Marín

Marín

"Para empezar, no se llamaba Marín, aunque eso ya lo sabe usted. Se puso el mote por un compañero del batallón que era de allí y con el que había hecho migas".

MarínCARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

Dicen que ese Marín era un fantasma, hijo, pero decir eso es demasiado bueno para él. Solo era una alimaña rastrera, peor que una víbora. Y un cobarde. Si no conocíamos su identidad era porque siempre se quedaba atrás, a resguardo, mientras los de su partida daban la cara en los asaltos; al menos, ellos le echaban huevos y yo los respetaba. Pero a esa piltrafa… no sabes el daño que hizo en esa comarca; a cuántos hacendados y honrados ganaderos secuestró, y a más de uno se llevó por delante, y la de emboscadas a traición que preparó contra los compañeros de armas. Años nos costó cercarlo en el monte, hasta que apenas si pudo salir de debajo de las chaparras. 

De vez en cuando daba un golpe para robar algún suministro, es cierto. Incluso asaltó el estanco de Piedranueva para hacerse con algo de tabaco; mira tú qué valiente: cuatro encapuchados armados contra una viuda. Pero cada aparición de su partida nos decía más de su debilidad. La tisis y la miseria los iban diezmando poco a poco. Además, todos se fueron dando cuenta de su calaña, gentuza, y hasta carboneros y pastores le habían dado la espalda; incluso un alimañero nos avisó de que lo había visto. Y bien que se lo recompensamos, que en el Cuerpo somos agradecidos.

Pudimos atraparlo gracias a un valiente. No consientas que nadie hable mal de los espías, hijo mío. Su sacrificio nunca será valorado; siempre en peligro, con la amenaza constante de la tortura y la muerte infame, lejos del honor del cara a cara. Para ellos no hay medallas, pero igual cumplen su misión en la sombra con valor y entrega. Recuérdalo, hijo.

La comandancia urdió un plan para infiltrar a un hombre en la cuadrilla de Marín, y así me lo comunicó. Durante meses se jugó el tipo dejándonos mensajes en buzones acordados; por él supimos que quedaban pocos, y con su ayuda pudimos identificar a casi todos. Y, aunque no logró la filiación de ese Marín, sí que nos dio detalles del individuo, cetrino y mal encarado. Pero su gran hazaña fue avisarnos con tiempo del asalto que preparaban al cuartelillo de Mazuela, aprovechando la procesión de la noche de la patrona, en que la guarnición andaría de servicio solemne. Un intento a la desesperada de seguir activos.

Claro que sabíamos donde esperarlos, en un terreno que nos era propicio y que no podían evitar. La luz de la media luna nos permitió distinguir los bultos que seguían el cauce del regato, tan confiados que uno hasta fumaba. Yo mismo les di el alto y les insté a rendirse; les prometí, y lo habría cumplido, por estas, un trato deferente hasta entregarlos al juez. Me comporté con ellos con un decoro que no merecían, y por toda respuesta obtuve una salva de disparos sin orden ni concierto. Me protegí tras un alcornoque y di la orden de abrir fuego.

Fue un combate breve, pero muy intenso. Hasta la zorra se revuelve con furia si se ve acorralada. Yo dirigía el fuego de los míos organizando barridos del perímetro que obligaran a los bandidos a retroceder. Por desgracia, lograron hacerse fuertes en unos peñascos de los que no íbamos a poder sacarlos. No me gusta hablar de mí, bien lo sabes, hijo, pero a tu padre le condecoraron por algo. Viendo que la suerte podía cambiar, saqué la pistola, grité a los míos que me siguieran y me abrí paso a tiros hasta los riscos. Un capitán tiene que saber ponerse al frente, ser el primero en el peligro. El tal Marín ni para eso valía. Vimos salir dos o tres sombras a la carrera, e intuí, por las señas, que era uno de ellos.

