El diálogo, pacto y transacción como única solución
Unió Democràtica propone añadir una disposición adicional a la Constitución Española que reconozca el carácter nacional de Cataluña, otorgándole plenas competencias en cuanto a cultura y lengua y estableciendo un concierto fiscal catalán. Esta solución, para la que obviamente se requiere que todas las partes se avengan a negociar, evitaría iniciar un proceso abierto de reforma del articulado de la Constitución, cuyo desarrollo en las circunstancias actuales resulta imprevisible.
Nadie negará que Cataluña vive hoy día una situación compleja, que se ha ido incrementando por causa del creciente centralismo del Gobierno de Madrid y, además, por un discurso independentista que en los últimos tiempos no busca el acuerdo sino la ruptura. Son dos posiciones que se retroalimentan entre ellas y que, en lugar de favorecer el diálogo y la búsqueda de soluciones pactadas, fomentan la tensión y el enfrentamiento.
Desde la sentencia del Tribunal Constitucional del año 2010, que anuló algunas disposiciones del Estatuto de Autonomía en su día aprobado por el Parlamento español y refrendado por los ciudadanos de Cataluña, existe la certeza de que el Estado de las autonomías en su diseño actual ya no puede dar más de sí. Asimismo, la política recentralizadora del Gobierno de Mariano Rajoy, con importantes ataques al sistema educativo y a la lengua catalana, una clara discriminación en la inversión pública y un incesante déficit fiscal ha levantado ampollas en Cataluña. El golpe de gracia, sin embargo, llegó con la negativa del Gobierno español a negociar un nuevo sistema de financiación, ampliamente reclamado desde Cataluña y similar al que rige sin problema alguno en el País Vasco y en Navarra, aunque con una clara apuesta por la solidaridad con el resto de España.
Ante esta situación, una parte muy mayoritaria de la sociedad catalana ha venido reclamando la celebración de una consulta política sobre su propio futuro. En este sentido se solicitó al Estado la autorización para celebrar un referéndum, que fue negada; el Parlamento catalán elaboró una ley de consultas que luego fue impugnada por el Gobierno español y declarada inconstitucional; se celebró un proceso participativo en Cataluña para conocer la opinión de los ciudadanos, y dicho proceso no sólo también fue recurrido desde Madrid sino que en méritos del mismo han sido también interpuestas diversas querellas criminales contra el presidente y miembros del Gobierno catalán. Así pues, el Gobierno no ha hecho otra cosa que pretender solucionar las demandas de Cataluña en los tribunales en lugar de hacerlo en las instituciones políticas.
Desde Cataluña tampoco se ha intentado rebajar la tensión. El extremismo de allí ha ido aumentando el extremismo de aquí, y una parte del catalanismo político se ha declarado abiertamente independentista. Yo no soy independentista, pero mientras se defienda pacíficamente y democráticamente es una posición legítima y defendible en cualquier sistema democrático. Ahora bien, debo añadir que el independentismo catalán se ha instalado en el discurso fácil, incluso demagógico, y en modo alguno ha querido abordar el debate de las ventajas, inconvenientes y consecuencias de aprobar tras las elecciones una declaración unilateral de independencia por parte del Parlamento catalán como ellos proponen. Desde mi punto de vista, nos hallamos ante una situación explosiva y un previsible choque de trenes ante el cual, los maquinistas, en lugar de echar el freno, añaden más presión al vapor.
Unió Democràtica de Catalunya considera que con la cerrazón de unos y de otros no se resolverán los problemas de Cataluña. Falta visión de Estado y capacidad política, y sobra demasiada estrategia electoral de corto alcance. Lo que España y Cataluña necesitan es diálogo, mutua empatía y voluntad de resolver un desencuentro que sólo comporta desgaste y que impide centrarnos en la resolución de otros problemas importantes que padece el país. No es bueno que Cataluña viva permanentemente en campaña electoral, con tres elecciones en menos de cinco años.
Asimismo, entendemos que aunque el Gobierno español se siga negando obtusamente al diálogo, debemos perseverar una y otra vez en intentarlo. Ciertamente, en España nadie se avendrá a dialogar si desde aquí se acude con posiciones irreductibles y maximalistas, pero el diálogo se convierte cada vez en más imprescindible y necesario.
Una posición maximalista es amenazar con una declaración unilateral de independencia a realizar si en las elecciones del 27 de septiembre las posiciones independentistas consiguen ganar aunque sea sólo por un escaño y sin mayoría de voto popular. Literalmente, es un error que sólo comportará una mayor división de la sociedad catalana y una reacción inmediata del gobierno español, alentada por la proximidad de las elecciones generales y las expectativas de mayores réditos electorales si se castiga el desafío catalán.
