Gracias, Antonio Muñoz Molina
En Como la sombra que se va, que he leído este verano en Lisboa, Muñoz Molina describe el zeitgeist de aquella época que nos impulsaba a querer ser unos eternos adolescentes, que soñaban con convertirse en personajes de una película de Woody Allen, deseosos de vivir en una buhardilla en la Plaza de Ópera, rodeados de libros, comics, músicas, viviendo la noche a tope en Malasaña, entre alcohol, rock, jazz y, quién sabe qué otras drogas.
Vuelvo de Lisboa y enfrento de nuevo la vida tras el fin del verano. Traigo conmigo algunas impresiones, algunos conocimientos nuevos, una turbación extraña. Si se viaja no es por descansar, sino por cansarse de otro modo. Había estado varias veces en Lisboa, pero casi siempre por trabajo. Esta es la vez en la que he pasado más tiempo en la ciudad, sin lecciones que impartir, reuniones que mantener, conferencias que dictar.
Llevé conmigo a Lisboa dos libros, y es de uno de ellos del que quiero hablar. Tenía la intención de leerme Como la sombra que se va, de Antonio Muñoz Molina, y eso es lo que he hecho, tumbado en la playa, sentado en cafés, mirando el Tajo desde la ventana del apartamento de turistas en el que nos hemos quedado estos días.
Y es esta experiencia la que me ha turbado y me ha devuelto a Madrid con alguna nueva sensación. Y casi un sentimiento de culpa. Me siento llevado a decir: ¡Lo siento, Antonio Muñoz Molina!
Me explico. Cuando se publicó El invierno en Lisboa, en 1987, yo era un estudiante apenas recién llegado a Madrid, descubriendo entonces el mundo. Compré el libro, quizá la primera edición -la perdí en un traslado- y creí encontrar un reflejo de mis propias ansiedades y anhelos en la novela: como el propio Muñoz Molina describe en Como la sombra que se va, el zeitgeist de aquella época nos impulsaba a querer ser unos eternos adolescentes, que soñaban con convertirse en personajes de una película de Woody Allen, deseosos de vivir en una buhardilla en la Plaza de Ópera, rodeados de libros, comics, músicas, viviendo la noche a tope en Malasaña, entre alcohol, rock, jazz y, quién sabe qué otras drogas. No me fijé en el lenguaje del libro, un poco demasiado dulce, ni en que la trama era algo más floja de lo que dejaba ver su buen artificio, sino en que era exactamente el paisaje por el que todos nosotros, por entonces, habríamos querido deambular. Era nuestra vida como debiera ser, no como era.
Y la Lisboa del invierno resultaba -para mí, nacido al borde del Tajo-, uno de los más seductores de aquellos sueños de provinciano saturado de lecturas y canciones.
Pero muy pronto, no sé cuándo, pero antes de que se publicara Beltenebros -que ya no leí-, empezaron a aparecer artículos de Muñoz Molina en los periódicos, y uno de ellos -creo recordar que sobre arquitectura contemporánea-, me molestó, me enfadó. En realidad, casi pensaba lo mismo que él, pero de alguna manera -así lo recuerdo-, sus opiniones me parecieron fatuas. Decidí que no iba a leerlo más. De hecho, durante años, tras aquella -¿decepción?-, mantuve la postura un tanto epatante de que no leía a autores vivos, para evitar que te decepcionaran con sus opiniones. Por culpa de Antonio Muñoz Molina no leía más que a muertos, solía decir yo con sorna. (En realidad era, por supuesto, falso y, de hecho, he pasado años traduciendo a escritores vivos, como a mi buen amigo Andrzej Sapkowski).
Transcurrieron los años, dos décadas, buena parte de ellas viviendo en Alemania, donde Muñoz Molina ha sido traducido y editado con fruición, y mi regreso a España no supuso un cambio. Han sido dos mujeres las que me han llevado a volver a la Lisboa de Muñoz Molina, en otra forma, de otro modo. La primera es Carolina, mi pareja, quien, con más sólido criterio literario que yo, me impulsó a leer esta última novela. Gracias a ella me introduje en un texto que cuenta cómo se escribió aquel Invierno en Lisboa que me ganó en mi juventud, y he recuperado de pronto el sentimiento de aquel tiempo. Y sin nostalgia barata, sino como reflexión y examen profundo y lúcido sobre quiénes fuimos y, también, quiénes somos. Recorrer estos días el Cais do Sodré después de haber leído las andanzas de James Earl Ray -y las de Muñoz Molina-, me ha dejado un sentimiento esquivo, más allá del mero turismo literario o del sensacionalismo del esto pasó aquí. Y del mismo modo, me ha dejado huella el relato de la última noche de Martin Luther King, quizá las mejores páginas que he leído en los últimos veinte años.
Y la otra mujer ha sido Elvira Lindo, a quien no conozco personalmente, pero cuyo Lo que me queda por vivir compré, por impulso, en un aeropuerto y había leído antes de llegar a mi destino. Como vivía en Alemania, no tuve la oportunidad de convivir con el éxito de sus libros de Manolito Gafotas, ni de escucharla en la radio, ni de enterarme de que era una especie de celebrity. Sólo supe -de pronto- que ese libro, escrito como pocos que he leído, desde el corazón, pero con cerebro, enlazaba también con una época que, para mí, se ha quedado a la otra orilla de mi viaje decisivo fuera de mi país y el comienzo de una vida nueva y otra. Y escarbando más, he llegado a darme cuenta de cómo el libro de Elvira Lindo, y Lugares que no quiero compartir con nadie y Noches sin dormir y, por fin, Memphis-Lisboa, conforman un todo y un mismo paisaje con el texto de Muñoz Molina y cuentan, de otro modo, el otro lado de una misma historia. Carolina lo define como una conversación alargada entre Elvira Lindo y Muñoz Molina. Pero es una conversación íntima que interesa a otros. Y el goce que producen todas estas palabras encadenadas las unas con las otras es, debe de ser, porque responden, esta vez sí, a sentimientos y nostalgias ya maduras y reales, aunque enlacen con aquel adolescente desastrado que atravesaba Madrid a pie para ir a conciertos de Los Flechazos.
No. Creo que en realidad no tengo que pedirle disculpas a Antonio Muñoz Molina, sino más bien darle las gracias: tras el tiempo pasado se han acumulado un buen número de páginas suyas, novelas que espero ir deglutiendo: la boca se me hace agua pensando en todo lo suyo que aún me queda por leer.