El bosque les dio algo de ventaja; no en vano habían vivido en él por años; pero, como quiera que al menos uno iba herido, se dirigieron al molino de Lantra, a que la molinera lo curase. De ella no sospechábamos, viuda de un caído en el Alto de los Leones y moza de reputación impecable. Jugándonos el pellejo, encontramos a los prófugos cauce abajo, viniendo del molino; tampoco quisieron rendirse, maldita sea, y cayeron acribillados. Fue un combate justo. Sobre los helechos también quedó el cabo Remesal, uno de los mejores guardias que jamás tuve a mis órdenes.

Al tal Marín lo acerté dos veces en la cabeza. Pero lo que no esperábamos es que la molinera, a la que trajeron al lugar de los hechos dos números a los que yo había mandado al molino, se abrazara al cadáver del canalla llorando y nombrándolo su hermano. Qué callado se lo había tenido. Todo el mundo pensaba que había pasado a Francia después de la guerra y se le daba por muerto. A ella, bien amansada, la llevé ante el juez y ya no supe de su paradero. Bien sabes que aquella acción me valió la medalla y el ascenso; y que con el ascenso vino el cambio de destino a la comandancia provincial. Y lo cierto, hijo mío, es que nunca se me ha ocurrido volver por aquellos jarales.

Pues yo qué quiere que le diga, discúlpeme. Si así se lo contó el capitán Atienza cuando era usted joven, pues déjelo estar. Ya son ganas de contradecir al padre de uno para que se revuelva en su tumba, que otra no va a sacar usted. Y venirse hasta aquí. Favor que usted me hace; ahora que estamos solos, me da un cigarrito y tan contentos. Aquí nos los racionan, y es casi peor que si lo prohibieran.

Coño, ¿Lola? ¿Es usted de los que fuma paja? Ande, guárdelo, no nos vayan a venir las avispas con tanta florecilla. Lo mío, como comprenderá es fumar Sombra. O Ideales… pero ya no se encuentran.

A ver, ayúdeme con la botella, que abrirla con una mano es jodido. Normalmente me las descorcha Joao, aunque con sus temblores me tira la mitad. Beba, beba; es moscatel do Douro, suave y agridulce; lo mejor para esta hora. Para cualquier hora.

Claro que lo que ha oído en la universidad no coincide con lo que usted sabía. No iba a pretender que su propio padre se pusiera en evidencia. Buen disgusto fue para la zona la llegada del capitán Atienza. Lo que habían pasado las gentes de allí hasta ese momento fue un chubasco comparado con el pedrisco que se les vino encima. Y no me extraña que nadie quiera hablar. Su padre injertó el miedo en aquellos parajes para varios siglos.

Pero si usted quiere que yo le hable de Marín, pues yo le hablo de Marín, hombre; pues no me gustan a mí los cuentos de fantasmas ni nada; más que el moscatel.

Para empezar, no se llamaba Marín, aunque eso ya lo sabe usted. Se puso el mote por un compañero del batallón que era de allí y con el que había hecho migas. Murió en una trinchera.

Marín había llegado a teniente por obra y gracia de la unificación de la milicia. Era un avaricioso; vivía con el dedo en el gatillo y tragaba con lo que fuera por la victoria; primero ganar la guerra, luego la revolución, nos machacaba una y otra vez. Y siempre había alguno que le recordaba como acabó Durruti. Cuando vio que no ganábamos ni al tute, se negó a retirarse hacia Valencia y se quedó en el monte con unos cuantos ingenuos que decidimos hacerle caso. Yo creo que le daba miedo alejarse de su comarca, que no sabía manejarse fuera de aquellos cerros y aquellos regatos. Pero esto son sospechas, especulaciones. Yo qué sé, lo mismo tuvo una visión de los hacinados en el puerto de Cartagena y de las sacas indiscriminadas de Ocaña. Ni idea. Era un tipo hosco, de pocas palabras y menos confidencias; podían transcurrir varios días entre una y otra conversación, y apenas iban más allá de sus peroratas sobre el futuro, a nosotros, que ni teníamos presente, cuando los aliados nos socorrieran, menuda mierda, y alguna instrucción desganada para organizar el rancho. Mejor que el de aquí, se lo juro.

