Francia contra Alemania
Los deseos y las necesidades de la población griega no son más que espectadores en un duelo franco-alemán que se viene prolongando durante casi cuarenta años. Y también me parece evidente que nada dura indefinidamente, y menos aún una unión monetaria como la de los 19 de la Zona Euro, que carece de los requisitos mínimos para funcionar con eficacia.
Las espadas están por todo lo alto. La crisis griega se ha convertido en una nueva confrontación franco-alemana sobre las reglas que deben presidir la construcción europea. Para Francia, la integración europea es un fin a conseguir a cualquier precio. Para Alemania, pese a que considera la unidad europea un objetivo de primer orden, la velocidad y la profundidad de esa integración deben plantearse pragmáticamente, sopesando los beneficios y los costes.
Y así están las cosas. Francia quiere que Grecia se quede en la Zona Euro sí o sí, mientras que cada vez son más los alemanes que piensan que no hay cabida para un estado que no tiene ni los recursos, ni las capacidades, ni la intención de ser miembro de pleno derecho de una unión monetaria, algo que no es baladí y que requiere compromisos muy concretos.
Para entender la situación hay que remontarse a los años ochenta, cuando el proyecto europeo perdía fuelle por momentos, algo que causaba inquietud en una Francia cada vez más acongojada por una Alemania económicamente mucho más poderosa. Además, la inestabilidad monetaria causaba estragos, y el Bundesbank reinaba en Europa puesto que los demás bancos centrales no tenían más remedio que seguir la pauta marcada desde Frankfurt en lo concerniente a la fijación de tipos de interés. El Diktat del Bundesbank no agradaba a nadie, sobre todo a los franceses. En 1990, el gobernador del Banco de Francia, Jacques Larosière, admitió que no le gustaba tener que "seguir la pauta marcada por el Bundesbank sin poder rechistar, mientras que como parte de un Banco Central Europeo, al menos tendría un voto."
Pero Francia tenía dos bazas en la mano. La primera era la presencia de Michel Camdessus al frente del Fondo Monetario Internacional, entidad que dirigió entre 1987 y 2000. La segunda, aún más importante, era Jacques Delors, Presidente de la Comisión Europea entre 1985 y 1994. Ambos creían firmemente en los beneficios de la libertad de movimiento del capital a través de las fronteras. Tal y como explico en mi nuevo libro, The Architecture of Collapse, Camdessus y Delors se propusieron impulsar una moneda única para Europa como solución a las turbulencias monetarias y como un revulsivo para las economías del continente, que no conseguían crecer lo suficiente como para reducir el desempleo de manera significativa. Alemania aceptó a regañadientes formar un comité europeo para el estudio de la futura moneda, que concluyó sus trabajos en abril de 1989. La recomendación era un calendario muy prolongado de adopción de la moneda única, que se dilataba durante 15 o más años. Delors sabía muy bien que, en sus propias palabras, "no todos los alemanes creen en Dios, pero todos creen en el Bundesbank."
Francia y Alemania parecían haber llegado a un acuerdo, pero el 9 de noviembre de 1989, tras solamente 6 meses, cayó el muro de Berlín. Ante la imposibilidad de bloquear la unificación alemana, Francia jugó la carta de la moneda única, exigiendo una aceleración del calendario para su introducción a cambio de no obstaculizar los planes de Kohl. Como alguien dijo en su momento, "Kohl se quedó con las dos Alemanias, y Mitterrand con la mitad del marco alemán." El euro se introduciría en 1999 como un proyecto eminentemente francés. Alemania siempre temió que no era posible gestionar una moneda única sin un estado único, es decir, sin una unión fiscal y bancaria.
Así pues, no se puede entender el clima de las negociaciones en Bruselas sobre la crisis griega sin entender tres cosas. La primera es que la salida de Grecia de la Zona Euro pone en riesgo todo el proyecto europeo en su conjunto e indudablemente coloca una espada de Damocles sobre el euro como moneda única. La segunda es que Francia desea a toda costa y a cualquier coste que el euro continúe siendo la espina dorsal de la integración europea. Y la tercera es que Alemania sigue dispuesta a salvar al euro, pero no a cualquier precio.
En esta tesitura, no me pregunten quién va a ganar la partida, porque los líderes europeos necesariamente llegarán a otro compromiso para ganar tiempo. Lo que me queda claro es que los deseos y las necesidades de la población griega no son más que espectadores en un duelo franco-alemán que se viene prolongando durante casi cuarenta años. Y también me parece evidente que nada dura indefinidamente, y menos aún una unión monetaria como la de los 19 de la Zona Euro, que carece de los requisitos mínimos para funcionar con eficacia. Si queremos una unión monetaria duradera, empecemos por pensar qué países pueden cumplir los compromisos que ello requiere, y cuáles deberían tener su propia moneda. El café monetario no puede ser para todos.