Europa: red y trampa
Europa se ha convertido en la gran red que sostiene nuestra sociedad y que nos protege de los fantasmas que el populismo invoca sin cesar. Sin Europa, sin la Unión Europea, el nacionalismo etnicista y xenófobo de Viktor Orbán en Hungría daría aún mucho más miedo. El mismo miedo que ha empezado a dar todo un campeón de las libertades como el Reino Unido al anunciar sus primeras medidas de control de la inmigración nada más votar en referéndum el Brexit.
Ilustración: Cosmhe (@cosmhe)
Europa es una víctima más de los tiempos que vivimos. Un periodo en el que la ciencia política compite en protagonismo con la denostada economía -otra ciencia social al fin y al cabo-, explicando lo que sucede. Por un lado, la política post-verdad de eslóganes que sólo buscan activar emociones aunque sean falsos. También, la polarización extrema de todo lo que sucede en la vida social y política, culpabilizando de todos los males contemporáneos al sistema político en cuya cúspide se sitúa, por supuesto, Europa. En este contexto, el larguísimo bloqueo del proceso de construcción europea y su desesperante incapacidad para ofrecer respuestas a los problemas actuales no ayudan a mantener el apoyo del que disfrutó. Mientras izquierda y derecha se refeudalizan y recuperan el discurso identitario de lo propio, el miedo al cambio o al diferente, el europeísmo es considerado como un arma más del denigrado establishment, del IBEX 35 o de vaya Ud. a saber quién. Los apátridas europeos estamos cada vez más solos y perdidos.
Sin embargo, a pesar de tanta e injusta suspicacia, hoy es imposible entendernos sin Europa. Y es mucho más difícil imaginarnos sin ella, o mejor dicho, fuera de ella. Europa se ha convertido en la gran red que sostiene nuestra sociedad y que nos protege de los fantasmas que el populismo invoca sin cesar. Sin Europa, sin la Unión Europea, el nacionalismo etnicista y xenófobo de Viktor Orbán daría aún mucho más miedo. El mismo miedo que ha empezado a dar todo un campeón de las libertades como el Reino Unido al anunciar sus primeras medidas de control de la inmigración nada más votar en referéndum el Brexit.
Hace años, en 1999, Europa plantó cara aprobando sanciones a aquel indigno Gobierno austriaco en el que participaba el partido del populista Jörg Haider , célebre por su retórica pronazi. Nunca tuvimos una red como la europea. Los europeos somos el 7% de la población mundial y generamos el 25% de la renta mundial -la europea es la primera economía del mundo-. El gasto social europeo, que equivale al 30% de nuestro producto total, representa el 50% del gasto social total mundial. Hay muchos problemas, muchísimos, pero jamás ha existido nada que se nos aproxime. Durante décadas, el progreso era tan intenso y evidente que hemos olvidado, todos, de dónde veníamos. Cuando España ingresó en las Comunidades Europeas hace ya 30 años, nadie pronosticó el ritmo al que después convergimos. He escrito mucho sobre estancamiento secular, sobre la insostenibilidad de ciertos tipos de crecimiento, sobre burbujas y sobre injusticia y desigualdad. Nada de ello puede ser combatido desde el populismo, sino desde planteamientos rigurosos, con paciencia.
La red de seguridad, no obstante, genera otro tipo de efectos. Por un lado adormece, genera la falsa sensación de que todo es inamovible, que nada va a cambiar, que no pasa nada por votar a quienes predican desde lo que el populismo supone. Y eso alimenta actitudes irresponsables que fuera de Europa darían miedo. En Cataluña, por ejemplo, nadie se ha creído de verdad que la independencia provocaría la salida del euro o de Europa. En Francia, por ser una pieza fundamental de la construcción europea que casi nadie imagina descarriándose, la red permite frivolizar y convivir con partidos que reivindican lo peor de nuestra historia, como el Frente Nacional, y que ahora tienen insensatos imitadores. Sin Europa, el populismo daría más miedo y, sin duda, potencialmente, sus consecuencias serían mucho más peligrosas. Los llamados millenials, los que alcanzaron la mayoría de edad con el cambio de siglo o después desconocen de dónde venimos. Se olvidan nuestro pasado y dificultades, lo que costó tejer la red. Mucha gente, quizás demasiada, cree que en Europa, al final nunca pasa nada, que nunca sucederá nada grave. Pero ojo, la red se puede romper.