Para los de la partida, el monte nos dio la esperanza que necesitábamos. Los primeros golpes tuvieron éxito y conseguimos que los fascistas desviaran tropas para combatirnos. Ya no recuerdo cuántos guardias llegamos a tener tras nosotros. Y en los pueblos grandes, los señoritos organizaron el somatén para defenderse. Pero éramos los dueños del monte y de poco les valían sus batidas y su logística de pacotilla. Siempre asaltábamos al pagador de una finca o requisábamos camiones de suministro al otro lado de por dónde nos buscaban.

Era, entiéndame, incluso divertido.

La gente nos ayudaba; la poca con la que teníamos contacto, quiero decir. Marín, eso sí, siempre tuvo mucho cuidado de que los correos no levantaran sospechas. Encargos, los justos, de poco monto y menos tamaño. Y los mensajes, espaciados y breves. Lo que necesitábamos, lo robábamos o lo adquiríamos a muchos kilómetros, haciéndonos pasar por arrieros o jornaleros en ruta.

Pero los tricornios aprendieron a ser eficaces en la barbarie. Los paseos y las torturas en los cuartelillos hicieron su efecto: más y más puertas se nos cerraban; ya eran contados los pastores que se avenían a vendernos su queso o a subirnos vino, y aún menos compadres se atrevían a dejarnos mensajes en el buzón. Marín, eso le honra, decidió romper los contactos para no poner a los paisanos en el brete de la delación. Nos escondimos durante varios meses, hasta que debieron de creer que nos habíamos esfumado, y entonces, amigo Atienza, dimos nuestro golpe más sonado.

Lo del asalto al cuartel de Pedrosillo no lo pudieron tapar y hasta salió en El Alcázar. De noche, limpio y rápido. Nos llevamos armamento, medicinas, comida en abundancia, una cuantas botellas y hasta la caja de puros del capitán. Ajusticiamos a un sargento famoso por su ensañamiento y nos largamos en una de sus camionetas, que luego despeñamos en una curva. Ya despuntaba el día. Menudo estruendo. Incluso nos fumamos los puros viendo el espectáculo. El amasijo del vehículo quedó panza arriba como un galápago reventado; pero una rueda siguió girando incansable, como la de un molino, hasta que, bruscamente, paró en seco y quedó muerta.

Visto ahora, no sé si fue buena idea. Volvieron a llenarse las celdas de uñas arrancadas y cuajarones de sangre, y en los pueblos volvió el luto a las mangas. Sé que muchos se arrepintieron de no habernos vendido antes y que otros tantos se curaron en salud avisando de cualquier ruido raro o el menor movimiento que atisbaran en la sierra.

¿Que qué ocurrió? Ocurrió que también perdimos esa guerra: fracasó lo de Arán y fueron cayendo andaluces, gallegos, levantinos… como brevas maduras;. Tan solo algunos del norte tenían aún resuello. Pasaron los años sin que ningún calendario nos avisara y un día descubrimos que nos habíamos quedado solos en una región que nos había dado la espalda, que incluso nos ignoraba. Y no puedo reprochárselo. Los paisanos sufrieron lo suyo: deportaciones, torturas, ejecuciones sumarias… ahora que mienten que llega la democracia, puede que alguien se ponga a investigar en serio la represión, aunque no lo creo; incomoda asumir tales números, y cuando se sepa durante cuánto se vivió aquel estado de excepción, muchos encorbatados de este tiempo nuevo se van a sentir señalados. A mí me da igual, entiéndalo, pero puede que a ustedes les convenga que todo esto quede en el limbo. Es lo que pasa con las herencias, que solo se disfrutan si nadie pleitea.

Tan solo nos quedaba un contacto, un tipo que se había infiltrado en el ¿Glorioso? Movimiento Nacional y había ejercido de espía desde el primer momento. Por aquel entonces mamaba de un alto cargo en no sé qué delegación, y a veces tenía el descaro de ponerse el uniforme para ir hasta el buzón.

Fue él el que nos avisó de la llegada de Emiliano.

