las mentiras de Trump. Pero bueno, no nos apartemos del hilo del artículo.
La idea del libro de Araceli Bruch, Me siento estafada. Una lectura de Simone de Beauvoir, nace al abrigo del centenario de la imperecedera filósofa (nació en París el año 1908) y salió publicado pasados dos años (editado con el apoyo del Institut Català de les Dones de la Generalitat de Cataluña y de l’Associació de Teatre de la Dona). Que yo sepa, aparte del libro de Marta Segarra, Simone de Beauvoir y el feminismo (publicado por el ICD), sobre Beauvoir no hay más libros de este calibre en nuestra lengua escritos por una autora catalana. Pero empecemos por explicar brevemente lo que me acerca a Araceli.
Nos conocimos en una esplendorosa presentación de mi libro Disset esclats (Editorial Stonberg, 2020) en la sede del Ayuntamiento de Camprodon. Y digo «esplendorosa» porque en el acto de la presentación, además de Mercè Birba, me acompañaron, como presentadoras, la actriz de teatro y psicóloga Maria Estrella de Oliveda y la periodista Marta Plujà, dos «palestrinas» (término y concepto que entonces yo desconocía absolutamente). Con el nombre gracioso y cómplice de «palestrinas» es como nos autodenominamos las mujeres que formamos parte de la Tertulia de l’Ateneo Barcelonès Dones a la Palestra (me incluyo porque de hace unos meses yo también formo parte de esta tertulia). La creadora, impulsora y alma indiscutible, es Araceli Bruch. Porque Araceli es muchas cosas, y todas de un anhelo y de una calidad incontestables, es una completa y absoluta mujer del arte dramático que ha sobresalido espléndida en el mundo del teatro, una actriz que ha cultivado y vivido profundamente el mundo de la palestra. Es además una escritora de gran riqueza y agilidad expresiva.
Una artista yo le llamaría «renacentista» por la diversidad y completitud de su expresión artística. Y a todo esto añado que tiene mucho savoir-faire en las relaciones, es «fácil», franca y amena, nunca te sientes incómoda. No recuerdo exactamente quién nos presentó; llovían sonrisas y felicitaciones por todos lados, tanto por el libro como por los speechs que habíamos protagonizado, y de escenario contábamos con el pirenaico Camprodon, rodeado de montañas y torrentes de aguas indómitas, y no sé si fue por este motivo, por la belleza esplendente que nos rodeaba o por la satisfacción y la euforia de las felicitaciones (o bien por ambas cosas a la vez) pero el hecho es que enseguida entre nosotras rutiló lo que llaman un feeling, un chispazo de miradas de reconocimiento. No hemos tardado en regalarnos libros: «Mira, yo he escrito esto», «Pues mira, yo esto otro», «Espero que te guste, si tienes la paciencia de leerlo», «Ya me lo dirás».
Por supuesto que he tenido la paciencia de leer su libro sobre la Beauvoir, aún más: al leerlo me sentía avivada con ese tipo de impaciencia devoradora que nos invade a los lectores cuando una obra nos gusta. Cuando tienes ganas de terminar la página para poder emprender la siguiente. Para empezar, como dice la escritora Josefa Contijoch en el Prólogo, la pluma de Araceli es ágil y el vocabulario, rico.
El libro, lleno de textos originales de Simone de Beauvoir, es un precioso paseo por los senderos vivenciales e intelectuales de nuestra protagonista. «Vivió escribiendo la vida. Toda su obra es un acto de afirmación existencial [...]», nos dice Araceli. Efectivamente, Simone de Beauvoir, un alma tímida que quiere darse a conocer, quiso desvelar el mundo con su escritura y se desveló a sí misma con sus fisuras y debilidades. Que alguien se exponga con sinceridad, explica la propia Beauvoir, implica que todo el mundo estará más o menos al descubierto. Porque para ella en el ejercicio de desnudar su vida resulta imposible, por generalización, no desnudar también la de los demás. Como una funámbula aprendió a andar sobre la maroma entre las ideas y la experiencia, aprendió a convivir con los miedos y dudas de una mujer que se supo imponer en un mundo de hombres. Después de la «Introducción», donde la autora presenta la extensa obra escrita de la Beauvoir, novelas y ensayos, y esboza la relación con Sartre (con quien se cruzó a los veintiún años) y varios amantes, siguen 7 capítulos, donde distingue las tesis beauvorianas más significativas y termina con un Epílogo y la Bibliografía, cuidadosamente documentada. Doscientas-cincuenta y seis páginas de trabajo riguroso y placentero.
