Hijos de la ira, nietos de la vergüenza

Hijos de la ira, nietos de la vergüenza

Sé quien fue mi padre, quién es y quién será siempre.

Hijos de la ira, nietos de la vergüenzaCARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

Ni siquiera cuando el alzhéimer se lo llevaba a aquel territorio que nadie, tampoco él, conocía, solo niebla y silencio, dejé de ver a mi padre como el gigante que siempre fue, valiente y fuerte, capaz, con su sola presencia, de acabar con los miedos de un niño rodeado de noche, ráfagas de viento y alimañas; sabio en el monte a la hora de esquilmar los conejos o de adivinar la tormenta, y sabio con la navaja de injertar (“no sé ni para qué la llevo”, me decía en un momento de lucidez, ¡como no injerte la antena de la tele!”, me deslumbró una vez cuando ya, de tan gastado, le hubiera costado subir a la parva); cariñoso las mañanas de domingo y firme en su sitio como un chopo cuando la ocasión lo requería.

Ahora que él ya es yerba y yo pronto seré pavesa (“lo que perdimos en el fuego lo recuperamos en las cenizas”. Lamento no recordar a quién pertenece, pero lo grande es de todos), todavía encuentro consuelo al saber que lo conocí, que cuidó de mí y me enseñó lo que tenía que hacer cuando él ya no estuviera.

Sé quien fue mi padre, quién es y quién será siempre.

Nunca querría saber que mi padre fue otra persona.

Loreto Urraca ha escrito un libro cuyo valor, tanto cívico como literario, me ha tocado en lo más hondo. Entre hienas cuenta la historia de su abuelo, a quien no conoció realmente. Para la autora, comenzó el día en que una periodista se puso en contacto con ella para pedirle que compartiera sus recuerdos de niñez con aquel anciano. Como no tuviera noticias que dar, se preguntó qué interés podía tener nadie en él, investigó y supo que su abuelo, Pedro Urraca, fue un infame policía enviado por el gobierno de Franco a Francia para identificar y vigilar a los republicanos exiliados. Cuando los nazis pusieron los pies sobre los veladores de Maxim´s, el comisario Urraca dio un paso más allá y colaboró en la detención y deportación a España de cuantos españoles de bien encontró, entre otros, el President de la Generalitat Lluis Companys y Cipriano Rivas-Cherif, cuñado de Azaña (don Manuel escapó de milagro, él, que era descreído).

Es más, las garras de Urraca se enredaron con las de la Gestapo, y a los exiliados españoles añadió en sus listas judíos y miembros de la Resistencia, aprovechando las razzias para hacer negocios personales. Loreto avanza la hipótesis de que su abuelo tuvo que ver con la detención, tortura y asesinato de Jean Moulin, el legendario dirigente clandestino.

En cuanto supo que su apellido estaba contaminado, la autora decidió afrontarlo sin miedo, e inició una pesquisa de años tras la que pudo recomponer, documento a documento, fecha a fecha, muerto a muerto, la historia maldita que no tendría que haber conocido.

Que no tendría que haber sucedido.

Sé que sintió vergüenza, rabia, y desolación. Mientras leía Entre hienas recordé a tres grandes actrices, Emma Penella, Terele Pávez y Elisa Serna, que cambiaron sus apellidos y ocultaron durante décadas que eran hermanas, hijas las tres de Ramón Ruiz Alonso, el miserable que detuvo a Lorca.

Y a la nieta del poeta argentino Juan Gelmán, nacida durante el cautiverio de sus padres y abandonada en una canastilla a la puerta de la casa de un policía uruguayo. Su padre fue ejecutado; de su madre, trasladada clandestinamente a Montevideo cuando iba a dar a luz, nunca más se ha sabido. Y ella, la niña que creció feliz, en un hogar estable y próspero, descubrió un día que aquellos que la habían mimado se habían servido de la tortura y el asesinato para conseguir el bebé por el que entregarían la vida (pero la de quién) si fuera preciso.

Y pensé en tantos obligados a aceptar que el rosa de sus vidas era, en realidad, sangre desteñida. Muchos se enorgullecerán de los canallas que los engendraron y mantuvieron, pero me consta que otros se han rebelado contra la pesadilla que les ha tocado en herencia y ahora dan testimonio de su confusión, su asco y su necesidad de ser, si no perdonados, al menos creídos.

Loreto Urraca ha tomado las riendas de su apellido (supongo que sentirá envidia de los Pérez y los Fernández, para los que el camuflaje es sencillo) y de su devenir. Aún ignoramos demasiadas circunstancias de aquellos años en los que todo, vida, muerte, sueño o vigilia, dolía. Y ella ha escrito un libro riguroso, documentado, sereno y firme; una rendija más de luz en esa oscuridad indecente que se alimenta del olvido y la despreocupación. Por ello, le doy las gracias.

Y aún le agradezco más que haya optado por la novela como medio de transmisión. Podía haberse conformado con el registro de los datos, el análisis de los hechos y la reproducción de los testimonios, pero ha preferido ser (me imagino con cuánto dolor) cada uno de los personajes, vivirlos y hacerlos vivir ante el lector, obligar al polvo de los legajos a bailar al son de la realidad y su poder.

Porque solo la literatura contiene el poder del mundo.

Solo ella sabe fascinar y horrorizar.

Desde luego, no imagino mejor forma de enterrar a Pedro Urraca que alzarlo en carne y hueso para que él mismo se juzgue.

Ni imagino mejor forma de mantener vivo a Companys, a Moulin y a todos sus compañeros que seguirles en su fin y sentir su reivindicación.

Eso solo lo puede lograr una novela como esta, magnífica y nada complaciente, que comenzó cuando una licenciada en Filología contestó al teléfono y respondió a una voz desconocida.

Sin vergüenza.

Sin ira, como tuvo que haber sido aquel futuro truncado.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”