Lo mandaba la Federación, a buenas horas, con instrucciones para una nueva campaña y como refuerzo. Marín, que bolo no era, desconfió de él desde el primer momento; sospechaba que nos lo había colado el espionaje fascista. Me lo dijo una tarde, junto al venero: ¿una campaña ahora, cuando quedamos cuatro pringados? No me jodas. Esta escoria ha venido para que salgamos al raso. Yo también lo pensé, pero con el tiempo he llegado a creer que no fue más que un chavalillo universitario, como usted, que se acojonó y quiso acabar con aquella mala vida. Si le hubiera visto botar a medianoche porque había sentido un alacrán sobre el caqui… al menos, nunca le dijimos que lo que nos desvelaba en los pajares no eran conejos.

Por qué Marín dio por buena la situación nunca llegué a explicármelo. Siempre fue un fatalista, y a lo mejor pensó, es un decir, que si el refuerzo nos salía rana sería porque nos había llegado la hora.

Y si no nos había llegado, poco le faltaba. De lo que fue una partida pujante y decidida quedábamos unas pocas sombras roídas por el reuma, la tisis y la miseria. Cuando echo cuentas, casi fueron más los que había enterrado la intemperie que los que murieron de bala. El frío y el hambre le echaron una buena mano a la Benemérita.

Marín, el loco de Marín, decidió que asaltáramos el cuartelillo de Mazuela. Sobre el papel era factible incluso para una partida tan menguada como la nuestra. La perspectiva de quitarles la despensa nos animó lo suyo. Bastante llevábamos ya alimentándonos de bellotas y conejos tan enfermos que no les daba la vista para distinguir el cepo.

Y justo la noche del asalto, qué coincidencia, al tal Emiliano le atacó el lumbago y farfulló que estaba baldado hasta para dormir.

Aquello ni siquiera fue un combate, sino un ojeo. A la salida del valle del Sangrera nos esperaban ciento y la madre: guardiaciviles, soldados y hasta hijoputas del somatén nos tiroteaban. Yo vislumbré al cabrón que me jodió el brazo de un balazo y juraría que era un cura. Y eso que era de noche.

De allí salimos cuatro, a gatas y maldiciendo: Marín, Espeluznao, Grillo y un servidor. El Espeluznao y yo íbamos bien aviados. Le dijimos a Marín que se largara, que ya nos apañaríamos, pero él, siempre tan echao palante, rugió que no iba a dejar atrás a ninguno de los suyos. Y desde ya le digo que no fue siempre así; siempre había antepuesto la pervivencia de la partida a la de cualquiera de nosotros, y no le dolieron prendas cuando tuvo que dejar a alguno en la estacada de la agonía por no delatarse Ya sé que estamos mal de munición, solía decirnos, pero siempre guardad algo para vosotros, por si hay que aliviarse. Y más de uno le hizo caso.

Francamente, no creo que Marín fuese cobarde, pero le faltaba valor para aceptar la realidad. Quizás por eso se empeñó en salvarnos cuando ya no teníamos salvación.

Que la molinera era su hermana no lo sabíamos ninguno. Se encontraron sin ternura ni aspavientos; Marín le dijo que intentaríamos cruzar a Portugal y, desde allí, coger un barco a Venezuela para continuar la lucha. Yo pensé, y no se lo dije, que muy lejos quería llegar el señorito. Bebimos aguardiente, nos hicieron unas curas chapuceras y comimos patatas con tocino, lo primero caliente que nos llevábamos al cuerpo en varios días, porque en aquellos andurriales no había peor chivato que el humo. Y todavía las maldigo, porque aquellos minutos que perdimos devorando como segadores fueron, maldita sea, los que nos costaron la vida.

El caso es que nada más salir del molino, apenas llevaríamos andados doscientos metros por el cauce, una patrulla nos dio el alto. Yo iba unos metros por delante y me había metido ya en una trocha cuando oí la voz. Si se hubieran tirado al suelo y arrastrado, podrían haberse salvado, pero saber descubierta a su hermana cegó a Marín, que tiró de pistola y comenzó a disparar contra la oscuridad. Una ráfaga de subfusil lo alcanzó en las costillas y lo tiró contra las torviscas. El Espeluznao y el Grillo cayeron a continuación, con los brazos en alto y pidiendo clemencia. Incautos, ¿qué esperaban?

