El saber no ocupa lugar
Si uno de sus amados hijos les anuncia un día que va a cambiar de latitud, dejen las lágrimas para el aeropuerto y alégrense por él.
Yo emigré desde los Montes de Toledo a Madrid, circunstancia de la que les supongo debidamente informados (reconozco que mi insistencia en lo que considero relevante raya lo obsesivo).
En tan plomizos años, Madrid se nos antojaba un lugar más lejano y peligroso que los Andes o el Himalaya, que, al fin y al cabo, no dejan de ser montes como aquellos por los que triscábamos en franca competición con las cabras. Pensábamos, incluso, que una llama no era más que una cabra que escupe y un yak una cabra mal afeitada.
Yo emigré (¿lo ven?), emigraron mis hermanos, mis tíos (uno de ellos se instaló en un Bagdad que hoy no reconocería) y casi todos los que recorrieron las calles de la aldea de Robledillo, en la que ya solo quedan dos parientes lejanos que pasan las jornadas consumiendo simultáneamente su vejez y todo el vino de la región. Pero no dejemos que nos lleve la nostalgia, ese error que nadie es capaz de evitar, porque lo de largarse con la música (más los estudios cursados, las habilidades dominadas y las ganas de trabajar) a otra parte no se ha quedado en el pasado de los abuelos, sino que sigue vigente en nuestros días. Y, como ha sucedido siempre, no solo se van los que no tienen más patrimonio que el horizonte ante ellos, sino muchos de cuantos atesoran conocimientos y preparación sobrada para resolver los problemas pendientes y avanzar en el desarrollo de cualquier disciplina.
Mi hija Yedra, uno de mis cinco ojitos derechos (quizás por esa anomalía, entre anatómica y cariñosa, no las veo venir demasiado a menudo), se instaló en Canadá, entre cafés aguados, caribús y gente bien educada, para llevar a cabo sus investigaciones en ecología.
Antes, había saltado de Coimbra a Dublín, de Pessoa a Joyce (y aún pone un mohín de disgusto ante un plato de riñones).
Ahora, ha montado su laboratorio en Suecia para desentrañar los mil mecanismos de polinización con que se las ingenia la naturaleza para perpetuarse.
La cantidad de conocidos cuyos más avezados vástagos están desempolvando el pasaporte en pos de oportunidades, y cuya relación creo haber detallado en otro momento, me impulsa a albergar algún que otro temor sobre nuestro futuro.
Me veo cruzando la frontera hasta para poner medias suelas a los zapatos.
Aunque puede que no sea una calamidad semejante trasiego de cerebros, sino un sencillo signo de los tiempos en los que nos hemos sumergido sin darnos cuenta. No es que el saber no ocupe lugar, sino que no es capaz de estarse quieto.
Bastaría con que los estadistas dejaran de utilizar la inteligencia como arma de agresión y entendieran que ha de ser un vínculo entre todos los desheredados de la tierra que, no nos queda otra, seguimos habitándola.
Ha sido Yedra precisamente la que me ha hecho notar que, de todos los agraciados este año con el Premio Nobel, la honrosa lotería del dinamitero, tan solo dos han desarrollado su carrera en su país de origen, y de los dos, la galardonada con el de la Paz, la activista iraní Narges Mohammadi, no debería contar en esta estadística de andar por casa, dado que su residencia en Teherán está fijada en la cárcel en la que cumple diez años de condena por el terrible delito de pensar por su cuenta.
Mientras sigamos creyendo que la lucha de las mujeres no nos concierne, estaremos perdidos. Nuestra ignorancia al respecto es, quizás, la peor violencia.
La circunstancia del otro premiado que reside en su nación resulta más curiosa y menos dramática: el dramaturgo y novelista noruego Jon Fosse, cuya existencia desconocía hasta que ha alcanzado la celebridad del teletipo, ocupa una casa aneja al palacio real de su país gracias a un curioso privilegio que le ha concedido la corona noruega. En ella vive, dicen las crónicas que no con demasiado placer, tras haber superado diversas crisis religiosas que han acabado con sus huesos en el catolicismo (hay adicciones muy peligrosas) y una pasión por el alcohol que lo ha dejado completamente abstemio.
No bromearé acerca del sufrimiento de un borracho, pero siempre insistiré en que es mejor un poco menos para que dure más tiempo.
Y no me resisto a traer a colación la mordaz y definitiva frase de Stephen King (cuyo resplandor nuca me cegó):
- ¿Que si bebo? ¿Qué parte de “soy escritor” no ha entendido?
Sé de buena tinta que los tejedores de palabras no aprovechan la curda para ejercer su oficio, sino que prefieren esperar a la disciplina de la resaca para empezar a trabajar, pero no puedo ni imaginar cómo habrían sido Las nieves del Kilimanjaro si Hemingway se hubiera entonado con chupitos de té helado.
En cualquier caso, si uno de sus amados hijos les anuncia un día que va a cambiar de latitud, dejen las lágrimas para el aeropuerto y alégrense por él. El presente es como es y el futuro pinta en bastos (en Palestina en espadas), así que pueden consolarse pensando que el traslado les acerca más al milloncejo de euros con que los herederos de Alfred el Reventador agasajan a sus elegidos.
Y más les vale no volver antes de tiempo, que ya hemos perdido la cuenta de los físicos, virólogos e ingenieros que han visto recompensado su retorno a la ciencia española con una gorra de taxista o un mandil de camarero.