'La novia': dolor de mujer honrada
La novia es un desbordante ejercicio de luminosa belleza, de metáforas convertidas en fotogramas, de colores que huelen y tiemblan, de cristales que hieren y nos duelen. Un caudal estético (y ético) que nos hipnotiza y que, sin embargo, no endulza la tragedia. El drama tantas veces señalado por Federico: el de las mujeres encerradas en un mundo de hombres
Pocos universos son tan difíciles de trasladar a la gran pantalla como el que Lorca dibujó en un teatro atípico, más cercano al baile de la poesía que a la rotundidad de la prosa, tan lleno de imágenes -paradójicamente tan visuales algunas- que siempre ha resultado complicado de poner en escena sin traicionar buena parte de lo que el poeta quiso derramar en sus páginas. El gran mérito de la versión que Paula Ortiz ha hecho de Bodas de sangre reside precisamente en cómo ha sabido plasmar en imágenes ese torrente de versos y símbolos, tanta palabra desgarrada y la inmensidad de unos sentimientos que parecen surgir directamente de la tierra. Como raíces cuya savia es la sangre de quienes sufren por pasiones extremas.
La novia es un desbordante ejercicio de luminosa belleza, de metáforas convertidas en fotogramas, de colores que huelen y tiemblan, de cristales que hieren y nos duelen. Un caudal estético (y ético) que nos hipnotiza y que, sin embargo, no endulza la tragedia. El drama tantas veces señalado por Federico: el de las mujeres encerradas en un mundo de hombres, el de un planeta de machos en el que ellas difícilmente alzan el vuelo, el de unas costumbres ancestrales que las heterodesignan y que las hacen al fin víctimas sufrientes. La esposa, la madre, la hija. La que arrastra el duelo de generaciones pasadas y la que cuida que no se manche la honra de la familia. La que debe permanecer callada mientras que los hombres pactan, o se retan a duelo, o se matan con cuchillos.
La inmensidad de ese universo de mujeres que esperan y callan, que sueñan y se sienten Evas expulsadas del paraíso, es lo que mejor ha retratado Paula Ortiz en esta singular versión del drama. Tal vez algunos le reprochen un excesivo esteticismo, una brillante formal apabullante que puede que suavice la sangre que mana de la historia. Pero en esa opción personalísima, ya presente en la anterior película de la directora, radica, desde mi punto de vista, toda una declaración de intenciones que, me temo, solo podía haber sido hecha por una mujer. Porque ellas son las que mejor pueden entender todo eso que Lorca plasmó en sus versos: el sufrimiento de las pasiones que las convierten en marionetas y los sueños de amores de los que ellas finalmente sean dueñas.
Toda esa apuesta narrativa hubiera fracasado sin contar con un plantel de actrices que dicen y miran con hondura - Luisa Gavasa, Consuelo Trujillo, Ana Fernández, Leticia Dolera -, y a cuyo lado los actores apenas son bocetos, muy especialmente en el caso de los interpretados por Asier Etxendía y Alex García. La presencia contundente de Inma Cuesta, con esos ojos, con esa voz, con esas manos, hace el resto. De esta manera, en esta singular película se invierten los términos habituales de nuestro cine: ellas son las dueñas de la pantalla, ellos no son más que secundarios necesarios para la trama. Por más que tengan la presencia sólida del añorado Carlos Alvarez Novoa.
La novia contiene sin duda algunas de las imágenes más bellas del cine español reciente. Pura alfarería de luces y músicas, soplido de arte que hace filigranas con vidrios y telas. Los mismos escenarios elegidos - la Capadocia turca, el desierto aragonés - y el aire de atemporalidad del relato hacen que seamos capaces de vivir el drama como si fuera posible en cualquier momento y en cualquier lugar. Pero no es solo eso. Es toda una lección sobre como las mujeres han tenido, y tienen todavía hoy en gran medida, que batirse en un mundo hecho a imagen y semejanza del que galopa a caballo. Mujeres de negro, en duelo, cuidadoras y resignadas. Las Marías de tantas historias. Las que cuando deciden romper los barrotes de la jaula sufren la pena eterna. Las novias que solo pueden vivir para ser las fieles compañeras: un hombre, una mujer, una cama. El matrimonio como destino y como hoguera. Mujeres que arrastran la tragedia como si fuera una larga cola, la que un día tuvo su traje de novia. Las que parecen mendigar ternura y aliento, las que habita en el lado oculto de la luna, esas que solo unos pocos hombres, como Federico, llegan a descubrir. Como si fueran magos capaces de rescatarlas de la jaula y hacerlas, al fin, sopladoras de su propio vidrio. Sin necesidad de un varón que las salve o las condene.
Este post fue publicado originalmente en el blog del autor