En la película Una cara con ángel (1957) la actriz Audrey Hepburn nos abre la puerta a la visión estadounidense de los cabarés parisinos de la Rive Gauche de los años cincuenta. Fred Astaire interpreta a un fotógrafo que la contrata como modelo. Ella acepta porque supone trabajar en París y así poder conocer en persona a su filósofo favorito, al que sigue apasionadamente. Ciertamente, en los cabarés de posguerra a partir de 1945 se debatían las teorías existencialistas. No faltaban Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, que compartían las largas noches de tertulia nubladas en densas humaredas de tabaco con cantantes como Juliette Gréco, considerada la musa de Saint-Germain-des-Prés, Georges Brassens o Léo Ferrer. De día iban a pensar y escribir en el Café de Flore y en Les Deux Magots, pero las noches las pasaban en el cabaré Le Tabou, porque era el que cerraba más tarde.
Le Tabou estaba lleno de artistas, filósofos y escritores ahora universales como Jacques Prévert, Yves Montand, Jean Cocteau o Raymond Queneau, entre otros muchos. Según Boris Vian, era un «centro de locura organizada», un ambiente intelectual, festivo, con mucho alcohol, y en el que las conversaciones se alargaban hasta el cierre a altas horas de la madrugada. Allí intentaban olvidar las penurias de la guerra y celebraban la alegría de la Liberación a través de las distintas manifestaciones artísticas que plasmaban la filosofía del momento: una reflexión inquietante sobre el hombre y la angustia de la existencia. Le Tabou no era el único local de ese tipo. Bajo la denominación Rive Gauche, una suerte de garantía de calidad intelectual, también había otras como Trois-Baudets, Le Quod libet, Milord Arsouille o Le Boeuf sur le Toit. Artistas e intelectuales de la cultura europea y de múltiples generaciones hacían resonar los ecos de las mentalidades de la época.
Los ensayos más célebres de la Beauvoir son El segundo sexo (que se ha bautizado como «la Biblia del feminismo») y La vejez, que nace en 1970 (cabe decir que, en estos años, la esperanza de vida para los ciudadanos de Francia y de España se situaba en torno a los 65 años). Los planes de pensiones, como producto financiero, no estaban disponibles. Tampoco existían residencias para la tercera edad, y algunos ancianos que sufrían alzheimer o demencia senil eran ingresados en clínicas psiquiátricas, compartiendo a veces espacio con pacientes afectados por trastornos mentales severos. Beauvoir aborda el tema de la senectud desde una perspectiva filosófica similar a la que y adoptan otros pensadores. Por ejemplo, Montaigne, el filósofo francés del siglo XVI, explica en sus Essais que llegar a ser viejos es un privilegio y un gran favor que nos es regalado.
El segundo sexo nació antes que La vejez, en 1949, y es una mirada global desde el feminismo a la libertad en el mundo (prologado por la escritora Maria Aurèlia Capmany, la traducción llega a las librerías de Cataluña en junio del 68 a manos del editor Josep Maria Castellet (Edicions 62), que no paró hasta verlo publicado en catalán). Tras escribir este libro, nunca dejó de estar implicada en los movimientos feministas. El segundo sexo nos exhorta a actuar como personas libres porque Beauvoir, al igual que Sartre y otros filósofos existencialistas, considera que la libertad es indisociable del ser humano.