Europa es una gran red que protege y que al mismo tiempo atrapa, bloquea. Europa y la zona euro no estaban preparadas para la gran crisis de 2008. La Unión Monetaria era y es una construcción inacabada que ha provocado desigualdad e injusticia en las consecuencias de la crisis, resquebrajando la solidaridad europea, la ciudadanía europea. Europa también como trampa. Europa como argumento para alimentar el odio y el populismo. Europa red y trampa.
Hay muchos tipos de populismo, pero todos se caracterizan por su beligerancia con la economía social de mercado, con lo que las democracias occidentales han fraguado desde la segunda mitad del siglo XX, con el consenso "liberal" en su denominación anglosajona. En unas sociedades cada vez más desideologizadas, el populismo confronta a los que se sienten desplazados u olvidados con los que están cómodos y satisfechos. Lo que importa ya no es saber en qué tipo de sociedad se desea vivir, sino quién se es. La identidad se convierte en atributo cultural y en la nueva gran manera de agrupar individuos y conciencias -nacionalidad, lengua, etnia o incluso un renovado sentimiento de clase-, reemplazando a la vieja confrontación izquierda-derecha.
Mientras, el lenguaje se simplifica y el debate político se trivializa ajeno al fondo de los problemas, a las verdaderas razones que explican el porqué de la cosas y que apuntan las posibles soluciones. Si no se pueden cambiar las cosas, al menos que quede claro quién soy yo y quiénes son los míos. Yo y mi eslogan, y punto. Y con cada vez más frecuencia, aunque se pueda cambiar y mejorar la realidad, se renuncia a ello para soportar mejor los eslóganes a pesar de que sean mentira. Autores como Kenan Malik apuntan que la única manera de confrontar este tipo de populismo es huir de sus planteamientos, dejar de obsesionarse con sus organizaciones políticas y sus actitudes y ofrecer respuestas a los problemas que están detrás del malestar de los que los apoyan.
Paulatinamente, peligrosamente, los europeos han dejado de creer en el progreso, en que todo futuro es mejor, aunque no sea cierto. Los europeos han dejado de mirar hacia la Unión Europea para buscar soluciones a la inseguridad económica y social, incluso a cuestiones como el terrorismo, y han olvidado las razones que hace décadas hicieron de Europa un gran proyecto de éxito. El Brexit, si bien propio de una realidad tan particular como la británica, simboliza el tiempo actual. Y aunque no sea deseable ni para los británicos, ¿y si al final resulta que acertaron marchándose? Esa es la tremenda pregunta que el otro día se formulaba en un debate bajo el velo de Chatham House. Aunque creo que la inteligente (como su autor) pregunta sólo buscaba provocar, el razonamiento no terminaba ahí, acertando al afirmar que "si Europa no cambia, los países del sur no podremos continuar mucho más tiempo bajo las mismas normas y actitudes, sin duda nunca con otra crisis como la actual". Y ello quiere decir el euro como es ahora, el insostenible superávit de la balanza de pagos alemana, la falta de inversión, el deterioro de los servicios públicos de los que dependen la igualdad de oportunidades y la productividad de nuestra economía. En definitiva, las insoportables asimetrías que impiden que Europa resuelva problemas y que provocan que sea, incluso, el origen de los mismos.
Como también se recordó en ese debate, y no era la primera vez que se hacía, ¿alguien se imagina cuán diferente habría sido todo, cuánto sufrimiento se hubiera podido evitar si Jean-Claude Trichet hubiera pronunciado en 2010 la misma frase que dicha por Mario Draghi en 2012 nos sacó del abismo? Una frase lo cambió todo, qué perversidad.
Europa necesita más integración política lográndola de otra manera. Es posible avanzar en ámbitos concretos que rápidamente generarían resultados visibles para la ciudadanía como, por ejemplo en fiscalidad -armonización, lucha contra el fraude y la evasión, contra los paraísos fiscales-, porque la vuelta al Estado nación es inviable, y porque el inmovilismo es el campo ideal para que el populismo y los nacionalismos acaben con el proyecto. Sólo desde una escala supranacional, cada vez más federal aunque sea una palabra tabú, cada vez también más democrática, lo cual exige innovar y arriesgar, se pueden afrontar los retos que plantea la globalización. Ser europeísta no impide ser crítico con la Unión Europea actual. Al contrario, exige serlo. Europa, hoy, red y trampa. Pero Europa como único camino para recuperar a los individuos y colectivos que se sienten desarraigados y que corren el riesgo de sucumbir ante los gritos soberanistas de todos los populismos. Una Europa inclusiva, orientada hacia un federalismo abierto, basada en la ciudadanía como expresión de libertades y derechos públicos y no de falsas identidades.