Desigualdad y sistema
Si el sistema social, político y económico que tenemos en España es el causante de este avance de la desigualdad, espoleado por la crisis, hay que concluir que las cosas deben cambiar radicalmente. ¿Podemos? No. Debemos
En los casi seis largos y duros años que llevamos de crisis, la desigualdad se ha manifestado con una crudeza y profundidad inusitadas. Los indicadores generales de renta, distribución y suficiencia de la misma se han situado muy por debajo de sus niveles de pre-crisis, habiendo quedado, al mismo tiempo, muy por debajo de los que hoy mismo mantienen muchos países avanzados. En el tiempo y en el espacio el deterioro ha sido considerable. Pero el aspecto más grave de este desarrollo es que este deterioro se ha cebado de manera gravísima en los grupos más vulnerables ya antes de la crisis, los trabajadores menos cualificados y segmentos relevantes de las clases medias.
La evidencia disponible muestra clamorosamente que la pauperización de la sociedad española ha sido selectiva. Puede que una mayoría de españoles hayan sufrido una merma en su renta, en su riqueza o en ambas. Pero los grupos peor situados en la distribución de la renta han sufrido incomparablemente más que los mejor situados. De todos los procesos que conducen a un aumento de la desigualdad, este es el más abominable. Al mismo tiempo, el conjunto del país ha retrocedido respecto a la media de los países avanzados, deshaciendo los logros de la convergencia europea.
La evidencia a la que me refiero viene acumulándose tanto en España como fuera de nuestro país. Desde la masiva constatación realizada por Cáritas, Cruz Roja, los Bancos de Alimentos, las Consejerías y Concejalías de asuntos sociales de todo el país, innumerables ONGs, más o menos sistemáticamente recogida, hasta los sucesivos informes de organismos internacionales como la OCDE o la Comisión Europea, revelan que nuestro país, casi en solitario, lidera la dudosa liga del aumento de la desigualdad.
La OCDE, por citar un informe publicado en marzo de este año (si bien ha alcanzado gran repercusión a mediados de junio), muestra que si antes de la crisis (en 2007) la renta media española era de 17.300 euros, en 2010 había caído a 16.000 euros por persona, un descenso del 2,6% cada año. O que, mientras la renta media del 10% más rico de la población caía a un ritmo anual del 1,0% en este periodo (pasando de 38.800 euros al año a 37.700), la del 10% más pobre lo hacía al 16% (pasando de 4.500 euros al año a 2.900). O que, como consecuencia de lo anterior, mientras la renta de ese 10% más rico era 8,7 veces la del 10% más pobre en 2007, el odioso múltiplo había subido hasta 13,1 veces en 2010.
Todos estos desarrollos son mucho peores que los de cualquier otro país avanzado y revelan una descomunal vulnerabilidad general de la sociedad justo antes de la crisis, cuando parecía que la economía la sociedad españolas tocaban el cielo del bienestar.
La igualdad, salvo en el sentido de "igualdad de oportunidades", es muy difícil, si no indeseable, de alcanzar. La propia vida sobre el planeta es una negación del estado entrópico al que tiende la naturaleza en ausencia de perturbaciones. Cuando parece que la partida de la igualdad está encarrilada, algo o alguien se encargan de repartir las cartas una vez más y vuelta a empezar. Por curioso que parezca, este proceso de renovación que niega la igualdad entrópica es la principal fuente de valor en un sistema.
La desigualdad es como el colesterol, que lo hay "del bueno" y "del malo". La desigualdad que se basa en el continuo aprovechamiento de oportunidades a las que todos tienen acceso (aunque cada uno se desempeñe posteriormente de manera diferente), es infinitamente más saludable y productiva que aquella desigualdad que se basa en el copo de las oportunidades por parte de los de siempre. La primera genera los recursos para apoyar a quienes lo intentaron y no llegaron a la meta, la segunda solo consume recursos extraídos de quienes menos tienen.
Si bien carece de sentido colocar a todos en la meta de una carrera, pues nadie se esforzaría lo más mínimo por alcanzarla y se perderían las ganancias debidas al talento de los más esforzados, tiene todo el sentido del mundo promover la igualdad más estricta posible en la línea de salida, reconocer la recompensa de quienes más se esfuerzan y compensar razonablemente a quienes lo intentaron pero quedaron arrumbados en la cuneta sin llegar a la meta que se habían propuesto.
Estos son los fundamentos de un sistema social y económico sano, dinámico y productivo. Algo, por cierto, muy diferente del bolchevismo, el populismo o la sociedad de clases y estamentos que se esconde detrás de muchos países democráticos.
No hay peor desigualdad que la que se basa en el amiguismo y el copo de las oportunidades por parte de los monopolios económicos o estamentales. Grave sería descubrir a estas alturas que el furioso avance de la desigualdad que está experimentando la sociedad española con motivo de esta crisis fuera de esta especie. Y mucho me temo que lo es. De otra manera no se explicaría su odiosa selectividad, bien por la acción de los mecanismos ofensivos (ausencia de verdadera igualdad de oportunidades) u omisión de las instancias defensivas (ausencia de programas paliativos de bienestar).
Si el sistema social, político y económico que tenemos en España es el causante de este avance de la desigualdad, espoleado por la crisis, hay que concluir que las cosas deben cambiar radicalmente. ¿Podemos? No. Debemos