El capitán, su papá, ¿de verdad quiere escucharlo?, descerrajó a Marín varios tiros en el rostro para desfigurarlo, como si no quisiera quedarse con ningún recuerdo. Luego, mandó a dos números a buscar a la molinera, a la que trajeron a rastras.

Yo presencié la escena escondido tras unos arbustos que miraban al río. En el vértigo del final, apenas pensé en que siguieran buscándome, pero estaba claro que se habían olvidado de mí. Era muy importante lo que allí se cocía.

La hermana, y lamento no saber cómo se llamaba, abrazó el cuerpo de Marín entre gritos y sollozos. Su padre de usted, el capitán, la cogió por los pelos y le ordenó, escupiéndole en la cara, que le diera nombres de colaboradores.

-¡Vamos, puta, larga ya si no quieres que te vacíe el cargador en el coño!

Ella sí que tuvo cojones; más que todos nosotros. Apenas pude escuchar cómo le espetaba:

-¡Valiente gallo! A mi hermano, a traición; y a mí, sola y rodeada por tu calaña.

Y comenzó a cantar la Varsoviana. El capitán, su padre de usted, le golpeó con la culata de la pistola, y siguió pateándola cuando cayó al suelo, pero ella solo dejó de cantar cuando recibió el tiro en la nuca.

Pocos amigos nos quedaban cuando pude pasar la frontera. Me amputaron el brazo en un quirófano improvisado donde casi la palmo. Los de la Federación me consiguieron documentos y un puesto de bedel en una fábrica. De vez en cuando me encargaba de unas octavillas o alojaba en mi casa a algún correo camino de España. ¿Qué coño iba a hacer un manco? Cuando me jubilé, junté lo poco que tenía ahorrado y pedí alojamiento aquí. Ya sabía de mi enfermedad y que no me quedaba mucho. Bastante estoy durando. Ya ve, yo, que he matado curas por deporte, ahora como el rancho de estas monjitas.

Por si le interesa, tuve noticias del tal Emiliano a mediados de los sesenta. Como me sabía seguro con mis papeles portugueses, pasé a España de vacaciones y lo encontré en la oficina de contabilidad que me dijeron.

Para usar una pistola, una mano basta.

No pienso volver. España está al otro lado de aquellos picos. Aquí, al menos, unos capitanes con agallas se levantaron contra el dictador. Cuando me aburro, tarareo Grandola Vila Morena. Pero allí, Paquito se murió en la cama, le sucedió el chopo al que había designado y la gente desfiló por millones ante su podrido cuerpo. Menudo panorama No, no tengo ninguna gana de volver. Yo dejé de existir hace mucho. En el fondo, las hermanas son buena gente ¿sabe? La superiora estuvo en Angola ayudando a la guerrilla; Sor Camarada, le digo. Y les he pedido que me llamen por mi antiguo nombre y ellas lo respetan como el capricho de un moribundo chiflado. Cuando las hermanas y yo hayamos muerto, todo se acabará. No merezco salir del olvido.

Y ahora, váyase, que están a punto de venir a buscarme para la comida. Vuelva otro día si quiere, pero, coño, tráigame al menos algo de tabaco decente.

La monja llega por el sendero, sonriente y blanda. Su ánimo, su porte, puede que también su fe, parecen en ella un papel aprendido. Empuja la silla de ruedas y canturrea más que habla:

-Vamos, que ya es hora de comer.

-Ánimo, hermana, que ya falta menos para que el veneno me haga efecto.

-¡Ay, señor Marín! ¡Mire que le gustan las bromas macabras!

A CUENTO DE QUÉ

Si ya en los dos veranos anteriores les brindé una sombrilla de cuentos (no todos refrescantes), reincido en este con la confianza de que alguno mitigará la soledad de la tumbona.

Para ustedes he convocado a magos provincianos, pobres de pedir, una yegua imbatible, una hábil timadora, una cajera despistada, una baraja de fotos escandalosas…

En todos ellos intenté convocar a las Musas, pero estas habían cambiado sus vacaciones para ir a votar.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”