Una declaración unilateral de independencia, además, tendría efectos muy nocivos sobre la sociedad catalana. Es obvio que en esta campaña electoral los partidarios de la independencia han evitado entrar en el análisis riguroso de las consecuencias. En su discurso, la independencia se convierte en la panacea que ha de resolver todas las desgracias del país: dispondremos de mayores recursos, seguiremos siendo ciudadanos de la Unión Europea, se creará empleo y riqueza y, entre otras muchas ventajas, también las pensiones serán más altas. No ha existido ni se ha pretendido un debate serio contra las innegables consecuencias de una unilateral de independencia catalana, y cuando se invocan los posibles inconvenientes, la respuesta es simplista, sin fundamento alguno. Por ejemplo, cuando se objeta que ninguno de los grandes Estados de la Unión reconocerá una declaración unilateral, o que ésta no será apoyada ni por Estados Unidos ni por otras potencias, la respuesta es que eso no será así, y que nadie nos expulsará de la Unión, pese a que desde la Comisión Europea, por ejemplo, se ha advertido una y otra vez que Cataluña pasaría a ser un país tercero en el que los tratados europeos dejarían de tener aplicación y que se debería solicitar el ingreso en la UE si es que se desea pertenecer a ella. Hay mucho sentimiento al que en lugar de mezclar con dosis de razón se le añade abundante manipulación.
Y ésa no es una cuestión sin importancia. Para millones de catalanes (no todos los catalanes sienten ese vínculo nacional con Cataluña puesto que hay que lo comparten con España y quienes sólo lo sienten con España), Cataluña es una nación de Europa, una nación milenaria que ha contribuido tanto o más que cualquier otra a la conformación de lo que es Europa, y que en las etapas más negras de nuestra historia siempre ha mirado hacia Europa como paraíso que deberíamos alcanzar. Para Cataluña, Europa es una necesidad y una razón de ser.
Si el nulo soporte internacional no ha resultado suficiente para centrar el debate en sus justos términos, tampoco han sido analizadas las consecuencias españolas de una declaración unilateral y menos aún las catalanas. No se trata de entrar en el razonamiento del miedo sino del realismo. No existe una estrategia seria que indique cómo se efectuará la desconexión de España, ni sus efectos económicos o jurídicos. Además, como ya se ha dicho, si la declaración de independencia se materializa mediante una votación en el Parlament en el mes de octubre o noviembre próximos, estaremos en plena campaña electoral española y, por tanto, el PP de Mariano Rajoy tendrá más interés que nunca en que la solución no sea política, sino jurídica, es decir, mediante la actuación del Tribunal Constitucional, y eso favorecerá sus intereses electorales. Lamentablemente, a una parte de España le agrada que se castigue a Cataluña y que se rechacen esos actos con fuerza política y grandes declaraciones. El PP vuelve a situar, como lo hizo en el debate sobre el Estatut, al PSOE contra las cuerdas por su tibieza en la defensa de la unidad de España, y ellos son los grandes valedores de esa unidad.
Y en cuanto a Cataluña, pese a que desde Unió lo hemos destacado una y otra vez, nadie más ha querido reparar en la profunda división que la independencia puede causar en una nación que siempre ha considerado la cohesión social como la mejor y primera garantía de su existencia.
Ni Cataluña ni España pueden progresar en este desencuentro. Y soluciones, haberlas haylas. Unió Democràtica propone añadir una disposición adicional a la Constitución Española que reconozca el carácter nacional de Cataluña, otorgándole plenas competencias en cuanto a cultura y lengua y estableciendo un concierto fiscal catalán. Esta solución, para la que obviamente se requiere que todas las partes se avengan a negociar, evitaría iniciar un proceso abierto de reforma del articulado de la Constitución, cuyo desarrollo en las circunstancias actuales resulta imprevisible, y garantizaría adecuadamente los derechos de Cataluña, con una fórmula similar a la que ha permitido reconocer situaciones especiales de otros territorios. Si España fue capaz de acordar mediante el pacto una transición difícil de la dictadura a la democracia ahora pensando en Cataluña y en España hay que regresar a la mesa de los acuerdos. Política es diálogo, pacto y transacción.
Lo que no debe ser, lo que deberíamos evitar, es entrar en un proceso de declaraciones unilaterales, de reacciones estatales y de una completa y paralizante inseguridad jurídica. Un escenario así no sería conveniente ni para España, ni para Cataluña ni para Europa. Este desencuentro sólo se podrá resolver en la mesa de negociación, y entre todos, Europa incluida, deberíamos hacer cuanto esté en nuestra mano para que este gran problema político se resuelva adecuadamente por la vía política. Tiene solución.