El respeto al derecho y a la diversidad ante la amenaza del rebrote de un odio fascistizante
La tentación fascistizante no necesariamente comparece con gomina en el pelo, uniformes paramilitares, correaje, botas de charol, saludo romano o paso de la oca.
En la Constitución italiana (1948) tras sucesivas reformas, pervive hasta hoy su Disposición Final XII, que prohíbe la "reconstitución" del Partido Fascista cualquiera que sea su forma. La Constitución alemana (Grundgesetz, 1949), en su art.21, vincula los partidos políticos al sostenimiento del orden democrático liberal, precepto sobre el que el TC Federal alemán basó la disolución (1951 y 1952) de un subrogado del Partido Nazi y de una formación comunista de vocación totalitaria (en esas fechas aún vivía Stalin).
En los manuales de Derecho Constitucional Comparado fueron frecuentes, durante largos años, las referencia a estos ejemplos como expresión de compromiso con una idea de democracia abierta constitucionalizada, lección duramente aprendida por el constitucionalismo de posguerra tras la devastación incuantificable de la II Guerra Mundial. En la doctrina alemana la elaboración dominante fue la de Streitbare Demokratie, democracia combativa que se autodefiende frente a la amenaza de sus enemigos.
El ciclo constitucional en que se inscribe España es, como es sabido, posterior: el de la Europa del sur (Grecia, 1974; Portugal, 1976; España, 1978) tras el desmantelamiento de sus respectivas dictaduras. El modelo español no se incardina en el de la democracia militante: los profesores hemos explicado durante décadas que la Constitución española no contempla cláusulas expresas de intangibilidad (artículos irreformables) ni proscribe tampoco que los partidos políticos puedan propugnar objetivos incompatibles con ella, siempre que respeten los procedimientos para su reforma y acepten las reglas de juego.
Lo cierto es que la UE que conocemos se ha construido a partir de una voluntad de Europa, conducente a una experiencia de integración supranacional regida por el Derecho, y sólo desde la observancia de esa naturaleza puede explicarse su éxito en términos de pacificación de un continente muchas veces desangrado por sus guerras y de estabilidad y convivencia en sociedades plurales bajo el imperio de la Ley. Y, sin embargo, el transcurso de los años y la agudización de tensiones y conflictos desatados por el vértigo de la globalización, la revolución tecnológica y la aceleración climática, las sociedades abiertas de los EEMM (Estados miembros) de la UE vienen conociendo desgarros en los que despunta de nuevo la larga sombra del fascismo.
Por descontado que su formato y presentación no replica el terror de los años 30 del pasado siglo: la tentación fascistizante no necesariamente comparece con gomina en el pelo, uniformes paramilitares, correaje, botas de charol, saludo romano o paso de la oca. Pero su rebrote, con caracteres adaptados al tiempo que vivimos, avanzado el siglo XXI, es alarmante y no puede ser subestimado. Los discursos de odio propenden más pronto que tarde a la violencia que deriva en crímenes de odio. El lenguaje faltón, vejatorio, insultante, denigratorio cuando no derogatorio contra toda discrepancia exuda la nostalgia belicosa de una unanimidad hostil a toda diversidad, y por consiguiente agresiva contra quienes la encarnen. Una retórica pretendidamente encendida de exaltación nacional y patriotera transita sin freno hacia la rabia flamígera contra quienes, demonizados, osen oponer otra visión de la sociedad, abierta a sus contradicciones e inclusiva de sus diferencias.
Sucede, además, que, inexorablemente, con el transcurrir del tiempo, el fascismo regurgita en una secuencia dramática pero acumulativa: de la ira jupiterina en la tribuna del Parlamento a su irradiación en cascada episodios de violencia callejera, a la confrontación capilarizada en la vida cotidiana, a la impregnación de la violencia verbal que hace tiempo que domina las redes sociales al lenguaje de la prensa, las columnas, las tertulias. La fascistización del discurso azuza la disolución del respeto que mutuamente nos debemos, de ese respeto que es la base de la existencia en dignidad.
Con lo que el miedo a expresar, con libertad y seguridad personal, la discrepancia y la alarma ante esta degradación de las bases de la convivencia —lo que solíamos llamar "pre-requisitos" de la democracia— se impone en cada vez más estratos y dimensiones de la vida, la cultura y la estructura social.
Por estas rendijas no solo se cuela, sino que alimenta, fortalece y viraliza el reencendido fascismo que una y otra vez regresa a los debates del Pleno del Parlamento Europeo (PE) y sobre cuyo impacto advierten las encuestas de opinión y pronósticos electorales que vamos conociendo a medida que se acercan las elecciones europeas de junio de 2024, ya a la vuelta de una esquina. Elecciones europeas más decisivas que nunca de todo cuanto nos importa.
Porque ese peligro acucia en una dirección radicalmente negadora de los valores fundantes de la construcción europea frontalmente contrario al sentido de la historia, no digamos ya a la escala supranacional y global que requiere la respuesta a los retos planteados, tan imperiosos como inaplazables: desde el hecho migratorio globalizado como nunca a la descarbonización (Transición Verde y Justa) que nos permita salvar el planeta del desastre y que nuestra descendencia pueda seguir habitándolo, y así hasta la preservación de la democracia basada en la deliberación ejercida desde la igual dignidad de todas las personas ante el empuje de regímenes dictatoriales ("autoritarios", leemos que se les llama a diario) que combinan un nacionalismo rabiosamente reaccionario y represivo con la exaltación de la fuerza militar contraria a la legalidad internacional, al Derecho humanitario e incluso al Derecho mismo de la Guerra (Convenciones de Ginebra).
Las democracias mueren —repetimos una y otra vez (recuérdese, Levitsky & Ziblatt) con la negación del otro, la resistencia a aceptar la derrota electoral y la viabilidad del Gobierno de esos otros (a alteridad en política)—. Pero también declinan con la normalización y hasta la banalización de la amenaza —hoy pujante— del totalitarismo fascistizante.
Volviendo por donde empezábamos: la jurisprudencia de la Corte di Cassazione italiana (equivalente al TS español) viene dictaminando que, por mucho que asistamos a la proliferación de actos con masas de camisas negras, formaciones en escuadra, estandartes y banderas repletas de calaveras, esvásticas, brazos en alto y gritos ritualizados glorificando la muerte de los adversarios políticos, no proceden consecuencias jurídicas punitivas en tanto no nos hallemos ante la tentativa expresa de "reconstitución del Partido Fascista".
¿No es ésto normalizar o banalizar su amenaza? ¿No lo es pactar con formaciones que propugnan la censura, la disolución de partidos que les lleven la contraria, encarcelar a sus representantes y “colgar por los pies” a sus responsables políticos?
Las lecciones de la historia son, al respecto, terminantes, ineludibles, apremiantes: elecciones europeas, junio de 2024. Condescender ante el riesgo de que Grupos de extrema derecha, ultranacionalista y xenófoba, sumen hasta poder conformar, con el PPE, por vez primera en la historia del PE directamente electivo (por sufragio universal de ciudadanía europea), una UE derrapada en la pendiente antieuropea, equivaldría, digámoslo claro, no ya a normalizar o banalizar el rebrote del fascismo: sería tirar por la borda todo lo que hemos construido durante más de seis décadas para que la UE sea un espacio globalmente relevante de libertades, cohesión, inclusión y respeto a su diversidad, bajo la garantía de la regla del Derecho.