El resurgimiento explosivo del libro a finales de la década de los sesenta y los setenta fue de la mano de los cambios de mentalidad que se cocían por toda Europa. Se convirtió en la biblia de decenas de miles de mujeres europeas y de EE.UU. Entre ellas, sin duda, Araceli y yo, pletóricas de entusiasmo y vitalidad, cuando pensábamos que teníamos toda una vida por delante (luego te das cuenta de que la vida no es algo que tengamos delante o detrás, no es nada que podamos poseer, sino que sencillamente pasa).
Cuando nos zambullíamos por entre las páginas del libro como exploradoras en tierras desconocidas, cada una en su mundo de vivencias y estallidos de juventud (y digo «cada una en su mundo» porque, como he comentado, nos conocemos desde hace poco tiempo, cuando las canas ya han dibujado de gris y blanco nuestros cabellos), años de locuras, tiempo de los absolutos, en los que, agarradas al ideario que surgía de El segundo sexo, descubríamos que «la mujer no nace, se crea», lo que significa que, aquí caigo, allá me levanto, tomamos conciencia del significado del concepto de género, construido a partir de los estereotipos y normas de comportamiento que prescribían los valores sociales y la moralidad de una época.
La conceptualización del género ha sido considerada uno de los puntos clave en la teoría feminista desde los años 70 en la medida en que se descubre como una potente herramienta analítica capaz de desvelar las ideologías sexistas ocultas en los textos de las ciencias humanas y sociales. El género se inscribió en la teoría feminista como una nueva perspectiva de estudio, como una categoría de análisis de las relaciones entre los sexos, de las diferencias de los caracteres y roles socio-sexuales de hombres y mujeres y, finalmente, cómo una crítica de los fundamentos llamados «naturales» de estas diferencias.
Del mismo modo, el existencialismo de Sartre contribuyó a las inquietudes de los jóvenes, unas inquietudes que hicieron primavera con el estallido del Mayo del 68 en Francia, una de las revoluciones libertarias más importantes en el continente, seguida de una huelga general multitudinaria sin precedentes. La revuelta expresada con los famosos eslóganes «Prohibido prohibir» o «Bajo el asfalto está la playa», cuando el corazón de París, del Quartier Latin, de la Sorbonne libre o de las universidades de Estrasburgo y de Nanterre laten insomnes y esperanzados. Cuando se escuchaba la voz indescriptible de Violeta Parra cantando Gracias a la vida.
Son tiempos en los que la agitación social está a la orden del día: Primavera de Praga en Checoslovaquia, manifestaciones contra la Guerra de Vietnam y principios de la contracultura hippie en Estados Unidos y en diferentes países europeos, sobre todo Alemania y Holanda. Por toda Europa se cuestionan de forma vigorosa y resuelta los roles de género; se llama por la igualdad y la libertad sexual, por la paz y el ecologismo (allí estaba Daniel Cohn-Bendit liderando la efervescencia) y se lucha por la ampliación de los derechos civiles de las mujeres (por ejemplo, el derecho a votar). En nuestro país, el grueso de la población femenina estaba todavía muy ligado al modelo tradicional de amas de casa y este hecho explica en parte el antifeminismo paradójico de algunas mujeres jóvenes de la época que, a su vez, eran militantes de organizaciones antifranquistas. El miedo a perder la aceptación de los militantes masculinos y de los hombres como grupo las convertía en sus caricaturas. Mujeres que se desvinculaban de los problemas del género femenino, orgullosas de haber sido aceptadas en los círculos masculinos, puesto que admitir la opresión femenina las heriría en la propia identidad de «mujeres liberadas».
El efecto en Cataluña de la revolución cultural del 68 también supuso una fuerte radicalización de movimientos que ya estaban en marcha, como el estudiantil y el movimiento obrero, y dio un empujón decisivo a la subversión de las feministas que, durante la década de los 70, nos desafió a encarar la existencia personal. La estructura familiar, tradicional y anquilosada, se tambalea por la embestida de muchas de nosotras que, sin el apoyo de las grandes organizaciones políticas, fuimos capaces de situar, en primera línea, la transformación de nuestras propias vidas (Viladot, Maria Àngels: Beauvoir i les consciències remogudes, Opinió, Diari ARA, lunes, 18 de abril, 2016).
