Quicena de Tomeo
El escritor Javier Tomeo fue uno de esos aragoneses que puso a su pueblo en el mapa del mundo y de la historia. Si alguien, en cualquier momento de la historia, siente el impulso de visitar la tumba de Javier Tomeo, tendrá que venir a Quicena. Allí lo encontrará, vigilado por su magdalena de Proust.
Jueves 27 de junio. Quicena, Huesca. Hoy va a ser enterrado el hijo más ilustre de la historia del pueblo, Javier Tomeo, uno de los escritores europeos más originales de las últimas décadas y una de las personalidades de la cultura aragonesa más jaleadas en el mundo.
Son las cinco y media de la tarde y hace calor. Amigos, colegas, familiares y paisanos de Javier nos hemos acercado al cementerio. Y periodistas y políticos. Antes del entierro, se celebra un acto homenaje. Un grupo de músicos interpreta unas melodías. La que toca el chelo es una chica Tomeo, ese tipo de joven que le encantaba a Javier. Israel Cortés - alcalde de Quicena-, una sobrina de Javier y escritores como Ismael Grasa y Cristina Grande cuentan cosas de Javier o leen textos de su añorado amigo. El entierro se realiza de forma literal: se ha abierto una enorme fosa en la que cuatro hombres depositan el ataúd y, con unas palas, lo cubren de tierra. La operación dura un buen rato pero resulta hipnótica: nadie mueve una ceja hasta que acaba y les dedicamos una ovación, a Javier y a los cuatro hombres. Casi nadie había asistido en directo a un entierro así, literal. Jerónimo Blasco comenta que solo lo había visto en las películas del oeste. Eso le pasa por no ser de Lechago.
El poeta Marcial volvió a Bílbilis en sus últimos años y allí fue enterrado. Pero buena parte de los aragoneses más distinguidos de la historia fueron gente de pueblo que no descansa -menudo eufemismo- en su pueblo. Fernando el Católico (Sos) fue sepultado en Granada; San José de Calasanz (Peralta de la Sal), Miguel de Molinos (Muniesa) y San José María Escrivá de Balaguer (Barbastro) en Roma; los hermanos Argensola (Barbastro) en Nápoles (Lupercio) y Zaragoza (Bartolomé); Pedro Cerbuna (Fonz, Huesca) en Calatayud; Baltasar Gracián (Belmonte) en Tarazona, quizá en una fosa común; Miguel Servet (Villanueva de Sigena) fue quemado vivo en Ginebra; Goya (Fuendetodos) fue enterrado primero en Burdeos y luego trasladado -sin su cabeza- a la ermita de San Antonio de la Florida de Madrid; Braulio Foz (Fórnoles, Teruel) en Borja; Joaquín Costa (Monzón), ante la presión popular, fue inhumado en Zaragoza; Basilio Paraíso (Laluenga), Ramón y Cajal (Petilla de Aragón), María Moliner (Paniza) y Laín Entralgo (Urrea de Gaén) en Madrid; Raquel Meller y Paco Martínez Soria (Tarazona) y José Manuel Blecua Teijeiro (Albalate de Cinca) en Barcelona; las cenizas de Sender (Chalamera de Cinca) fueron arrojadas, según su deseo, al Pacífico y las cenizas de Buñuel (Calanda) se encuentran, tal vez, entre México y el monte Tolocha, en Calanda; Florián Rey (La Almunia) acabó en una fosa común, en Alicante; Miguel Fleta (Albalate de Cinca), en La Coruña; Ildefonso Manuel Gil (Paniza) en Daroca, el pueblo donde pasó la infancia, pero no en el que nació.
