Acepté el reto: madrugué cada día una hora y media más y ahora lo echo de menos
Todo viene de un artículo en el que una chica explica por qué se levanta todas las mañanas a las 5:30 y con el que trata de convencernos sobre los beneficios de esta rutina. Según ella, ahora es más feliz, está más concentrada, más motivada y más tranquila. Así que me decidí a probar el experimento.
No sé muy muy bien por qué, pero cuando salió la idea de adelantar el despertador cada mañana, enseguida tuve ganas de probarlo.
Todo viene de este post. Laura Mabille, empresaria especializada en márketing, detalla en un largo texto por qué se levanta todas las mañanas a las 5:30 y lo que ganaríamos si hiciéramos lo mismo. Al leerlo, te das cuenta de que, adoptando ese modo de vida, seríamos más felices, estaríamos más concentrados, más motivados, más tranquilos. En fin, que todo sería mejor. De ensueño.
Por tanto, me decidí a hacerlo durante tres semanas. Al igual que Laura Mabille, adelanté mi despertador una hora y media, es decir, a las 6 en vez de a las 7:30. Vale, ya sé que las 6 no es TAN temprano. Mucha gente está obligada a salir de la cama al amanecer para ir a trabajar.
El reto aquí consiste en aprovechar ese tiempo para hacer actividades que tendemos a posponer para el día siguiente o que (normalmente) son buenas para nosotros.
Es fácil de decir, pero no necesariamente de hacer. Porque cuando la alarma suena por la mañana, para qué os voy contar lo difícil que es resistirse a la atractiva tentación de esconder la cabeza en la almohada una hora y media más. Por eso es imprescindible encontrar la rutina que nos convenga mejor, lo cual puede requerir un tiempo.
Por cuestiones prácticas (véase: no dormiros), no voy a contar mis tres semanas paso a paso. Pero tened en cuenta que intenté varias rutinas antes de encontrar la más conveniente. Incluida la de Laura Mabille.
Esta es la estructura que seguí:
- despertador a las 6h (los fines de semana, más bien sobre las 8h)
- desayuno (más o menos, como os explicaré más adelante)
- sesión de meditación
- una actividad (deporte, trabajo, lectura, escritura, etc.; sobre todo, es esta parte la que he adaptado)
Para ir habituándome y no dormirme en el trabajo el primer lunes, empecé poniéndome el despertador a las 7h el domingo anterior e hice un poco de deporte (natación, para ser más exactos).
El lunes, ya me puse en serio: el despertador sonó a las 6. Ese primer día, todo bien, un buen desayuno, un poco de actualidad periodística y un poco de bici aunque, lo reconozco (y espero que mis superiores no me lo tengan mucho en cuenta), mi jornada no fue muy productiva. Básicamente, me pasé todo el día cansada.
Pero nada si lo comparo con el martes: una jornada difícil tras una interminable noche de insomnio. Después de sólo dos o tres horas de sueño, ni que decir tiene que la experiencia ya me parecía abocada al fracaso. No obstante, me doy cuenta de mi error: el día anterior, intenté dormirme a las 22:30 a pesar de que no me sentía cansada. Un simple cálculo: si me duermo ahora, tengo poco más de 7 horas de sueño. Un error fatal y primera moraleja de la historia: de nada sirve ejercer presión sobre los ciclos de sueño.
El resto de la semana recupero un poco la esperanza. El despertador me parece menos violento, las jornadas se pasan con más calma. El viernes, incluso tengo la sensación de haber encontrado una rutina que podría venirme bien. A saber:
- despertador a las 6h
- desayuno
- 10 minutos de meditación
- 30 minutos de natación
Después de este ritual, me siento relajada, en forma. Por la mañana, me da para terminar rápidamente un artículo. Tengo la impresión de ser más productiva que de costumbre.
Aun así, me surge una pregunta. ¿Será realmente una buena idea lo de nadar con el estómago lleno? En internet, se puede leer que conviene "no entrar al agua inmediatamente después de haber comido (mejor esperar una hora, si es posible) para no sentirse hinchado". Echando un vistazo por foros de nadadores, me doy cuenta de que un buen número de adeptos se hace también esta pregunta.
Así que fui a informarme con un nutricionista especializado en deporte, Anthony Berthou, que me explicó que en la natación no hay que perder de vista la digestión. "Hay que tener cuidado, pues se trata de un deporte horizontal", indica antes de nada.
Traducción: estar tumbado con el estómago lleno es una mala idea. "Se puede comer algo ligero, como un plátano o frutos secos, y beber té en vez de café, para encontrar el equilibrio entre la hipoglucemia y la digestión", me explica antes de especificar que también puedo nadar con el vientre vacío, lo que me permitirá quemar más calorías. Eso sí, con la condición de tomar un buen desayuno después: "Un pequeño bocadillo con jamón y queso de oveja además de una fruta", recomienda.