Ciertamente, es un hecho que las actitudes que discriminan a las mujeres, de tan arraigadas como están, persisten. Esto no quita que, desde entonces, los cambios positivos ocurridos en el mundo occidental, en unos países más que en otros, hayan sido gigantescos. Nadie puede pensar que el boom de El segundo sexo (más tarde se sumaría la obra de Betty Friedan La mística de la feminidad, con nuevas aportaciones a las corrientes feministas) y el evento de la revolución existencial del Mayo francés, pese a que fue efímera, no colaboraron y no han dejado una huella imborrable. Si entonces la preocupación se centraba en la manera de sacar a las mujeres de los espacios encorsetados del hogar y propulsarlas al ámbito social, hoy en día deambulamos por unas órbitas impensables en aquellos años. Como digo, desde entonces ha llovido mucho. A pesar de las diferentes posturas que chocaban y se contradecían, removieron conciencias, el cielo y la tierra. Mientras, El segundo sexo de la Beauvoir daba alas de libertad a las mujeres y eso ya no se puede borrar. Lo que protagonizamos no ha sido en vano y prosigue.
Sin embargo, suele inscribirse la obra de Simone de Beauvoir exclusivamente en la evolución del feminismo. Con esto se corre el riesgo de olvidar sus reflexiones sobre la creación literaria, sobre el desarrollo de la izquierda antes y después de la Segunda Guerra Mundial, sobre el dolor y la percepción del yo, sobre los límites del psicoanálisis y, por supuesto, sobre premisas profundas del existencialismo. Era una mujer que se perdía en sus admiraciones, en sus alegrías y a quién la belleza de las cosas, de la naturaleza, la golpean profundamente. Llevaba al límite su vitalidad, al rojo vivo. Sus repugnancias hasta las náuseas, sus deseos hasta la obsesión. Y a la postre, esto es lo que también encontraréis en el libro de Araceli Bruch Me siento estafada. Una lectura de Simone de Beauvoir.
Si lo leéis (lo cual os invito a hacer), encontraréis la complejidad de Beauvoir, una mujer que llora la enfermedad de su madre, que la perdona por todo el dolor causado y se perdona a sí misma, que bautiza de «reina azul» a la hoja plateada del chopo y «flor de las nieves» a la hoja barnizada de la magnolia. A ratos, os parecerá que, de repente, la veis en medio de un paisaje, caminando por senderos de tierra, por campos rebosantes de grosellas y chapoteando por los arroyos. Os parecerá que la divisáis en aquellos cabarés o paseando por la Rive Gauche una tarde lluviosa de otoño bajo un parapluie, el pelo oscuro recogido con un pañuelo o un turbante de colores exóticos. Como si la conocierais personalmente, la saludaréis afablemente con admiración. Os la encontraréis por las calles o por los Bistrot o Cafés, sola, aislada del ruido, con la mesa repleta de apuntes y el abrigo de lana colgando del respaldo de la silla, entregada a la lectura, a la escritura, al pensamiento o en compañía de Sartre, con quien quiso tener una relación igualitaria (en mi opinión ambigua y dudosa) en encendidas y apasionadas conversaciones. Iréis juntos o juntas cogidas de la mano de Araceli Bruch, caminando de puntillas por un laberinto lleno de puertas, espiaréis por los agujeros de las cerraduras, veréis secretos de difuntos famosos (como la misma Beauvoir), secretos de sombra o de luz, os adentraréis por lugares y rincones de la Historia. Un verdadero placer.
Simone de Beauvoir se preguntaba a quién le serviría lo que ella trataba de expresar en sus escritos autobiográficos. Pues a mí, a millones de mujeres. Todo lo que ha escrito, la forma en que se desnudó me sirve a mí, nos sirve a las mujeres para entendernos a nosotras mismas, para entender nuestra vida. Hemos aprendido a aguzar sutilmente la mirada, a no sucumbir a la realidad de las circunstancias, a denunciar la opresión, a mantener a salvo la inteligencia. Gracias, Simone de Beauvoir.