Hace falta valor

Hace falta valor

Pero hace falta mucho más para mantener un poco de decencia en medio de esta estúpida batalla.

Hace falta valorCarlos Alejándrez Otto

Mientras la niña, de unos doce años, agarra del pelo a su víctima (vista la actitud de la agredida no me parece justo nombrarla “contrincante”) para arrojarla al suelo, el público, de la misma edad que golpeadora y golpeada, anima la escena sugiriendo a voces que le propine unas cuantas patadas en la cabeza o que la arrastre por la acera, sugerencias aceptadas, todas ellas, con entusiasmo por la agresora. Por supuesto, los teléfonos móviles graban la escena con detalle y sus usuarios apenas tardan en hacerla pública, a través de las diversas redes sociales, lo que tardan en respirar dos bocanadas del sucio aire de la violencia.

Me dicen que, en el caso que nos ocupa, nadie apreció una situación de acoso previa, aunque a algún docente le extrañó que la niña golpeada (de alguna manera, víctimas son ambas) deambulara sola y absorta por el patio del recreo jugando con un tupper.

Si tuviera, que no lo tengo, ánimo para bromear, recordaría aquellas frases manidas que los aficionados de opereta espetaban a los boxeadores: “No le des en la cabeza, que está estudiando”, “besaos de una vez”, “acércate, que no muerde”… pero prefiero recordar la ocasión en que el público del Campo del Gas aplaudió al árbitro que paró la carnicería propiciada por la evidente inferioridad física y técnica de uno de los púgiles. El boxeo es cabeza, piernas y, en último lugar, manos. Y aquellos aficionados, auténticos, habían pagado por ver boxear, no por asistir a una sesión de tortura.

Ignoro si queda algo por decir acerca de la violencia que nos envuelve y que ya contemplamos con la indiferencia que nos otorga la sensación de fatalidad. Tan solo un nuevo malabarismo de brutalidad provoca en nosotros algún interés.

Lo único que, quizás, resta por señalar es que ya se ha señalado todo en multitud de ocasiones y nunca se ha hecho el más mínimo caso. Me angustia (y sé que somos muchos, aunque no lo parezca) la naturalidad con que los jóvenes asumen la paliza como solución, no solo para los enfrentamientos directos, sino también para los indirectos o los imaginados: reos de puñetazos son la más lista, el más tonto, la más guapa, la más rellenita, el que tiene de todo, la que carece de todo… fracasados y triunfadores han de ser pateados en el suelo por triunfadores soberbios y fracasados envidiosos… han llegado a mis oídos historias de profesores insultados por sus alumnos al pretender parar una pelea en clase; el enseñante, en opinión de sus pupilos, era un tolai que no se había enterado de cómo funcionan las cosas: la paliza es la justicia instantánea de quien no busca justicia sino dar salida a su rabia.

Antes he mencionado el boxeo; como en los enfrentamientos callejeros de mi juventud, basta en el noble arte con tumbar al adversario para anotarse la victoria. Hoy en día, triunfa un engendro que recibe el nombre de artes marciales mixtas (no seré yo quien malgaste mayúsculas en tan cruenta actividad) y en el que la caída a la lona es el preludio a una rápida y feroz tanda de puñetazos en la cara, a corta distancia, una vez inmovilizado el contrincante; mientras tanto, los comentaristas cuentan con entusiasmo las hostias que se ha llevado el perdedor antes de que el árbitro se haya percatado de su pérdida de conocimiento.

Para subrayar la bestialidad, a las doce cuerdas las ha sustituido un enrejado de alambre más parecido a una jaula de matadero que a una cancha deportiva.

Hemos insistido hasta quedarnos roncos en el cinismo de los héroes que matan enemigos a mansalva, reservando para cada uno de los que revientan un chiste a cuál más insulso y manido. Nos hemos escandalizado de los espectáculos sangrientos con que se entretienen los más pequeños ante el televisor cuando nos fiamos de esa mentira que hacen pasar por horario infantil.

Ahora, como mucho, nos escandalizamos de que nos escandalice.

Nos han convencido, y ni siquiera la experiencia nos desengaña, de que las virtudes que hoy necesitamos son la victoria a cualquier precio, el sometimiento de los otros, la dominación sobre cualquiera y la explotación siempre. Escucho a los apóstoles de la ganancia a toda costa, los auténticos depredadores, anunciando el funeral de la ética, la humanidad y la empatía, en el que el oficiante cantará la salmodia denunciando la estupidez de pagar impuestos para que los perdedores disfruten de una vida digna.

Y quien no sepa extorsionar, que se atenga a las consecuencias.

Tim Gurner, empresario australiano, lo ha dejado bien claro: ha de subir el paro para que los trabajadores sientan miedo y pierdan la arrogancia de saberse con derechos.

Estamos en las antípodas de semejante insecto, al menos en las geográficas, pero ustedes y yo sabemos que por estos barrios no faltan quienes han leído la noticia y han suspirado: Palabra de Dios. Los mismos que piensan que la mejor manera de pasar la tarde es abrir el ordenador y relajarse viendo como los desgraciados se golpean entre ellos mientras imaginan que eso les permitirá escapar de quienes son.

Hace falta valor (ya lo decía Radio Futura) para aceptar y fomentar semejante cinismo.

Pero hace falta mucho más para mantener un poco de decencia en medio de esta estúpida batalla.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”