De pequeña sufrí acoso escolar y hoy en día me sigue afectando
No entiendo bien qué está pasando, pero sé que me ocurrirá algo terrible si no obedezco las órdenes de estos matones, más grandes y más fuertes que yo. Me bajo los pantalones e intento hacer pis, como me han mandado. No lo consigo porque el miedo me paraliza. Los chicos se ríen y me abuchean.
Tengo cinco años. Me han traído hasta el cementerio riéndose mientras me amenazan con que me ocurrirá algo horrible a mí y a mi familia si no hago lo que me piden. Me han dicho que orine en una tumba. Estoy muerta de miedo.
No soy capaz de entender lo que está pasando exactamente, pero sé que me ocurrirá algo terrible si no obedezco las órdenes de estos chicos mayores, más grandes y más fuertes que yo. Me bajo los pantalones e intento hacer pis. No lo consigo porque el miedo me paraliza. Los chicos se ríen y me abuchean. Sigo intentándolo y, por fin, un chorrito decide mi destino. Voy a ir al infierno porque he profanado una tumba -yo, esa niña metodista que temía a Dios- y porque ahora estos matones me tienen a su disposición. No puedo ganar.
Otro día, me obligan a subir a un árbol que está en el parque que hay detrás de mi casa, al lado del cementerio. Me empujan para que suba más, pero yo soy pequeña, gordita y estoy paralizada por el miedo. El tronco está hueco porque está enfermo. Me alegro de tener un sitio en el que esconderme y sentirme protegida de esos chicos. Enseguida se aburren y se van a sus casas. En cuanto dejo de oír sus voces y creo que estoy a salvo, me doy cuenta de que no puedo bajar. Me hago pis encima. Más tarde, mis padres vienen a buscarme al parque llamándome. Me encuentran y me rescatan.
Otra vez, estoy dando una vuelta con mi querida bicicleta roja con ruedines por el camino del parque. Poco después, los matones empotran mi bicicleta en el hueco del tronco del olmo del que no me podía bajar, torciéndole las ruedas. Mi querida bici.
Vuelvo a estar en el parque. Los matones también están y este incidente resulta casi cómico. Me dicen que me van a enseñar una palabra secreta y mágica que significa que alguien es muy guapo. Después de muchas explicaciones, me convencen (incluso entonces me encantaba aprender cosas nuevas, me encantaban las palabras y la comunicación). Me acerco a una atractiva e inocente madre que está sentada en un banco del parque viendo cómo su hijo se divierte en los columpios. Voy con sigilo, preocupación y timidez. Los chicos sonríen con superioridad. "¡Es usted muy gilipollas!", sonrío.
Me gustaría haberlo contado. Me gustaría habérselo dicho a mis padres, a mis profesores del colegio, a mis catequistas, ¡a cualquiera! Pero creí a los matones. Creí que a mis padres les pasaría algo horrible si yo decía algo. El modus operandi de las personas que hacen bullying consiste en aislar y humillar a la víctima para que se sienta indefensa e impotente: ese es el principal alarde de autoridad de un cobarde. Pero en ningún momento se hablaba de acoso escolar, y menos en el colegio. Se consideraba parte de la vida y los profesores creían que se solucionaba simplemente separando a los niños en el patio.
Crecí en las décadas de los setenta y los ochenta y sufrí acoso por muchas más razones: por estar gorda, por llevar gafas, por ser una empollona, por encantarme los caballos y tener que ir a clases de equitación con ponis cuando todas las niñas ricas y pijas tenían su propio poni.
Recuerdo que reuní el valor de decírselo a uno de mis tíos y él me aconsejó que le diera un puñetazo al responsable. Y todavía no he pegado a nadie. Ojalá hubiera tenido a alguien en quien confiar, una manera fácil de decírselo a mis profesores. Aparte del amor de mi familia y mis amigos, nadie me dijo que existiera ningún tipo de ayuda, ni mucho menos profesionales con los que hablar. Eso no puede ser sano.
Esta historia no es única, no es el peor caso de acoso escolar que has leído y no va a ser el último.
¿Qué implica haber pasado por algo así? Sigo luchando con mi inseguridad y con mis problemas de autoestima. A veces me siento como esa niña sin hermanos, gordita, con gafas y presa de los matones. He recibido muchas sesiones de terapia a lo largo de los años y me sigue resultando difícil desentrañar hasta qué punto afectó a mi desarrollo y hasta qué punto afecta a mi salud mental ahora, pero está claro que ha impactado más de lo que debería.
Como dijo Aristóteles: "Dame a un niño hasta que cumpla siete años y te diré en qué hombre se convertirá".
Eso también es aplicable a las mujeres. Ojalá alguien me hubiera ayudado a darme cuenta de que sufrir acoso escolar no tendría por qué haber influido en cómo soy ahora. Espero que llegue el día en que los niños reciban esa ayuda.
Este post fue publicado originalmente en la edición británica de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Irene de Andrés Armenteros