'El caftán azul': masculinidades enjauladas y mandarinas eternas
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'El caftán azul': masculinidades enjauladas y mandarinas eternas

La soberbia interpretación de Lubna Azabal sostiene un triángulo que en otra manos habría derivado en una obviedad romántica y casi misógina.

El caftán azul.Ad Vitam Distribution

“Esta cuerda floja no siempre es fácil de caminar, por supuesto, pero es el verdadero trabajo del amor”

Siri Hudsvet

El reconocimiento del otro y de la otra, y por tanto el amor, tiene que ver mucho con los sentidos. Con las manos que tocan, con la nariz que huele, con los oídos que escuchan, con la boca que saborea, con los ojos que miran y que esquivan. En su Filosofía de la vulnerabilidad, Gianfrancesco Zanetti nos explica cómo, por ejemplo, las personas a las que nos cuesta reconocer como iguales también con frecuencia repugnan a nuestros sentidos. El mal olor de la piel de otro color, el sabor incómodo de una comida que no es la de nuestro lugar en el mundo, las arrugas del viejo que escapa al canon de la belleza. Amar, lejos del sucedáneo que representa su versión romántica, tiene que ver justamente con traspasar esas fronteras y adentrarte en el cuerpo, en el ser, en la luz del amado o la amada. Un proceso que requiere con frecuencia una labor silenciosa, ardua, insistente, de filigrana, de persecución a veces infructuosa de la belleza. Como quien borda una tela o repasa con precisión los hilvanes para que las piezas del vestido queden unidas casi para siempre.

La segunda película de la directora marroquí Maryam Touzani, que ya me deslumbró con su primorosa y emocionante Adam nos habla del amor, del que no tiene nombre o no puede ser nombrado, pero también del que rebasa las fronteras de lo normativo. Y lo hace desplegando sensualidad, tensión y ternura a partes iguales, con la delicadeza, que nunca llega a arrebato, de quien compone una canción solo apta para ser susurrada al oído de la persona amada. La historia del matrimonio formado por Mina y Halim, que comparten un pequeño negocio artesanal de caftanes, y en el que él vive negándose, se convierte de la mano sutil y elegante de la directora en un relato sobre cómo lo que en un primer momento podría dar lugar a la destrucción acaba construyendo. A través de imágenes que se van fijando en lo pequeño y cotidiano —esa aguja que remata botones, esa mandarina que calma el dolor, esa manos que se tocan sin atrever a acariciarse, esas miradas que dicen lo que no se atreven a decir los labios—, El caftán azul nos devuelve a ese cine que ocupa la pantalla casi de puntillas, sacudiéndonos por dentro como quien no quiere la cosa, haciendo que poco a poco, como si nosotros mismos estuviéramos viviendo el proceso que viven los tres protagonistas, vayamos sintiendo la herida en nuestro cuerpo.

El caftán azul es, claro, un retrato de una sociedad todavía profundamente patriarcal y homófoba como la marroquí —el artículo 489 del Código Penal de Marruecos castiga con penas de entre seis meses y tres años de cárcel a toda persona que cometa "actos contra natura con individuos del mismo sexo"— , así como también una mirada tierna y desgarradora a un tiempo sobre una virilidad que sobrevive enjaulada, pero más allá de todo eso es una bellísima película sobre cómo el amor verdadero tiende puentes, reconoce y es generoso. Obliga a sentirnos heridos y a curarnos. Nos enfrenta a la finitud de la vida con la potencia siempre nueva de la música que nos hace danzar, de la comida compartida que nos sana, de la fragilidad de los cuerpos que nos abandonan y de la luz que siempre proyectan los ojos de quien ama.

La soberbia interpretación de Lubna Azabal sostiene un triángulo que en otra manos habría derivado en una obviedad romántica y casi misógina. Ella, con su progresiva delgadez y con su inteligencia de quien es capaz de leer los posos del café, logra dar sentido y música a lo que en otro relato se habría convertido en un drama de vencedores y vencidos. A su lado, Halim, con los ojos bellos y atormentados de Saleh Bakri, y Jossef, con las mirada dulce y húmeda de Ayoub Missioui, van destejiendo lo mal hilvanado y van cosiendo un futuro posible. Al tiempo que nos enseñan que amar es cuidar, y abrazar, y bailar. Sin miedos, como le aconseja Mina a su esposo. Porque hacerlo con miedo es tanto como no vivir. Como negar y negarse. Como bordar con un hilo tan frágil que en poco tiempo acabe partiendo en dos la tela. Como beber el limitado zumo de una mandarina sin ser conscientes de que puede ser la última.

Este artículo fue originalmente publicado en el blog del autor.

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Octavio Salazar Benítez, feminista, cordobés, egabrense, Sagitario, padre QUEER y constitucionalista heterodoxo. Profesor Titular de Derecho Constitucional, acreditado como catedrático, en la Universidad de Córdoba. Mis líneas de investigación son: igualdad de género, nuevas masculinidades, diversidad cultural, participación política, gobierno local, derechos LGTBI. Responsable del Grupo de Investigación Democracia, Pluralismo y Ciudadanía. En diciembre de 2012 recibí el Premio de Investigación de la Cátedra Córdoba Ciudad Intercultural por un trabajo sobre igualdad de género y diversidad cultural. Entre mis publicaciones: La ciudadanía perpleja. Claves y dilemas del sistema electoral español (Laberinto, 2006), Las horas. El tiempo de las mujeres (Tirant lo Blanch, 2006), El sistema de gobierno municipal (CEPC 20007; Cartografías de la igualdad (T. lo Blanch, 2011); Masculinidades y ciudadanía (Dykinson, 2013); La igualdad en rodaje: Masculinidades, género y cine (Tirant lo Blanch, 2015). Desde el año 1996 colaboro en el Diario Córdoba. Mis pasiones, además de los temas que investigo, son la literatura, el cine y la política.