Al hacer deporte en ayunas, utilizamos energía en forma de proteínas, razón por la cual se recomienda consumir queso. Por tanto, se puede nadar con el vientre vacío y también salir a correr, ya que con este tipo de deportes se crean ondas de choque que pueden perturbar la digestión.
Al contrario de lo que yo imaginaba, podemos esperar sin problemas a terminar la sesión de deporte para comer. Incluso nos sentiremos más ligeros y eficientes que con la tripa llena.
Después de un fin de semana completito, comienzo esta segunda semana en una palabra: confiada. Al final, resulta más agotadora de lo previsto. Estoy molida. Una mañana, siento náuseas al hacer deporte. Una noche de concierto, me caigo de bruces.
Llegados a este punto, varias preguntas me taladran la cabeza: ¿será bueno para el sueño infligirse una rutina así? ¿No es eso agredir al cuerpo? ¿No es jugar con los ciclos de sueño? De hecho, un artículo publicado en la sección Le Plus de la revista francesa L'Obs ya logró sembrar la duda en mi experimento. En él, Claire Leconte, profesora de Psicología de la educación en la Universidad de Lille 3 y autora de una obra sobre los ritmos escolares y los ritmos de vida, analiza la rutina de Laura Mabille y de los que piensan que la vida sonríe a quien madruga. Insiste sobre el hecho de que el sueño es un "estado frágil y complejo" y que, desde el punto de vista biológico, el intento de manipularlo puede ser una equivocación.
Preocupada por la pertinencia de mi experimento, yo misma me puse en contacto con esta profesora para pedirle su opinión. De entrada, comprendo mejor el problema que plantea esta especialista del sueño. "No podemos entender el ritmo biológico, nunca llegamos a conocer las necesidades propias", comienza. Lo de madrugar, vale, pero con la condición de que sea acorde a nuestro ritmo biológico. Entonces le explico que me considero una persona mañanera: recuerdo haberme levantado temprano siempre, casi nunca se me pegan las sábanas y soy mucho más eficiente por la mañana, ya sea para trabajar o para hacer deporte. Por otro lado, no soy muy dormilona: con seis horas de sueño, estoy bien. Con siete, es perfecto. Con nueve horas, ya casi es demasiado.
¿El veredicto? Puede que, efectivamente, sea un buen ritmo para mí. En cualquier caso, Claire Leconte no ve ninguna contraindicación. Si, en cambio, eres más bien dormilón y te sientes más productivo cuando cae la noche, descarta esta idea. No serás más feliz; simplemente, te cansarás más y estarás jugando con tu salud. Si bien el primer ciclo de sueño -profundo- se recupera durmiendo más por las mañanas, el sueño durante la fase REM -que puede recortarse si nos ponemos el despertador demasiado temprano- no se compensa nunca.
Sea como sea, la clave está en escucharse. Tanto para despertarse como para acostarse. Hay algunos signos inequívocos que deben animarnos a apagar la luz. El más claro: el escalofrío. Como Claire Leconte explicaba en este artículo, "si tenemos frío, significa que es hora de dormir. El escalofrío es la señal de que la melatonina empieza a sintetizarse, por lo que nuestra temperatura corporal desciende de forma natural".
Esta última semana es, con diferencia, la mejor. Ya he cogido el ritmo. Me duermo sin problema por las noches (por no decir como un bebé) sin preocuparme demasiado por la hora que es (suele ser sobre las 23 horas), me levanto en plena forma (con el botón de repetición del despertador), llego temprano al trabajo y termino varios artículos rápidamente por la mañana. El deporte me da energía. En fin, me siento bien.
Lo único que me sigue dando problemas es la sesión de meditación. Por mucho que sepa sus beneficios, me duermo -literalmente- durante los 10 o 15 minutos que duran los programas para principiantes de Petit Bambou, una web y aplicación para meditar.
Así que decido llamar a Benjamin Blasco, cofundador de esta plataforma que he utilizado durante tres semanas. "En Estados Unidos, el RPM o rise, pee, meditate [levantarse, ir al baño, meditar] tiene muchísimos seguidores. Pero no tiene por qué seguir ese orden. Yo aconsejo más bien meditar a lo largo del día en vez de al levantarse, pues la mente todavía está dormida cuando salimos de la cama", explica. "Si, a pesar de todo, quieres mantener la meditación durante el ritual matutino, más vale dedicarle un momento tras la ducha y el desayuno, por ejemplo", añade. Aun así, si no somos capaces de sacar 10 minutos, Benjamin Blasco precisa que también podemos meditar en la ducha o tomando café. Es lo que este artículo del Huffington Post avanzaba: "Empieza nada más levantarte, cuando vayas a por tu taza de café. Siente que los pies tocan el suelo y escucha lo que ocurre a tu alrededor. Cuando estés delante de la cafetera, siente la taza en tus manos, presta atención al aroma, siente el calor que pasa de la taza a las manos (...)".