El humor negro es el disolvente más contundente de nuestras peores pesadillas. Por eso, la otra tarde, después del entierro, los amigos nos preguntábamos unos a otros: "Y a ti, ¿dónde te apetece que te enterremos?". Nadie elige el lugar en el que nace pero, al menos, se puede desear el último refugio. Lo más natural es que si alguien señala ese lugar opte por un sitio especialmente simbólico y querido. Fernando el Católico dejó escrito que le llevaran a la catedral, cómo no, de Granada. A menudo no se cuida, o no se puede cuidar, ese detalle fundamental. Pero si alguien muere sin haber comunicado esa decisión hay que sepultarlo donde merece. A la gente hay que saber quererla pero también es muy importante saber despedirla y saber recordarla. Que se sepa, Tomeo nunca se pronunció al respecto. Pero merecía ser despedido y enterrado en su pueblo y su pueblo merecía ese honor. Javier nació en Quicena en 1932 y allí, con sus padres, vivió la infancia y la adolescencia en medio de circunstancias históricas muy poco vulgares: la II República, la Guerra Civil, la primera posguerra. Desde la tumba de Javier se divisa el Castillo de Montearagón, una de sus eternas referencias, su magdalena de Proust. Ese castillo, Quicena y Aragón siempre estaban en su boca, formaban parte de sus adicciones sentimentales, de sus obsesiones más cotidianas. Él retrató muy bien el absurdo pero hubiera considerado absurdo ser enterrado en otro lugar. Hay algo muy hermoso en que Javier haya vuelto para siempre al lugar en el que se abrió al mundo. El día de su entierro Antón Castro le dedicó a Javier un inspiradísimo poema que comienza así: "En mi principio está mi fin, dijo el poeta. En mi final está mi origen: la luz de Quicena...".
No se trata de algo baladí. Para nuestro sosiego, sentimos una absoluta necesidad de saber dónde está nuestra gente- la que queremos o admiramos- incluso cuando ya no sigue en este mundo. Si se ignora dónde se hallan los restos de los seres queridos o de grandes personalidades se suele hacer lo imposible para encontrarlos. Si algún día aparecen, por fin, los restos de Lorca o de Publio Cordón, la noticia será portada en medio mundo. Ian Gibson sostiene que encontrar los restos de Lorca es vital para la salud de España.
El Día de Todos los Santos se acude a la tumba de los que quisimos y se le pone flores. Es un gesto de hondo calado simbólico y sentimental que también se tiene con otro tipo de seres queridos. Cuando viajé a Los Ángeles por primera vez visité la tumba de Marilyn Monroe. Las tumbas de Napoleón, Kafka, Elvis, James Joyce, Sinatra, Michael Jackson o Escrivá de Balaguer también se han convertido en lugares de culto y peregrinación para sus admiradores del mundo entero. Esas tumbas forman parte del patrimonio cultural de los lugares en los que están. La otra tarde, en el cementerio, al acabar el entierro, Antonio Cosculluela, presidente de la Diputación Provincial de Huesca, al lado de Dolores Serrat, consejera de Cultura de la DGA, y del alcalde de Quicena, aseguró que Javier Tomeo iba a contar muy pronto con una lápida a su altura.
El pueblo de Gracián se llama Belmonte de Gracián, el pueblo de Fernando el Católico se llama Sos del Rey Católico y el término de Peralta de la Sal se llama Peralta de Calasanz. Es una lástima que no se haya consolidado esa costumbre de apellidar los pueblos con el nombre del hijo que los puso en el mapa del mundo y de la historia. Fuendetodos de Goya, Calanda de Buñuel, Fórnoles de Foz, Laluenga de Paraíso, Quicena de Tomeo. No suena nada mal. Sería una bonita manera de fijar el tributo para siempre, además de una promoción para el pueblo muy barata y eficaz.
Javier Tomeo ha sido enterrado en Quicena pero eso estuvo a punto de no pasar. La primera idea fue sepultarlo en un nicho del cementerio de Montjuic de Barcelona, la ciudad en la que murió y en la que vivió buena parte de su vida. En ese cementerio están sus padres, es verdad. Pero Javier no tenía reservado un nicho a su lado. Se anunció que el funeral y el entierro se oficiarían en Barcelona. Pero, en el último segundo, se impuso la emoción. Algunos íntimos de Javier -Ismael Grasa, Antón Castro, José Luis Melero- comprendieron que se trataba de un asunto de alcance y provocaron que las autoridades asumieran el profundo valor del entierro de Javier en Quicena. Humberto Vadillo, Director General de Cultura de la DGA, María Victoria Broto, Diputada por Huesca en las Cortes y ex consejera de Educación y Cultura, Miguel Gracia, vicepresidente de la DPH y Rafael Blasco, concejal de cultura de Quicena, pillaron la idea al vuelo y la hicieron posible. Resulta tan extraño que políticos de diferentes tendencias ideológicas coincidan en algo y se pongan de acuerdo a la primera, que merece la pena celebrarlo.
Si alguien, en cualquier momento de la historia, siente el impulso de visitar la tumba de Javier Tomeo, tendrá que venir a Quicena. Allí lo encontrará, vigilado por su magdalena de Proust.
Este artículo se publicó originalmente en el diario 'Heraldo de Aragón'.