Es más fácil decirlo que hacerlo, ¿verdad? Al igual que el deporte, la meditación requiere rigor y perseverancia. Después de tres semanas, empiezo a entrever los beneficios que una práctica regular podría aportarme. En el momento en que escribo este artículo, todavía no estoy muy metida en lo de concentrarme varios minutos en mis sensaciones. Sin embargo, estoy convencida de que, a largo plazo, meditar me permitiría gestionar el estrés, por ejemplo. Pase lo que pase, se me queda una idea en mente: la mayoría de los problemas y objetos de angustia no son reales, sino simplemente pensamientos, que deberíamos suprimir cuando nos vengan a la cabeza.
Un mes después del experimento, este es el análisis.
Aspectos negativos:
- Esa desagradable sensación de tener 50 años más de repente cuando tenía ganas de apagar la luz a las 22 horas.
- La fatiga crónica del principio, que, por suerte, fue desapareciendo poco a poco.
- La impresión de poner la vida social en pausa. Es verdad que he ganado para mí una hora y media multiplicada por siete a la semana, pero ¿cuánto tiempo para pasar con otras personas he perdido? Tengo que reconocerlo; en esas tres semanas, tenía menos ganas de salir. La perspectiva de levantarse temprano cada mañana (y, evidentemente, los que no tienen elección lo sabrán mejor que yo) disminuyó en parte mi motivación para socializar.
Aspectos positivos:
- La agradable sensación de estar en pie antes que los demás, de tener un poco de ventaja sobre ellos (lo cual es una ilusión, algo que se puede constatar en el momento en que pones un pie en la calle a las 6:30).
- Esa sensación embriagadora de trabajar cuando todo está en calma, cuando todavía es de noche, lejos de la preocupación matutina y del ruido que reina a veces cuando es tarde.
- La impresión de haber sido productivo incluso antes de que la mañana haya comenzado.
- Sentir que la productividad va incrementándose a lo largo de la mañana.
- ¿Un mejor descanso? Es posible, ya que el primer ciclo de sueño es el más reparador. La verdad es que hoy me siento más cansada que al final del experimento. También es cierto que tengo que volver a acostumbrarme a un nuevo ritmo, lo cual, como he podido constatar, no se consigue en un abrir y cerrar de ojos.
- Prestaba más atención a lo que comía (por las mañanas, por el deporte, y por las noches, para dormir mejor sin interrumpir la digestión).
Cuantitativamente, lo positivo gana con diferencia a lo negativo. A pesar de todo, es una rutina que no creo que aplique a diario a menos que me vuelva loca. Algunos días, resulta directamente imposible sin privarnos (de un concierto, de una salida con amigos, de un libro que no conseguimos cerrar, de una serie a la que estamos enganchados...) y obligarnos (a salir de la cama pese a que necesitamos dormir o, simplemente, pese a que tenemos ganas de vaguear).
Por otro lado, es una buena forma de organizar los días y no quiero renunciar a ello. Incluso diría que lo echo de menos. Es un ritual que me gustaría seguir dos o tres veces a la semana, cuando pueda o tenga ganas. Pero, entonces, ¿no es jugar con el sueño? Cuando le planteé la idea a Claire Leconte, me confirmó que era posible y no necesariamente malo... siempre que se haga "cuando contamos con una pausa a mediodía en una sala sin luz para poder descansar". Ese es el quid de la cuestión. Si bien la siesta en el trabajo va haciéndose un hueco en países como Francia, la costumbre todavía no está tan extendida como en China o Japón.
Entonces, ¿qué es mejor? ¿Abandonar una rutina que se ajustaría mejor al ritmo biológico? ¿Probarlo de forma intermitente y dejar un poco a un lado las necesidades biológicas del sueño?
Entre que vulneramos la felicidad, que tenemos ritmos de vida cada vez más frenéticos y que prestamos cada vez menos atención al sueño (aunque sabemos hasta qué punto nos puede afectar la falta del mismo), es difícil seguir por el buen camino.
Este artículo fue publicado originalmente en la edición francesa de 'El Huffington Post' y ha sido traducido del francés por Marina Velasco Serrano